Guia para Dejar de Ser Idiota Ona Spell - PDFCOFFEE.COM (2024)

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18 19 20 21 22 23 24 25 26 27 28 29 30 31 32 33 34 35 EPÍLOGO GUÍA PARA DEJAR DE SER IDIOTA AGRADECIMIENTOS ¿Te ha gustado?

Primera edición febrero 2022 Depósito legal febrero 2022 © Cherry Publishing 71-75 Shelton Street, Covent Garden, Londres, UK. 9781801161657

GUÍA PARA DEJAR DE SER IDIOTA Ona Spell Cherry Publishing

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A todas las Lenas y Noels que se sienten perdidos. Jamás dejéis de soñar. «Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que algún día, cada uno pueda encontrar la suya». El Principito, Antoine de Saint-Exupéry.

Ilustración: @laranna_art

PRÓLOGO Lena Rose; así la llaman. Bien, no sé ni cómo empezar. Es un de esas chicas que no se pueden definir. De las que miras y no te salen las palabras. No, no me refiero a que sea perfecta. Ni siquiera es agraciada. Seguro que has conocido a personas que no soportarías jamás en la vida, ni si te aprobaran sin estudiar; que son más extrañas que una mosca en un perfume que huele a lavanda; que dicen al profesor que había deberes cuándo nadie de la clase los ha hecho; o, que se creen que son dioses de la ciencia y que conocen incluso de dónde provienen las sartenes. Y no, no hablo de Sheldon de Big Bang Theory, aunque lo parezca. ¡Y por no hablar de su físico! Su media melena pelirroja siempre está despeinada. Su ropa parece la que se ponía mi abuela en sus años jóvenes, sus gafas de pasta siempre están empañadas y eso de tener pecas por toda la cara no le favorece nada. Así es ella, Lena Rose, la chica más rara que me habría podido encontrar en este jodido mundo. Pero a pesar de todo, es lista. Muy lista. Y me duele afirmar que yo, Noel Martín, he terminado rompiendo mis tres reglas básicas y pidiéndole ayuda.

1 El arte infravalorado Dormir siempre ha sido un arte infravalorado. Siempre he jurado que es la octava maravilla del mundo. Cerrar los ojos, imaginar rincones remotos y sentir que todo está bien. Que nadie puede hacerte daño. Eso creía antes de que la estrepitosa alarma empezara a sonar a las seis de la mañana y yo cayera de bruces en el suelo. Comenzaba el día genial: con un leñazo en la cabeza y un funcionamiento cerebral disminuido. Adiós, neuronas. Hola, primer día de clase. Me levanté del suelo, no sin antes confirmar apuradamente que mi pie derecho era el primero que pisaba el mármol. Un escalofrío me recorrió la espalda. No quería empezar también con una racha de mala suerte, aunque sabía perfectamente que los científicos no aprobaban dicha teoría. Sin embargo, ¿habían tenido en cuenta la ley de Murphy? El ruido de la ducha terminó de despertarme. Ruido blanco. Repetí por centésima vez, bajo los chorros del agua, la presentación del trabajo de biología que me tocaría hacer aquel día. Blanca, mi profesora y tutora, había decidido que yo sería la primera en exponer. Porque si había algo que todo el mundo conocía de mi ser era que Lena Rose era la estudiante más aplicada y sobresaliente del Instituto Rodoreda. Vamos, lo que también se conoce como empollona toca pelotas o el ojito derecho de los profesores. Repetí el discurso otra vez, mientras peinaba mi cabellera zanahoria; otra vez, mientras me vestía con un jersey de lana rosa y unos pantalones de pana turquesa; otra vez, mientras desayunaba una taza de Cola Cao y me ahogaba. Lo acepto, si había una sola cosa que no sabía hacer correctamente era comer sin asfixiarme. Algunas otras personas decían que tampoco sabía ser una persona normal, a lo que yo respondía: ¿qué era para ellos ser normal? ¿Acaso había

persona en la Tierra que lo fuera? —Como repitas una vez más esta mierda de discurso te juro que seré yo quien te ahogue con mis propias manos —confesó un somnoliento Marcos mientras me daba palmaditas en la espalda. —En primer lugar, si quisieras matarme deberías estar despierto —chasqueé la lengua, notaba la garganta reseca. Marcos era dos años menor que yo y, efectivamente, era guapísimo. No es que fuera mi hermano, que también, sino que era la purísima verdad. Él había salido a mi madre, rubio y con unos ojos tan añiles que podrían convertir en piedra a cualquiera. Algo así como Medusa, pero sin serpientes en la cabeza. Un aspecto físico tan atlético que siempre me pregunté si no hacía sentadillas sonámbulo. Y, según mi abuela, siempre había tenido un gusto exquisito para la moda. Un poco pijillo, a mi parecer. Me miré a mí misma. No estaba descontenta con mi genética. No obstante, mis cabellos pelirrojos me acercaban más a parecerme a Pippi Langstrump que al mismísimo Thor. —No querrás ponerme a prueba, ¿no? Negué con la cabeza mientras le lanzaba un beso al aire. Miré el reloj. Las siete y cuarto. Ahogué un grito, llegaba tarde. Me lavé los dientes durante los dos minutos que aconsejaban los expertos y salí de casa estrepitosamente, con mi mochila en un costado. Esa bolsa siempre había sido un tesoro para mí. ¿Qué me podía aportar un trozo de tela salpicado de barro, arañado y más gris que azul? La respuesta era simple: todo y más. Si había una frase que solía aparecer a menudo en mi cabeza, como un tormenta de arena, era que las cosas simples siempre terminaban siendo las que más nos representaban. ¿Acaso no tenía mis auriculares amarillo canario allí dentro? O mi tupper rojo, repleto de las torrijas que doña Cecile solía hacerme los fines de semana y que se acababa comiendo Oliver. Por no hablar de Nube, mi querida agenda de tapa dura. Lo acepto. Soy una pecadora. La gente bautiza sus coches y motocicletas; yo bauticé mi agenda con el nombre de Nube. Jamás iba a ningún lado sin ella. Nube, al igual que un regalo, era el envoltorio de toda mi vida. Eché un ojo dentro de la mochila mientras bajaba por el ascensor, más viejo que Matusalén y que solía crujir con cada sacudida, confirmando que efectivamente tenía todas mis posesiones allí dentro.

El barrio comenzaba a llenarse de vida. Barcelona se alzaba imponente, con las farolas iluminando aún las heladas calles y el viento ululando entre los plataneros. El anochecer seguía vertido encima de nosotros, apagándose a cada paso que daba y abriéndose en un amanecer cargado de nubarrones que anunciaban tormenta. Me até bien la bufanda mientras miraba de reojo los edificios que iban apareciendo en mi camino. Amarillo, blanco, amarillo, azul y amarillo. Si de algo carecían aquellas avenidas eran de una gran originalidad. En algún momento distinguí una cabellera morena cerca de mi portal. Supe al momento que se trataba de Noel, mi vecino y compañero de clase. Me puse la capucha y entrecerré los ojos, como si el hecho de no verlo significara que él había desaparecido. «No lo veo, no existe; no lo veo, no existe». Él subió en su destartalada moto y se fue en un pestañeo. Lo maldije interiormente, qué suerte tenía de no tener la obligación de utilizar sus largas piernas para llegar al instituto. Doscientos treinta y cuatro pasos hasta casa de Oliver, mi mejor amigo. Doscientos trece si iba rápida. Doscientos cincuenta y dos si iba lenta. Los había contado tantas veces que ya me los sabía de memoria. Intenté no pisar las líneas del suelo mientras susurraba, una y otra vez, el maldito proyecto de biología. Cuando llegué a la calle donde él vivía me lo encontré esperándome en su portal, como siempre. Apagó de inmediato el cigarro que yacía entre sus dedos, aplastándolo contra el alféizar de una ventana. Tenía una simple regla: si yo no lo pillaba no había pasado. Aun así, le propiné un golpe en el hombro. —Que te jodan —pronunció haciéndome una peineta. —¿Tan mal te han sentado las Navidades? —farfullé mientras él se frotaba el hombro. Las Navidades se me habían hecho larguísimas. Doña Cecile, mi madre, se había pasado todas las vacaciones encerrada en el hospital. Es enfermera. Tengo la certeza que cuando hay fiestas la gente se dedica a pensar más sobre ellos mismos (algo que, curiosamente, en su día a día no suelen hacer) y, consecuentemente, acaban percibiendo todas las dolencias de su cuerpo. También, el 70 % de las personas buscan los síntomas en Internet y el resultado siempre es el mismo: morir. Así que Marcos y yo acabamos pasando todas las Navidades solos en casa, espachurrados en el sofá, haciendo un maratón de Friends y comiendo palomitas. De las saladas. De las buenas. Tras las Navidades, volvían las clases. Los nervios a flor de piel, los

reencuentros y, desgraciadamente, las pruebas para acceder a la Universidad. Estaba asustadísima. Atemorizada. Alarmada. Como lo queráis llamar. Si cualquier persona hubiera sabido cómo me sentía en ese momento se hubiera cachondeado de mí. «¿Lena Rose sintiendo miedo de unos exámenes? ¿Lena Rose? ¿La misma empollona que lleva sacando dieces toda la vida? Mientes», podía imaginarme que decían mis compañeros. Pero al contrario: sentía un pinchazo de ansiedad cada vez que pensaba en la Selectividad, y la razón era que no sabía aún qué estudiar en un futuro. La misma Lena Rose que tenía toda su vida planificada milímetro a milímetro en una agenda llamada Nube no sabía qué carrera elegir. —Horribles —sentenció Oliver mientras poníamos rumbo al instituto—. El capitalismo cada vez es más necesidad y menos lujo. Además, ¡me tocó el haba en el roscón de reyes! —Históricamente, si te tocaba el haba significaba que eras el rey de la mesa, porque… —¡Venga ya, calabacita! —murmuró. Un vestigio de sonrisa cruzó sus labios. Me había olvidado. Calabacita era mi mote, no era ningún misterio que se debía a mi cabello anaranjado. No obstante, aún tengo la duda de si era algo cómico, para echarse unas risas, o adorable. —¿Cómo está Marcos? —preguntó mientras se pasaba una mano por su cabello tan atrayente. —Solterón. Virgen, espero, y prohibidísimo para ti —murmuré. —Pensaba que colaría. Le eché una mirada de soslayo. Oliver era unos centímetros más alto que yo. Sus ojos rasgados oscuros eran los antagónicos de su piel marfil. Su cabello había vuelto a cambiar de color; un lienzo de colores cálidos se anudaba entre sus mechones. Me recordó a los atardeceres que solía ver en el barrio del Carmel. Con dos sillas en el balcón y Pilar, mi abuela. —Por cierto, ¿has sabido algo de Verónica? —le pregunté. Él negó varias veces con la cabeza. —Desde que se fue del instituto apenas ha vuelto a ponerse en contacto — susurró. No quise indagar más en el tema. Verónica había sido nuestra mejor amiga. Ambos la echábamos de menos, pero estaba jugando con nosotros al escondite y

estábamos perdiendo. No tardamos mucho más en llegar al Instituto. La puerta principal estaba abarrotada de adolescentes. Hice una mueca cuándo visualicé a las populares. Jolene encabezaba el grupo con su larga melena azabache. ¿No se aburría de peinarse cada día todo ese pelo? Con lo cómodo que era llevar la melena por encima de los hombros, a pesar de que la humedad me lo rizaba y acababa volviéndolo un estropajo. —Lena… —susurró Oliver. Tragó saliva varias veces—. Tengo algo que contarte. —¿Y no has tenido todo el camino para abrir esa boca de charlatán? — arqueé ambas cejas. —No es fácil tratar ese tema cuando tú me estás explicando toda la trama de Harry Potter y sus cementorios. —Dementores —aclaré. —Como digas. —Volvió a tragar saliva. Le temblaban los labios—. Alek va a venir aquí. No sé si es lo indicado, y estoy bastante rayado. —Rayados solo lo pueden estar los quesos, Oliver. Sobre todo, los quesos reggianos o parmiggianos —exclamé—. ¿Quién es Alek? Tiene nombre de esquimal. ¿Viene de Alaska? ¿Es tu nuevo novio? Él me puso una mano encima de la boca para que me callara. Bufé silenciosamente. —Alek es mi primo y va a comenzar esta semana en el instituto. Y en ese momento no fui consciente de todos los problemas que conllevaría conocerlo. Sería como el estallido de una catarata; una avalancha de nieve. Exagero. Pero ¿cómo iba a saber yo qué mi vida planeada milimétricamente acabaría siendo un enredadera repleta de espinas que me llevarían por otro camino?

2 Las tres reglas de Noel —El camarón pistola, aparte de que es el animal más ruidoso del planeta, también posee unas pinzas especiales que disparan chorros de agua a más de noventa y ocho kilómetros por hora. Además, dejan un rastro de burbujas que explotan a doscientos decibelios, suficiente para desorientar y asesinar a su presa. —Creo que el que acabará desorientado y muerto voy a ser yo —murmuró Cristian mientras mordía un bolígrafo. Tenía razón. Bostecé por décima vez mientras intentaba estirar todo mi cuerpo en la silla. Era la última clase y estaba atrofiado. Mi culo parecía un cuadrado perfecto en vez de una pelota de fútbol; duro y redondo. Encima, la pierna derecha se me había dormido. La moví dando un pequeño golpe a Cristian sin querer, quien me miró con cara de pocos amigos. —Lo siento —susurré. Volví a alzar la mirada. La empollona tocapelotas de la clase llevaba media puñetera hora hablando y su voz me taladraba el cerebro. Joder, ese día soñé con camarones pistolas, lo recuerdo. ¿A quién le importaba ese dichoso animal? Prefería los labradores, los perros sí que eran bonitos. Me froté los ojos con el dorso de la mano y dejé caer la cabeza encima del pupitre mientras, con un bolígrafo, intentaba hacer un agujero en la mesa. Qué tendrían los bolígrafos que eran tan imprescindibles en una clase aburrida. Te salvaban la vida. Entrecerré los ojos al ver cómo un rayo de luz se colaba entre las cortinas y teñía el cabello anaranjado de Lena Rose, incendiándolo. La había visto cuándo salí de casa, no es que fuera difícil distinguirla: era una mancha de colores entre los tonos fríos de Barcelona. Me pregunté quién debía elegir su ropa. El turquesa

y el rosa mezclados eran como una patada en las pelotas. No había sido consciente de que había dejado de hablar cuándo Blanca, la profesora de Biología, gritó mi nombre. —Noel Martín, eres el siguiente —Mierda. Levanté la mirada, más acobardado de lo que pretendía estar. Blanca era la típica profesora que tiraba tizas a los alumnos si no escuchaban. No me hubiera extrañado que de un momento a otro comenzara a rascar la pizarra con sus uñas de bruja. —Yo… Eso… Pensaba que era para la semana siguiente —dije. Una melodía cortó mis palabras. Me pareció que había renacido cuando me di cuenta de que era el timbre. ¡Salvado por la campana! Me levanté cómo pude. Mi cuerpo pedía a gritos un café que lo ayudara a espabilarse. No niego que fuera adicto a él; tampoco lo afirmo. Esos últimos días mis venas parecían hechas de pura cafeína. Quedaban pocas semanas para que fueran las pruebas de baloncesto y necesitaba seguir siendo el capitán del equipo. Cogí de un manotazo la mochila y cuándo quise salir por la puerta, un voz áspera me llamó. —Señorito Martín. ¿Puede hacer el favor de venir un momento? ¿Qué hubiera pasado si hubiera dicho que no quería ir? Realmente es lo que pensaba, pero si quería olvidarme de sus garras raspando la superficie de la pizarra tenía que acercarme. No fuera que me torturara así en un futuro. Arrastré los pies hasta donde estaba Blanca, que me esperaba en su escritorio de brazos cruzados. La llamaban Fiona, por su parecido a la temible ogra. Nariz ancha, ojos saltones rodeados de unas gafas de culo de botella, piel más verdosa que blanca y una mata de cabello blanco que solía estar recogido en un moño. Su voz retumbó por toda la clase cuándo soltó sus pensamientos. —Estoy hasta mis mismísimos santos ovarios que no lleves la faena al día — Era flipante cómo mantenía su voz relajada, pero amenazante. Tendría que explicarme cómo lo hacía—. A la próxima, tendrás un punto menos en el examen final. Y, en mi opinión, tendrías que comenzar a replantearte tu vida. No pienso consentir que en tu último año de instituto estés más atento a las goteras del techo que a las clases. —¿Por qué no las arreglan? —Enarco una ceja—. Me refiero a las goteras. Ella cogió aire y se sentó en su silla mientras abría un archivador lleno de exámenes por corregir.

—Noel. Tienes 18 años y una vida por delante, no la desaproveches — contestó antes de que me indicara que me podía ir. Salí de allí con la sensación de que me había deshinchado. Tal vez fuera que tenía hambre. Tal vez, que sus palabras me habían calado de alguna manera que aún no podía ver. Meneé la cabeza de un lado para otro y me vestí con mi mejor sonrisa. Qué suerte que existían las máscaras. Decidí ir a la cafetería. Era una mera rutina que solíamos hacer los estudiantes cuándo acababa la jornada intensiva. Aun así, decidí ir antes a mear. El baño de chicos tenía pinta de que acabaría siendo un mausoleo abandonado con telarañas en cada esquina y grafitis hechos con rotuladores de colores. Los vidrios rotos reflejaban la suciedad de los compartimentos. Cuando vacié mi vejiga sentí cómo si alcanzara la gloria. Ensimismado en mis pensamientos, manifesté mi adoración al Dios de poder mear tranquilo cuando no puedes aguantar más. Gloria bendita. Me subí la bragueta y salí del cubículo. La verdad es que ese baño olía a muerto. Me lavé las manos, intentando que el agua del grifo no me salpicara en la ropa y quise irme. Justo cuando iba a salir, alguien abrió de un empujón la destartalada puerta. El golpe fue seco y doloroso. —¡Mierda! —me quejé. Un líquido espeso y rojo manchó el suelo y parte de mi rostro, entrándome en la boca. Joder. El sabor era asqueroso. Me dieron arcadas. Había sido un sinvergüenza de primer año que murmuraba un inaudible «lo siento». —¿Acaso crees que mi nariz tiene un puto papel enganchado que dice que la puedes golpear? Joder, ten más cuidado —vociferé mientras intentaba parar la hemorragia. Él quiso hablar. Antes de que pudiera hacerlo ya me había parado más o menos el flujo de sangre y me había ido de aquel cuchitril. Mis tres reglas eran básicas. Fáciles de recordar. La primera: no hablar con las personas que no se juntaran con los populares; la segunda, jamás mostrar mis sentimientos, y la tercera, que nunca descubrieran mis secretos. Mi vida privada. La cafetería estaba infestada de gente. Algunos grupitos ya habían arraigado en los calefactores, criarían raíces allí. Enero había llegado cargado de ventiscas y lluvias, cubriendo los callejones de una fina capa perlada.

Pedí un café largo a Fran, el camarero. También mi primo mayor. Era un secreto que desconocían la mayoría de personas, por el simple hecho que él no quería que lo compararan con un narcisista popular y yo no quería que lo hicieran con un inepto trabajador. Tardó más en tomarme nota de lo que era normal. Lo hacía aposta, estoy segurísimo. Refunfuñé cuándo sirvió primero a varias personas que habían llegado más tarde. Me estaba helando. Finalmente, me lo sirvió con desgana. Me giré dispuesto a irme, pero no, el día se presentaba aún más irregular cuándo me choqué accidentalmente con un cuerpo menudo, esparciendo el café por su cabellera zanahoria. ¡Mierda! —¡Eres un zopenco! —chilló. Una sonrisa ladeada brotó en mis comisuras cuándo vi quién era. Lena Rose no era un inconveniente, o eso pensaba antes de que me tirara su zumo de melocotón en la cara. Los murmullos no tardaron en llegar, haciéndose más audibles mientras corría la voz. Me sonrojé de rabia. Lena acababa de convertirme en nada. Ella, que no era más que un cero a la izquierda. Iba a abrir la boca cuándo la chica más despampanante del instituto me cogió la mano. Jolene. La abeja reina. También mi novia desde hacía un año. ¿Nos queríamos? Permitidme dudarlo. Éramos dos títeres jugando entre nosotros a ser populares, a pesar de que estoy seguro de que ella tenía a su disposición la mayoría de cuerdas, las cuales manejaba con malevolencia. Me quedé atónito cuándo los susurros de los jóvenes cesaron, ella había barrido la sala con sus ojos tan negros cómo el carbón. Brillantes cómo una serpiente. Ese era su don. —No vale la pena discutir con semejante especie —susurró en mi oreja seguidamente. Asentí mientras ella me sacaba de allí y nos dirigíamos al exterior. Ostia puta, olía fatal. Perfecto, ahora era un maldito melocotón andante. Jo me acompañó hasta mi moto. Me senté encima del sillín con los brazos cruzados, intentando parecer un chico malo. Habría estado bien que alguien me hubiera dicho que más que Zac Efron parecía un auténtico gilipollas. Hice un ademán con el dedo hacia ella para que se acercara, sin embargo, ella meneó la cabeza negándome ese placer. —No hacen falta arrumacos, primero quítate ese olor tan repugnante. Jo era fría cómo el hielo. Mejor dicho, era la puta reina del hielo. Suspiré

apresuradamente. Ella acomodó su larga melena azabache en una deslumbrante coleta. Sus piernas largas vestían unas finísimas medias de seda negra y, a conjunto, llevaba una diminuta falda de cuero rojo. La serpiente escarlata. —A ver, este viernes es mi cumpleaños. Cumplo dieciocho, así que voy a hacer la fiesta más espectacular del año. Espero que ya lo tengas todo al día. Mi cerebro explotó en ese mismo instante, quedando inservible. Claro, si es que había funcionado alguna vez en su vida. Me había olvidado por completo del cumpleaños de Jolene. Mi puñetera novia. Su fiesta era la más esperada entre los alumnos. ¿Quién no quería alcohol y sexo toda una noche? —¿Qué debo tener al día? —arrugué la frente haciéndome el loco. —Mi regalo, obviamente —renegó antes de echarme un beso en el aire—. Nos vemos mañana, cariño. Si hubiera dicho que en ese momento mi corazón palpitaba hubiera mentido. Me sentía un puto zombie. ¿Muerto en vida son las palabras indicadas? Sabía que cada año le regalaban cosas impresionantes. Jolene tenía demasiada esperanza puesta en mí, pero, obviamente tampoco le podía decir que si no tenía el dinero suficiente para comprarme un móvil nuevo menos tendría para hacerle un regalazo. Mi familia no era precisamente adinerada. Tampoco cariñosa, para qué negarlo. Observé el cielo, tejiéndose de un gris amenazador. «No puede ir a peor», murmuré. Pero aún me quedaba mucho por vivir y la vida no estaba para hostias.

3 Hei-Hei, unas bragas mordidas y un pastel de fragarias —¡Hei-Hei! —grité con un nudo en la garganta—. ¡Devuélvemelas! La pequeña bola de pelo corría sin cesar por mi habitación, tirando y esparciendo por el suelo todos los objetos que tenía en mi escritorio. Puñetas, con lo que me había costado ordenar los libros por orden alfabético y los subrayadores por los colores del arcoíris. Maldije el día que me empeñé en meter una mascota a mi tranquilísima vida. ¿No tenía suficiente con Marcos? Es decir, sé que un hermano no es una mascota, pero como si lo fuera. También comía como un animal. La bola de pelo se había obsesionado en secuestrar mi preciada ropa interior, pequeño pervertido. Y aprovechando que me encontraba en una plácida ducha caliente, después de que el inepto de Noel me hubiera tirado el café por encima, Hei-Hei había robado mis bragas nuevas. Así que… Lena Rose galopando a pasos de pequeña giganta, con las gafas empañadas, vestida con nada más que un albornoz morado de patitos y una toalla haciendo el papel de turbante en la cabeza, intentaba atrapar a la bestia inmunda que había usurpado su intimidad. Claro, todo hubiera acabado bien si mi querido hermano no hubiera dejado abierta la ventana que daba al patio de vecinos. A Hei-Hei, que listo era un rato, no se le ocurrió nada más que salir corriendo y marcar territorio en casa de la señora Fuster, la madre de Noel. La señora Fuster era una mujer extraña. No, no del mismo modo que yo. Yo era peculiar, ella era extraña a secas. Su voz era tan sutil que cuando abría la boca tenías que prestar muchísima atención para entender qué te estaba diciendo. Ahora, para hablar de cotilleos y de la prensa rosa tenía la boca como un buzón.

O eso decían los vecinos. Cómo cada lunes, ella estaba regando sus preciosos geranios cuando pegó el grito al cielo. Perfecto. A Hei-Hei le había parecido una maravilla depositarse en una de sus macetas mientras roía mis bragas de Winnie the Pooh. Noté cómo mis mejillas se calentaban y el rubor cubría mi cara pecosa. —¡Muchacha! —vociferó la cincuentona. Agaché la cabeza, avergonzada. No obstante, por primera vez en la vida la había entendido a la primera. Corrí a coger a Hei-Hei y le di, suavemente, un pequeño golpe en el hocico. Reñí su desastrosa muestra de cómo robar unas bragas y hacerme salir medio desnuda a la calle. Maldita sea. No quería iniciarme en el p*rno tan joven. —Discúlpeme, señora Fuster —comenté cabizbaja seguido de un estornudo. Absorbí los mocos teniendo en cuenta que no tenía un pañuelo a mano. Llevaba días estornudando y no pintaba bien. Debía cuidarme. En unos meses, en mayo concretamente, comenzaban las pruebas nacionales para buscar un representante nacional de las Olimpiadas de Letras. Un certamen de deletrear palabras. Simplemente, no podía ni constiparme, ni quedarme afónica. Llevaba años preparándome para esto, quería llegar a representar a mi país en el torneo europeo. ¡Ese año lo hacían en Copenhagen! Ya me imaginaba recorriendo el larguísimo canal Nyhavn, acariciando la cola de la Sirenita o visitando la inmensa ópera. Hei-Hei se balanceaba ferozmente entre mis brazos, intentando deshacerse de mi agarre a base de pequeños arañazos y mordiscos. Me dejaría hecha un cromo, así que mi parte más inconsciente lo dejó en el suelo para que me siguiera. Mientras volvía a mi dulce hogar, el movimiento de una sombra negra captó mi atención. El catastrófico y no-inteligente de mi vecino venía por el otro lado del patio de vecinos. Iba acompañado del amargo Cristian, otra persona non grata a mi vista de miope. Quise apresurarme para meterme dentro de casa. No obstante, Hei-Hei no había terminado con su juerga y tenía otros planes para mi aburrida vida. Al ver el panorama que me esperaba me di un bofetón mental, no entendía por qué mi querida mascota no se quedaba quieta dónde yo le decía. ¿Qué había hecho mal? No podía ser el karma. Solía portarme bien, lo juro. Me dirigí a ellos intentando ser un imperceptible. Claro que yendo con un albornoz de patitos era

complicado hacerme invisible. Noel agitaba en el aire un bocadillo. Pavo. Un bocadillo de Pavo. El favorito de Hei-Hei. No íbamos bien. —¡Quítame esta rata asquerosa de encima! —gritó Noel mientras alzaba la mano con un bocadillo. Me aclaré la voz, Hei-Hei no era ninguna rata. —Es un mustela putorius furo, también llamado hurón, Noel. Hurón —repetí enfatizando cada letra. Cogí a Hei-Hei por la cola. Él arqueó sus cejas mientras se planchaba su jersey negro arrugado. —¿Eso son unas bragas de Winnie the Pooh? —preguntó incrédulo Cristian. Me había olvidado por completo que las llevaba en mi mano como un trofeo. —Son de mi hermana. —Lena, tú no tienes hermanas —contestó Noel. —De mi prima, quería decir. Vámonos, Hei-Hei. Agarré bien al hurón, quién seguía intentando alcanzar el sándwich de pavo que sujetaba el moreno. Cuando conseguí, al fin, entrar en casa y encerrar al pequeño demonio pervertido en su jaula me tomé la libertad de estirarme en mi cama. Entrecerré los ojos observando el póster del pelirrojo que asomaba en mi pared. Era el dios que me tenía enamorada. ¿Qué tenía Ron Weasley? Me gustaba fantasear con que algún día conocería a alguien cómo él, con quién podría compartir una cerveza de mantequilla y comeríamos decenas de ranas de chocolate; o que, tal vez, alzaríamos nuestras varitas gritando lumus al unísono. Por otra parte, siempre pensé que ese era el momento de permanecer sola. Apenas tenía diecisiete y los proyectos de vida me parecían más fundamentales que una innecesaria aventura romántica. Sumergida en mis ideas superfluas no me percaté que mi madre, doña Cecile, había llegado a casa. Golpeó hasta tres veces la puerta antes de que pudiera darme cuenta de su presencia. Tal susto me llevé que la almohada con forma de cactus voló en dirección a su figura. —¡Lena Rose Quilla Álvarez! —La mención de mi nombre completo me puso los vellos de punta. Alguna cosa había hecho mal. —Dime, madame —bromeé para quitar hierro al asunto. Ella frunció el ceño, no estaba para estupideces. Cecile Álvarez era una mujer estancada en los patrones femeninos que había

impuesto el patriarcado. Su larga cascada rubia, siempre bien peinada, contrastaba con unos ojos verdes deleitados con una capa de rímel que profundizaba su mirada seductora. Detrás de un vestido holgado aguamarina, se percibía a un señora formal, digna, querida y protectora de los suyos. Siempre había estado orgullosa de mi madre; una persona fuerte que había sabido llevar un familia adelante. Marcos y yo la queríamos con locura. —¡Cuántas veces te he dicho que no dejes al hurón suelto! —me riñó volviéndome a tirar la almohada que le había lanzado antes—. La señora Martín se ha vuelto a quejar. Y claro, ¿qué excusa le cuento yo? ¡Que ha mordido a su hijo! Negué con la cabeza. La vecina era una dramática en toda regla. Se estaba ganando a pulso ser finalista del Globo de Oro a la mejor actriz de drama. HeiHei podía tener un cerebro diminuto, pues este medía alrededor de treinta y seis milímetros de largo y veinticuatro de ancho. Sin embargo, estaba segura de que mi hurón seguía teniendo algo de dignidad en el fondo. Muy en el fondo. —No es mi culpa que esta mujer sea una aguafiestas, mamá. —Bueno, calabacita, que sea la última vez —dijo acercándose y dándome un beso en la cabeza—. Pero, a modo de disculpas, le llevas el pastel de fresas que te había comprado para merendar. Así aprenderás. Súper coherente todo, me hacía una carantoña antes de quitarme mi dulce. ¡Incongruente! —Y también, Lena, intenta no ir demostrando tus zonas íntimas. Por favor —dijo antes de cerrar la puerta. Me ruboricé al instante. ¡Qué cotorra e insoportable podía llegar a ser la vecina! Me vestí con un pijama con dibujos de pingüinos y, malhumorada, bajé los peldaños hasta la cocina. Marcos estaba sentado en un taburete comiendo cereales. —¡Hola, Marquitos! —saludé buscando el pastel de fresas. Abrí la nevera. Nada. Abrí los armarios. Nada. —¿Qué buscas, calabacita? —comentó él con la boca llena de cereales. —El pastel de fragarias —su rostro expresó lo que cualquier persona normal hubiera pensado. ¿Qué estaba diciendo?—. De fresas. Pastel de fresas. —¿Has mirado en el coche? ¡Bingo! Mi madre aún no había subido la compra en casa. Tampoco se le

había pasado por la cabeza comentármelo. Cosas de personas ocupadas. Bajé al garaje, recogí las mil y una bolsas del maletero, y decidí subir los peldaños del patio de vecinos con todas las bolsas en vez de utilizar el ascensor. ¿Cuántas veces tendría que hacer aquello a la semana para considerar que hacía deporte regularmente? Las dejé en la cocina y busqué el pastel de fragarias. Bien, era el momento. Me puse un gorro con una borla enorme y un bufanda. No fuera que ahora la vecina me tomara por un adolescente con obsesiones turbias y perversas. Inhalé el aire que pude y me dirigí a casa de los vecinos. Noel Martín era el ser más curioso que había visto en mi vida. Jamás solíamos hablar, ni cuándo coincidíamos en el ascensor. Ni en clase. Aunque, para ser sincera, yo al principio me había tomado la molestia de darle los buenos días. Después de aquello, si me dirigía la palabra era para burlarse de mí. Qué ser tan deprimente, ¿no lo tenía todo? Novia cañón, no os penséis que no tengo ojos; era el capitán de básquet, por lo tanto, podía acceder a alguna beca para ir a la universidad y no era millonario, pero les robaba el dinero del desayuno a los de primer año y solucionado. Llamé hasta cinco veces al timbre. Parecía que no había nadie. Sin embargo, cuando ya estaba celebrando interiormente la victoria y el descanso que suponía no haber de tratar con un hombre de cromañón, abrieron la puerta. —Vaya, qué sorpresa, Lena. No esperaba verte con tanta ropa —se cachondeó mientras observaba el cargamento antifrío que llevaba puesto—. Bonito pijama. Había olvidado por completo que no hacía ni una hora que me había visto casi en paños menores. Aclaré mi voz e intenté arreglar la situación. —Aunque hayas disfrutado de un panorama placentero y, este hecho, siga provocando que tu poco cerebro se encuentre en la punta de tu minúsculo miembro viril, vengo a otra cosa —estiré los brazos mostrando el pastel de fresas —. Que sepas que es mi merienda, disfrútala mientras puedas. Me giré añorando la merienda que debía ser mía, pero el agraciado recuerdo no perduró demasiado cuándo volví a mi habitación y me encontré veinticinco mensajes en mi móvil. ¿El mundo se estaba volviendo loco, o qué?

4 Jamás fue tan fácil perder la dignidad La semana estaba pasando demasiado lenta. La vida era demasiado corta cómo para sentir que estaba en una película antigua en blanco y negro. «Estimado karma, no es por meter prisa, ¿falta mucho para lo bueno?», preguntaba cada día a mi almohada antes de dormirme. Obviamente, era difícil que me contestara. Aunque si lo hubiera hecho, tal vez me hubiera dado un pequeño infarto. Miércoles. Quedaban dos días para la fiesta de mi novia. No tenía ningún regalo. Conclusión: estaba acabado. Cristian me había acompañado a mi casa después del instituto, como cada día. Mis padres no se encontraban en casa. Él se suponía que trabajaba y ella era la ama de casa. Así que se quedó a comer. Nos tiramos en el sofá con un suspiro de extenuación y un plato de espaguetis a la boloñesa recalentados en el microondas. Las clases cada día eran peores. Las pruebas para entrar a la Universidad estaban a la vuelta de la esquina y los profesores no se podían permitir que los estudiantes suspendiesen, querían que el instituto subiera de nivel y fuera el mejor instituto de España. Así que nuestro día a día se componía por una palabra de doce letras: Selectividad. Te perseguía como un lobo hambriento. Feroz. Sin piedad. Y por no hablar de la faena que nos ponían. T.A.R.E.A: Tortura no Agradable Realizada para Estresar a los Alumnos. Suspiré y absorbí los espaguetis, manchándome el rostro de salsa. Cristian se atragantó cuando me vio las comisuras de la boca y la nariz rojo tomate. —¿Qué pasa, tío? —pregunté mientras me limpiaba con la mano. —Eres un poco guarro —murmuró. Bebió un trago de agua.

—¿Y no te gusta? —enarqué una ceja y dibujé media sonrisa ladeada. Seductora. El tenedor que sujetaba Cristian cayó al suelo. Los espaguetis enrollados en él saltaron, pringando la alfombra. —Qué cabrón eres, ¡me has ensuciado toda la alfombra! —murmuré algo indignado. Me tocaría lavarla, qué palo. —Lo siento, no me lo esperaba. —Pero si era broma. No te preocupes —hice un ademán con la mano, restándole importancia a lo sucedido. Agarré la alfombra, que por suerte no era muy grande, y la puse en la ducha. Más tarde la lavaría con agua y jabón. En mi casa no teníamos lavadora. Ni televisión. Ni cualquier otro trasto tecnológico que te facilitara la vida, a excepción del microondas. Por suerte, sí que tenía wifi, aunque era la del vecino, quién nos había dado la contraseña alegando que yo la necesitaría para mis trabajos del instituto. Dejé el plato a un lado y me intenté estirar un poco en el sofá. Cristian comenzó a cotillear las fotografías que salían en su afamado Instagram. Su última foto, él en una bodega de vinos y un traje carísimo, había alcanzado un número de me gustas y comentarios considerable. Se podría decir que mi mejor amigo era todo un influencer en las redes sociales, porque sus fotos colmadas de lujos llamaban la atención de las multitudes. Cristian había nacido en una familia adinerada. Vivía en un ático en el centro de Barcelona, con vidrieras colmadas de colores y ventanales que daban a una vista de ensueño. Jamás pude sacarme las vistas de la cabeza la primera vez que fui allí. Ver Barcelona extendida a mis pies. Brillante. Con la sensación de pisarla. Tuve miedo. Miedo de que jamás volviese a sentir esa sensación de bienestar y de grandeza. En el fondo le envidiaba. Se podía permitir tantas cosas… Y aun así llevaba días con la cara larga. No lo entendía. ¿No es ley de vida ser feliz cuando lo tienes todo? Lo miré de reojo. Nariz aguileña. Ojos miel. Cabello corto dorado que contrarrestaba a la perfección con su tez de marfil sin señales de acné. Qué suerte tenía el jodido, una adolescencia normal y sin granos. ¡Cómo lo hubiera deseado yo! Maldije mi frente, tapada por una mata de pelo negro que escondía todas las señales del brote de acné que me había desgraciado hacía unos años. No pude evitar fijarme en las dos bolsas oscuras que aguardaban bajo sus ojos,

dándole un aspecto cansado. —Joder, no sé qué hacer —carraspeé, rompiendo el silencio y buscando un tema monótono del que hablar—. ¿Qué le puedo comprar a Jolene? El tema de qué regalarle a mi novia me ponía de mal humor. No sabía ni por dónde empezar. Estar con Jolene requería tener los máximos detalles, esos que me guardaran un sitio a su lado. Necesitaba seguir siendo popular. Seguir sintiendo que lo tenía todo cuándo, en realidad, no tenía nada. —Regálale el pastel de fresas que te trajo Lena Rose. Con los días que lleva abandonado en la tarima de la cocina debe estar al punto —añadió él con desgana. Cristian, a pesar de que era uno de mis mejores amigos, odiaba a Jolene. Él insistía en que existían otros métodos para hacerse popular sin perder la dignidad, como había hecho yo. «Te estás vendiendo Noel, y tú no tienes precio. Quiérete más», me recordaba a menudo. Pero claro… qué iba a decir él, si lo tenía todo. Me levanté del sofá y lavé los platos. Tampoco teníamos lavavajillas, así era la vida real. —Sabes, iré a dar una vuelta por el barrio. Necesito distraerme —murmuré. —Yo iré a casa. Mi padre necesita que le ayude —bostezó él, estirando los brazos. No sabía desde cuándo el padre de Cristian necesitaba ayuda, con todo el dinero que tenía podía pagar a otros para que hicieran su tarea. No obstante, no quise indagar en el tema. Cuando él quisiera ya me contaría qué demonios le pasaba. Quedamos en vernos el día siguiente en el instituto. Me quedé solo. Aunque mis pensamientos me hacían compañía. Antes de irme limpié a fondo la alfombra, poniéndola a secar en el diminuto balcón que daba al patio de vecinos. Cerré la puerta principal y bajé las escaleras casi corriendo, necesitaba aire. El viento azotó mi cabellera, desordenando algunos mechones rebeldes. Me puse la capucha negra de la chaqueta antes de comenzar a caminar. Eran casi las cinco de la tarde, agradecí hacer horario intensivo en el instituto. Hacía un frío de cojones. Los días eran cada vez más largos, aunque el sol ya comenzaba a esconderse detrás de la montaña del Tibidabo, construyendo sombras tostadas entre los edificios. Quedaba una hora de luz. Una bandada de mirlos aleteaba por encima de los tejados. Pasé por delante de una panadería;

recordé a Lucinda, la propietaria de una de las mejores panaderías, que se encontraba en el centro de Barcelona. Se me hizo la boca agua, salivé ante el recuerdo de un croissant de chocolate recién hecho. En mi infancia solía ir allí los domingos por la mañana. Cuando mis padres aún jugaban a quererse. Cuando mi hermano vivía con nosotros. Todo había cambiado desde que él había decidido irse a vivir a Lyon, una ciudad de Francia. Lo echaba de menos. También lo odiaba por abandonarme. Discutí con mi cabeza, no quería pensar en él. Dejé de hacerlo cuándo vi a Oliver, el asiático, amigo de Lena Rose, en una mesa de una de las cafeterías más concurridas del barrio; el Central Pork, un guiño a la famosa cafetería de Friends. Sin embargo, lo que me sorprendió no fue ver a Oliver, sino a su acompañante. Un chico más alto que él que no dejaba de mirar a su alrededor con una sonrisa tímida. ¿El nuevo novio de Oliver? Idiota de mí, decidí entrar. No tenía nada más que hacer. Ni nada que perder, ¿no? Me senté en la mesa de detrás. Cogí la carta que había encima de la mesa e hice ver que la leía. Oliver me daba la espalda. Su cabello teñido de un rosa chicle resplandecía bajo las bombillas del local. Era un chico extravagante, no me extrañó que siempre fuera con Lena Rose. Dos seres insólitos. Más raros que un piojo verde. Afiné el oído. —Estoy nervioso, Oliver —La voz del desconocido era ronca. Sensual. Tenía un acento extraño, no era de Barcelona—. ¿Y si no encajo bien? Miré por encima de la carta. El atractivo del chico se podía distinguir a kilómetros de distancia. Tenía la piel dorada por el sol. El cabello negro y ondulado le caía por la frente. Una sonrisa perlada, perfecta. Y dos putos hoyuelos que lo hacían encantador. Una de las camareras de la cafetería se acercó a ellos para tomarles nota. Observé como tonteaba con el pelinegro, no pude evitar poner los ojos en blanco. —Alek —comentó el pelirrosa cuando se quedaron solos—. ¡Claro que vas a caer bien! En el Rodoreda encajarás. Me tienes a mí. ¡Ah! También te presentaré a Lena Rose, es una chica algo peculiar, pero es encantadora. Ya lo verás. ¡¿Qué?! Se me desencajó la mandíbula cuando escuché que vendría al Rodoreda. Algo me recorrió hasta las entrañas. ¿Rabia? ¿Envidia? ¿Algo más?

Palidecí. Me había quedado helado. Sin respirar. No todas las cosas hacen ruido cuándo se rompen. Algunas se derrumban por completo en el más absoluto de los silencios. Había visto como las chicas y algunos chicos lo miraban cuando pasaban por su lado. Él sonreía encantador, como si fuera un puto dios. Como si quisiera comerse el mundo. No podía dejar que ese chico me quitara lo que era mío. Tragué saliva, era un dramático. Seguro que no pasaría nada. Si iba con Oliver y Lena nadie se fijaría en él. —¿Está usted bien? —me sorprendió una voz—. ¿Va a tomar algo? El cappuccino está re piola. Era Gino, el hombre argentino que regentaba el bar. No. — Sí — mentí—. Estoy bien. No quiero nada, gracias. Gino me miró con los ojos entrecerrados, soltó un suspiro y se fue a otra mesa. Pensé durante unos minutos que podía hacer hasta que di con la solución. Sí, debía hacerlo. Era el momento de mi aparición estelar. Debía vigilar a ese chico; debía estar a mi lado. Me levanté, me refregué las manos cubiertas de una película de sudor frío en los tejanos, dibujé la sonrisa más socarrona posible y me dirigí a su mesa. Tenía que ser un capullo, tarea que no se me daba mal. Me senté al lado de Oliver. —Hola. —saludé al desconocido con un buen apretón de manos —. Soy Noel, alumno del Rodoreda. —Alek… —murmuró indeciso. —Bien, Alek. He llegado para salvarte la vida. Oliver se aclaró la garganta. —Cómo te decía, Alek, hay mucha gente estúpida en el Rodoreda, pero algunos incluso abusan de este privilegio —se quejó Oliver, lanzándome una mirada de odio. —¿No deberías estar vigilando la mercería de tus padres? Oliver me hizo una peineta. Alek arrugó la nariz. —No he podido evitar oír vuestra conversación —Bebí un sorbo de la taza de Oliver. Café frío, basura. El pelirosa me hubiera arrancado la cabeza en ese

momento—. Alek, si no quieres perder tu dignidad, no te juntes con Lena Rose y este de aquí. —Me llamo Oliver. Listo, que eres un listo —murmuró él. —Pues eso —contesté, dejando otra vez la taza en la mesa—. Alek, yo te propongo que te unas a mi equipo. Estarás mejor. Él alzó las cejas, confundido. —Creo que estoy perfectamente capacitado para decidir con quién me junto, Noel —lo dijo con modestia. Sería más difícil de lo que pensaba. Me levanté y le pedí un bolígrafo a Gino. Apunté mi número de móvil en una servilleta y se la tendí a Alek. —Aquí tienes mi número, por si te lo piensas mejor. Y me fui, sin saber que Alek acabaría siendo la persona que pondría patas arriba todo mi mundo.

5 Un auténtico dolor de cabeza —¡Qué me estás contando! —grité a través del auricular—. No me lo puedo creer, ¿quién se cree que es este charlatán? Me aparté de un manotazo los cuatro pelos que se me caían del moño malhecho que llevaba. Estaba enfadada. Muy enfadada. Oliver me había contado todo lo que había sucedido en el Central Pork. Me parecía surrealista que Noel se interesara por el chico nuevo. Mi mente privilegiada intentaba entender, de una manera u otra, por qué Noel quería hacerse amigo de Alek. Llegué a una clara conclusión: Noel era simplemente un idiota en toda regla. Me froté la cara, exhausta. Estaba siendo una semana difícil. Así es la adolescencia. Se dramatizan demasiado las cosas. Sí. Tenía que ser eso. Noel era idiota y punto. Y yo no estaba disgustada por ese hecho. Estaba enfadada por otra cosa y lo estaba canalizando con Noel. Pero lo cierto es que me había surgido un problema con patas llamado Verónica. —Ni idea, Lena, pero mi primo se niega empezar las clases. ¡Mañana es su primer día! Joder. Me cago en la puta. —Eso no se dice —murmuré. —Perdón. Me cago en la mierda. Eso. —Me lo imaginé asintiendo con la cabeza—. ¿Qué hago, Lena? Entendía a Oliver. A pesar de que intentaba aparentar ser una persona confiada se preocupaba por quienes quería. Y dolía. Dolía cómo fingía ser fuerte y se tragaba sus emociones. Dolía cómo se arropaba entre capas de hielo, quemándose. Él pensaba que así sería libre y no se daba cuenta de que para salir de la jaula

tienes que ser tú mismo. Con sentimientos incluidos. —Dile que Noel no es tan interesante como quiere hacer ver. Estaba convencida que las dos únicas neuronas que tenía Noel se llamaban señorita Egocéntrica y señorita Holgazana. Seguro que se pasaban el día jugando a pin-pon en su cerebro de Rattus Norvegicus. Aunque también tenía claro que era innecesario meterse con él y su séquito de personas destinadas a hacer bullying, a no ser que el sueño de tu vida fuera morir aplastado entre balones en el prisionero. Solo entonces podías meterte con ellos. —Eso ya lo sabe Lena, no es estúpido. —No sé… Engáñalo, ¡o secuéstralo! —¿Tienes cloroformo? —No. Solo un espray para matar a los mosquitos. ¿Te sirve? —comenté. —No, Alek no tiene pinta de ser un mosquito, la verdad —dijo sarcástico—. Tía, es que ya he buscado en el santo Google «cómo persuadir a alguien para ir a un sitio». Me ha salido una página tope extraña con diez técnicas que debía seguir. —¿Y te han servido? —No, me he perdido en el quinto paso. Solo me falta hacerle un pastel… y ya sabes cómo se me da la repostería —musitó Oliver. Sonreí discretamente. Era verdad que a mi amigo se le daba fatal cocinar. La última vez que me había comido una pieza de repostería hecha por él había acabado con gastroenteritis. El chico había metido kilos de sal en vez de azúcar. Hacía poco que nos conocíamos, así que estúpida de mí, me lo había comido todo para no quedar mal. Oliver gritó algo que no entendí. Sus palabras llegaron a mi cómo un torbellino de letras dispersas. Supuse que estaba hablando con sus padres. —Qué pesados que son… —murmuró por el altavoz—. Bueno calabacita, me voy a cenar. Recuerda pasarnos a buscar mañana —dijo antes de colgarme. Yo también me fui a cenar. El apartamento donde vivíamos no era demasiado grande, pero tampoco me quejaba. Encendí la calefacción, me estaba congelando, y me puse a cocinar. Doña Cecile aún no había llegado del trabajo, así que hice dos tortillas y dos rebanadas de pan con aguacate. Llamé a Marcos para que viniera a comer, pusimos el portátil y comenzamos a ver un capítulo de la nueva serie de Netflix.

Estábamos en silencio, no obstante, su mirada añil analizaba todos mis movimientos. —¿Me puedes explicar qué es lo que pasa? —dije finalmente dejando los cubiertos encima del plato. Paré el capítulo y me crucé de brazos. Él enarcó una ceja. —No sé. ¿Qué tiene que pasar? —comentó él, tragando saliva. —Si fuera cierto el dicho «me estás gastando de mirarme tanto», sin ninguna duda ya no quedaría nada de mí. ¿Qué pasa, Marcos? Puedes confiar en tu hermana. Arrugó los labios y se comió de dos bocados la rebanada de pan. Se limpió con la servilleta y aspiró con fuerza antes de soltar lo que le pasaba por la cabeza. —He visto a Verónica —achicó los ojos, esperando mi reacción. Subí y bajé los hombros. —¿Y? —Iba con Lidia. Entonces sí que me sobresalté. ¿Estaban juntas de nuevo? ¿Después de todo lo que había pasado? ¿Después de cómo Lidia había tratado a Verónica? Y si habían vuelto, eso quería decir… —Oh, no. Me levanté de golpe de la silla. Cogí el móvil con un movimiento rápido y violento. Volví a leer los mensajes que había recibido dos días antes. La había dejado en visto. [14/1 19:50] Ronnie: Lena, necesito hablar contigo. [14/1 20:15] Ronnie: Por favor, tía, contéstame. Estabas en línea. [14/1 20:15] Ronnie: Te tengo que contar algo muy importante para mí. [15/1 10:13] Ronnie: No te enfades, por favor…. [15/1 10:14] Ronnie: Es duro. Muy duro. Pero necesito hablar contigo, eres la única que me puede entender. [15/1 12:42] Ronnie: Lena, por favor. Nadie me apoya…. Así seguían los otros seis mensajes. Hacía meses que no la veía, había desaparecido como las hojas de los árboles en otoño. Ella había sido quién decidió irse de nuestras vidas. Nos había cerrado la puerta en los morros. Verónica había sido nuestra mejor amiga. Desde primero de secundaria

Oliver y yo la habíamos arropado y querido. Habíamos sido tres. Siempre tres, como los mosqueteros. Hasta que conoció a Lidia; y ella con la fuerza de un tsunami nos la arrebató. Lidia Ruiz era una universitaria tres años mayor que nosotros. Verónica, Ronnie para los amigos, la había conocido por Internet, en una página para ligar dónde el eslogan era «GPS hacia el amor». Una bobada de las grandes. Ronnie jamás dejó de soñar con Lidia, y aunque le decíamos que era demasiado pequeña para enamorarse de verdad, ella decía entre risas «Si vas a soñar, sueña a lo grande». Afirmativamente. Soñó tan a lo grande que después la caída fue monumental. Lidia la arrastró al desastre. A ella y a todos los que la rodeaban. Los primeros meses fueron bonitos. Después llegaron los celos; la frase «con quién has quedado» y «mejor vístete de otra forma». Aparecieron las sonrisas falsas y el sexo pasó a ser la solución a todo. Lidia nos apartó de su lado, con mentiras que esculpía en el cerebro de Ronnie. No solo los golpes hacen daño. Verónica dejó de ser la diva sin miedo y del pintalabios rojo, para pasar a ser un cuerpo sin alma. Huyó del instituto, de nuestras vidas. Hasta que llegó verano. Era un día soleado cuándo Ronnie me llamó para quedar en la playa de Badalona. Lejos de dónde vivíamos para que nadie nos viera. Se presentó puntual cómo un reloj. —Hemos cortado. No pude evitar sonreír un poco. La abracé. —No puedo más, Lena. No puedo más —sollozó encima de mi hombro—. Es todo tan difícil. —El primer paso no te lleva a dónde quieres ir, pero te saca de dónde estás —murmuré—. Estoy aquí. Sin embargo, meses más tarde, volvió a desaparecer. No se puede huir de los demonios que aún se llevan dentro. Así que me había enfadado cuándo había leído todo aquello: ¿solo servía para cuándo ella quería? ¿Después de tantos meses intentando comunicarme con ella solo me hablaba para que la apoyara en su decisión? Ronnie no podía volver a caer en esa relación tóxica. A veces cuesta entender que, para llegar a un meta, hay que renunciar a otra. —Di algo, Lena —murmuró Marcos bajito. —¿Quieres decir que están juntas? —Teniendo en cuenta que se estaban intercambiando babas, debo suponer

que sí —afirmó. Sus ojos brillaban de preocupación—. Lena, no te metas. Acabaste mal la última vez. Deberías echarla de tu vida. Lo recordaba. Aspiré con fuerza por la nariz. —Tienes razón —susurré levantándome. —Ve a dormir, ya limpio yo. Asentí con la cabeza. No tardé mucho más en meterme en la cama, con los ojos cerrados y la preocupación latiéndome dentro de la piel. «Todo irá bien», me dije. Y es que a veces, es mejor irse para poder volver en un futuro.

6 Atrapados sin querer Me desperté con desgana. La alarma no dejaba de sonar. Alargué una mano y le di un golpe, tirando el despertador al suelo. Supliqué para mis adentros que no se hubiera roto, aunque realmente deseaba dormir algunos minutos más. Penúltimo día de clases de la semana. Eso significaba que me tocaba Geología. Tragué despacio, odiaba esa asignatura. Sí, Lena Rose tampoco soportaba algunas materias. El temario que estábamos dando era sobre la estructura, el origen y los tipos de rocas. Confirmado. Odiaba las rocas. Me vestí con un peto amarillo que combinaba a la perfección con mi cabello anaranjado y un jersey de lana blanco. Me puse una diadema del mismo color que el peto. Tenía la mochila preparada. Bajé apresuradamente hasta la cocina, solo me quedaban diez minutos para desayunar y salir estrepitosamente de casa antes de que Oliver comenzara a llamarme interrumpidamente. Hoy era el día. El día en que conocería a su primo. —Buenos días, calabacita —dijo mi madre mientras me daba un beso en la frente. Le contesté mientras me metía en la boca un cucharón de cereales con chocolate. Añadió:— ¡Hija! No comas con la boca abierta. ¿No te he enseñado modales? —Perdón —pronuncié tragándome de golpe la comida—. ¿Cuándo has llegado? Doña Cecile se tiró en el sofá con los brazos abiertos y los ojos cerrados. —Hace unos minutos. ¡Por fin me han dado vacaciones! —sonrió. Unas arrugas diminutas se concentraron en sus ojos. Era preciosa. —¡Fenomenal! —sonreí también.

—Lena. Recuerda que el lunes que viene tienes visita al dentista. Nada de comer porquerías este fin de semana, que te van a salir caries y no estamos para gastar más dinero con empastes —suspiró Cecile. Abrí los ojos como platos. ¿Dentistaqué? Un pinchazo de terror me recorrió vértebra por vértebra. —¡Mamá! No quiero ir al dentista —Hice un puchero, juntando las cejas—. Además, las caries se van formando por un proceso continuo de aproximadamente cinco a diez días. Dudo que, en un fin de semana, me salga alguna. Ella negó con la cabeza. No tenía ganas de contradecirme. Las horas interminables en el hospital la estaban agotando. Dos bolsas oscuras descansaban bajo sus ojos felinos. Necesitaba un poco de calma en el alma. Me abrigué bien, cogí la mochila, le di un beso en la frente y salí de casa. El ascensor no llegaba. Fruncí el ceño. Pulsé otra vez el botón. Y otra vez. Como si así fuera a ir más rápido. Finalmente, apareció, junto con unos pasos estridentes que se acallaron cuándo pararon a mi lado. Miré de reojo e, inmediatamente, quise desaparecer. Él me miraba molesto. Abrió la puerta del ascensor y me dejó pasar a mi primera, estudiando mis movimientos en todo momento. —Buenos días, Noel —dije seca. Él solo sacudió la cabeza. «Recuerda que cada persona es un mundo, y que no en todos los mundos hay vida inteligente», pensé. No recordaba que el ascensor fuera tan lento. Conté los segundos que pasaron, mientras mi brazo rozaba accidentalmente el suyo. La piel de gallina. Segundos eternos que no terminaban nunca. Mi dedo índice repiqueteaba con nerviosismo. Solo quedaba un piso. Podría sobrevivir. Entonces… Dos gritos se unieron en una oscuridad absoluta y unos brazos se abalanzaron sobre mí. Me tropecé con mis propios pies, dándome un golpe en la espalda con la pared de metal. Joder. ¿Así es cómo se sentía cuándo uno estaba a punto de morir? Respiraba forzosamente, noté su cuerpo pegado al mío, estremeciéndose con el roce de mis dedos contra su piel canela y su chaqueta de cuero. Las bombillas comenzaron a titilar, algunos destellos azulados llenaron el ascensor, cómo una lluvia de estrellas. Las luces de emergencia. Entrecerré los ojos. Tenía las manos encima de su pecho. Noté su corazón en mi piel. Su respiración entrecortada se enredaba con la mía.

«Joder», volví a pensar cuándo vi sus ojos miel tan cerca de los míos. Nos habíamos quedado atrapados allí. En un cubículo de tres metros cuadrados. Nos separamos de inmediato. No sé si fue fruto de la ansiedad o las luces índigo que acariciaban su rostro, pero percibí un leve enrojecimiento en sus mejillas. —¡Me cago en tus muertos! —gritó Noel al ascensor. Comenzó a apretar todos los botones que encontró en el panel de la derecha. Saqué el móvil de inmediato. —¡Joder! Aquí no hay cobertura… —Él seguía dándole con fuerza a los botones. —Noel, aunque aprietes más fuerte los botones, no van a funcionar. Tendremos que esperar. Él jadeó, mientras deslizaba su espalda por la pared hasta quedarse sentado en el suelo. Sus piernas largas encogidas apenas cabían en aquel espacio. Miré el suelo. ¿Estaría lleno de polvo? Decidí seguir de pie, a pesar de que me dolían los muslos de la tensión. Noel me miraba fijamente. Sus labios eran una fina línea rígida, enmarcados por un rostro cuadrado. Varios mechones rebeldes le caían por encima de la frente y una diminuta peca descansaba encima de su ceja. —¿Qué? —pregunté. Él negó con la cabeza. Cogió el móvil y comenzó a pasarlo de una mano a la otra. Lo observé, sus manos aún tiritaban y, si escuchaba bien, podía oír su respiración desacompasada. Un sentimiento de pena se me deshizo en el corazón. ¿Estaba pasándolo mal? Me atreví a sentarme en el suelo. Mis rodillas rozaban las suyas. —No te preocupes —murmuré indecisa—. El ascensor es, seguramente, el vehículo de transporte más utilizado. Sabes, anteriormente los primeros mecanismos estaban compuestos por un único sistema de poleas, por lo que la idea de que hay solo una cuerda y que se puede romper en cualquier momento siempre ha estado entre nosotros. —Así no ayudas, Lena —comentó él mordiéndose el labio. —O sea, esta creencia es totalmente errónea —continué—. Los ascensores actuales cuentan con múltiples cables de acero, cada uno con la capacidad de soportar el peso de una cabina completamente llena. Evitan que el ascensor se suelte y caiga. Arqueó una ceja y, seguidamente, siguió mirando cómo su móvil pasaba de

una mano a otra. —También es falso que si te quedas encerrado en un ascensor entre dos pisos estés en peligro. El lugar más seguro para esperar es aquí dentro, si intentáramos salir sin ayuda estaríamos perdidos. Esa era la realidad. Nos teníamos que quedar allí hasta que vinieran a socorrernos, quisiéramos o no. Obviamente, era casi un insulto pensar que ambos deseábamos estar allí. Encerrados. Juntos. Vaya, un infierno. —Tampoco nos quedaremos sin aire. —No estaba muy segura de esta afirmación, pero seguí con mi discurso—. Los ascensores tienen un sistema de ventilación que permiten que el aire fluya y no nos ahoguemos. Repiqueteé en el suelo con el pie. —¡Noel! ¿Me estás escuchando? —Encima de que le estaba intentando ayudar… Él levantó la vista de golpe, cómo si se hubiera olvidado de que yo seguía allí. —¿Qué? Menos mal que no podía oír lo que pensaba en ese momento. —¡No me estás escuchando! A veces admiraba mi capacidad para hablar de manera amable a ciertas personas que en realidad debería haber mandado a la mierda. —¿Tenía que hacerlo? —Una media sonrisa jugueteó en sus labios. —Estoy intentando controlar mis ataques de mal humor, ¿sabes? Pero hay gente que no colabora. —Lo señalé con un dedo. —Tranquila. Te voy a seguir ignorando tanto que dudarás de tu existencia. —¡Zoquete! Es muy importante saber escuchar, Noel. Escuchar no solo consiste en oír lo que se dice, significa aprender. Él masculló en voz baja algunos improperios y siguió mirando sus manos. Lo miré fijamente, con una mueca de disgusto. Había intentado establecer una conversación con él. Había intentado que dejara de temblar… Me di cuenta en ese momento. Ya no tiritaba. Se veía más relajado y sus labios se curvaban ligeramente hacia arriba. Su móvil ya no oscilaba entre sus manos. ¿Había sido gracias a mí? Justo unos segundos después, oímos un repiqueteo de cuerdas. El corazón me dio un salto y, en un pestañeo, el ascensor comenzó a funcionar. Nos levantamos de golpe, me di un cabezazo contra su abdomen. Entorné los ojos

ante su sonrisa burlona. Las clases habían comenzado hacía media hora, maldije el momento qué había decidido coger el ascensor y no bajar por las escaleras. ¡Tres jodidos pisos! ¡Solo eran tres jodidos pisos! El ascensor se abrió, fuera estaba una señora con un mono azul y un caja de herramientas. Sonrió con dulzura cuándo nos vio. —Lamento muchísimo no haber llegado antes —se disculpó. Hice un ademán con la mano para que no restarle importancia. —No se preocupe, señora. Noel caminaba detrás de mí, con las manos en los bolsillos y una mirada altiva. —Espero que ese galán te haya hecho buena compañía. Puse los ojos en blanco ante este comentario. «¡Señora! ¡Que él casi se muere de un infarto!», quería gritarle. Aun así, me apresuré en salir del edificio y en el momento que tuve un pie fuera quise comenzar a correr con todas mis energías hacia el instituto. Mierda, la directora nos echaría la bronca. Suplique a mi ángel de la guarda que ese día no estuviera en las enormes puertas de hierro, que no nos pillara y nos castigara después de clase. Antes de que pudiera coger aire y lanzarme a volar hacia mi destino, unas manos fuertes y callosas me cogieron suavemente del brazo. Noel tragó saliva mientras me miraba. —Sé que no debería, porque bueno, tú eres… tú. Pero te puedo llevar en mi moto —soltó deprisa, como si fuera un trabalenguas. Mi cabeza falló. ¿Que había dicho qué? —Si no quieres… —comenzó a decir mientras se dirigía a su moto, aparcada a unos metros más lejos. —¡Sí! —Por primera vez en mi vida, mi lengua fue más rápida que mi cerebro—. Voy contigo. Él esperó a que yo subiera, sacó un casco del maletero y me lo tendió. Era de color negro mate. Aburrido. Sin vida. Estar tan cerca de alguien a quién detestaba me ponía nerviosa, pero intenté serenarme. No quería caer de la moto. Cuando aceleró, me agarré a su chaqueta de cuero. Pero como había leído en una revista, me mantuve a un distancia prudente de su cuerpo, apoyando todo mi peso sobre la parte más centrada de la moto. No quería desequilibrarle.

Recorrimos las calles de Barcelona. Fue todo un espectáculo. Me sentía diminuta entre tanto tránsito y personas con un rumbo fijo. Sin embargo, me olvidé de con quién estaba y me sumergí en la magia de aquel momento. Estaba tratando de ser feliz, no perfecta. Tardamos apenas diez minutos en llegar al instituto. Se alzaba como una fortaleza de paredes color hueso. Noel aparcó la moto más lejos de lo que hubiera esperado. Supe inmediatamente porque lo hacía: no quería que nadie me viera con él. Al contrario de lo que todos se hubieran imaginado, no me sentí mal. Cada quién luchaba sus batallas interiores. Yo no era quién para discutirle. Bajé de un salto y le entregué el casco. Sabía qué él dejaría que yo entrara primero a clase para que nadie supusiera que habíamos llegado juntos. Así que comencé a caminar hacia las puertas de hierro. Antes que pudiera lanzarme a correr a través de ellas cuándo vi que la directora no estaba, Noel me llamó. Me giré, con la garganta en la boca. —Gracias —gritó. Lo entendí. Me apresuré a llegar a mi clase. Justo tocó el timbre de la segunda hora cuándo me lancé de cabeza, metafóricamente, hacia mi mesa. Delante de mí estaba sentado Oliver. Puso morritos de disgusto cuándo me vio. —Anda que avisas que no vendrías a buscarnos—Confirmó mis sospechas. Estaba molesto. Tragué aire varias veces. Mis pulmones quemaban. —Me he quedado encerrada en el ascensor —protesté—. Sin cobertura. Lancé una mirada a mis compañeros, quienes no habían advertido que yo había llegado. Oliver abrió mucho los ojos. —¡Qué coñazo! —le miré mal—. Cojonazo. —Mejor. —¿Estás bien? —Asentí—. Ya pensaba que querías deshacerte de mí. —Sí. Es que eres mi lunes. Nadie te quiere. —Una sonrisa burlona se deslizó por su rostro ante mi comentario sarcástico. Callé cuando por la puerta entró Noel, pasándose la mano por el cabello y mordiéndose el labio nervioso. Buscaba algo con la mirada y, entonces, encontró la mía. Hizo una mueca. Me parecía un recuerdo muy lejano lo que había pasado hacía apenas minutos. Y, por su mirada salvaje, intuí que ese recuerdo quedaría

entre nosotros y las cuatro paredes metálicas del ascensor. Nadie sabría jamás que Lena Rose y Noel Martín habían compartido un espacio de tres metros cuadrados durante una hora. Tampoco que él me había llevado en su moto. Y menos que lo había ayudado con su pequeña aversión a los espacios cerrados. Ese recuerdo se quedaría entre él y yo, y, tal vez, el tiempo lo acabaría borrando. —¿Y tu primo? —Cambié de conversación cuando me di cuenta de que Oliver me estaba observando. —No sé, supongo que… El sonido de una puerta abriéndose y cerrándose le cortó. La tutora entraba, meneando sus caderas de Kardashian, su piel verdosa sujetaba un archivador plateado. Detrás de ella… Mi corazón no se paró de milagro. Noté que mis piernas hormigueaban. ¿Eso era lo que llamaban atracción a primera vista? Jamás había creído en el amor a primera vista. No podías enamorarte si no lo conocías. Pero atracción… Sí. Me mordí el labio, nerviosa. —Buenos días. Os presento a un nuevo alumno, Alek González. Espero de todo corazón que os comportéis y lo ayudéis cómo a uno más de la familia. — No pudo evitar dirigir su mirada a Noel, lanzándole una advertencia invisible—. Bienvenido, señorito González. Él sonrió. Joder. Su piel me recordaba al sol, a la arena y el olor del mar. Sus ojos, a una nube de estrellas fugaces. Y su sonrisa… Joder. Atracción a primera vista, sin ninguna duda. No obstante, hice de tripas corazón y guardé mis pensamientos en una caja fuerte en mi cerebro. Lena Rose no estaba para distracciones, menos para pensar en alguien. Sin embargo, el fuego que se acurrucaba bajo mi estómago dictaba todo lo contrario.

7 El karma no existe, ¿verdad? Me daba miedo ser yo mismo. Esa es la verdad. Pero al final me había acostumbrado a la falsedad y las comisuras de mis labios se alzaban dibujando una sonrisa salvaje, afilada, aunque todo se desplomara a mi alrededor. Me había tirado de un acantilado sin paracaídas. Había notado un escalofrío cuando ella se cogió de mi chaqueta para sujetarse; el viento en nuestra contra. Golpeándonos. Despeinándonos. La sangre había dejado de moverse por mis venas. Ella… Lena podía arruinarme para siempre. Efectivamente, acababa de romper la primera de mis reglas: no hablar con los pringados. Lena había resultado ser algo diferente de lo que yo pensaba, me había ayudado a pesar de ser un gilipollas. Y, aun sabiendo eso, intenté ponerme una máscara de indiferencia. Una coraza de hielo que se estaba deshaciendo con cada error que cometía. «Me cago en la puta». Aparqué a varios metros del Instituto. ¿Qué había hecho? Lena bajó de un salto de la moto. Sus iris esmeralda me observaron y, seguidamente, asintió con la cabeza. Estaba intentando entenderme y yo, preso del pánico, solo pude quedarme callado. Sigiloso. ¿Y si nos veían? ¿Y si la gente hablaba? ¿Y si lo perdía todo? Y si… No. Ni hablar. No volvería a romper ninguna de mis reglas. Me apoyé en el sillín de la moto, con los brazos cruzados y la mirada altiva. Y, aun así, el corazón me martilleaba sonoramente en el pecho. Por su culpa. Lena comenzó a caminar, sus piernas cortas intentaban dar grandes zancadas para llegar pronto a clase. Alejarse de mí. Algo en mí intentó luchar contra el propio monstruo que estaba creando: —¡Lena! —Ella se giró—. ¡Gracias! Sé que lo entendió todo, y también sé que mis ojos se humedecieron. Ella me

había ayudado, a pesar de que nos odiáramos. Había intentado distraerme para que dejara de notar cómo las paredes caían encima de mí, cómo me ahogaban. Me quedé varios minutos sentado en el sillín de la moto, con la mente en blanco. Las puertas del instituto se alzaban cómo dos gigantes a punto de lanzarse en una batalla. Intimidantes era la palabra perfecta. Respiré hondo y comencé a caminar hacia ellas, a paso ligero y con una espina clavada en mi interior. Inspirar. Espirar. Inspirar. Espirar. Parecía tan sencillo y, sin embargo, me asfixiaba. Me mordí el labio cuándo me adentré en el edificio. La luz tenue iluminaba los pasillos colmados de taquillas diminutas y vitrinas cristalinas; allí dormitaban los trofeos y premios que había obtenido el Instituto Rodoreda en los últimos años. No pude evitar pararme enfrente de una vitrina que conocía demasiado bien. Una fotografía de tonos sepia adornaba el estante superior. Un destello de nostalgia me sacudió. Ese año había sido el primero que habían admitido a chicas en el grupo de básquet del instituto. Y, a pesar de que había habido muchísimas quejas por parte del equipo masculino, en esa foto todo el mundo sonreía con satisfacción. Sobre todo, él. Leo Martín. Mi hermano había luchado por la igualdad. «Por un mundo dónde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres», me repetía cuando le preguntaba por qué se unía a las manifestaciones del ocho de marzo; por qué iba a recoger firmas para que las pocas chicas que quisieran pudieran participar en el campeonato de básquet junto el equipo masculino; por qué se peleaba con Pablo, mi padre, cuándo él no hacía nada mientras mi madre lo hacía todo. Suspiré. Leo había luchado por tantas personas… Entonces, cuando terminó bachillerato, tuvo la oportunidad de irse a estudiar Trabajo Social a Francia. Él aceptó. A mí me abandonó. Ostia puta. No lo entendía. Y jamás lo iba a hacer. ¿Por qué había decidido irse del país dejándome solo en ese ambiente familiar catastrófico? ¿Por qué ayudaba al resto, pero a mí no? Por qué, por qué, por qué. ¿Lo echaba de menos? Sí. Cada jodido día de mi vida. ¿Lo quería? Sí. ¿Lo odiaba? También. Leo Martín había sido la calma antes de que se incendiara mi mundo. —¿Recordando viejos tiempos, Noel? Me giré abruptamente. Me encontré con sus ojos ciegos, los cuales parecían

saber más de mí que yo mismo. Luciano Mafteiu, un hombre rumano de mediana estatura, era mi profesor favorito. De hecho, era mi tercera persona favorita, después de Cristian y mi hermano. —Estate quieto, Sherlock —renegó, tirando de una correa escarlata. Un perro enorme de raza labrador no dejaba de mover la cola, dándole pequeños latigazos a sus piernas delgadas, pero firmes. Sherlock había acompañado al hombre desde que comenzó cómo profesor de historia en el instituto. Él mismo me había explicado que el alumnado se había quedado con la boca abierta: ¿una persona invidente enseñando, junto con un perro guía, en un aula? Parecía casi imposible. No obstante, Luciano había nacido ciego y no podía ver, pero sí que miraba. Nos conocía a todos. —No ves la hora de irte de aquí, ¿verdad? —¿Qué? —arqueé una ceja. —Todo tú ser lo grita a los cuatro vientos. —Abrí la boca para responder—. No. No puedo verte, pero tú mismo no dejas de enviar señales. —Señor Mafteiu… —Noel. —Se acercó a mí y me puso su mano callosa en mi hombro—. Tu único límite es tu mente. Si yo pude avanzar, tú también puedes. Asentí sin creérmelo del todo. Yo no podría ser jamás como mi hermano… Como Lucien. Fuertes y valientes. Sin embargo, lucharía para que la gente me respetara. Para que no me pisaran. Y, después, me iría lejos de todo aquello que había conocido. Empezaría de cero. —Ve a clase, llegas tarde. Y comienza a estudiar el temario de la Segunda República. Tenéis examen sorpresa la semana que viene. —Ahora ya no es sorpresa… —me quejé. —Vaya. ¿No serás tú un genio? —preguntó sarcástico. —¿Te has enamorado alguna vez a primera vista? —Contrataqué. —Qué poco original eres, chico. Si te quieres burlar de un invidente como yo, hazme el favor de buscar mejores frases. —Nos vemos en clase. —Acaricié a Sherlock antes de irme. El nudo de ansiedad que me oprimía el pecho se había aflojado, aun así, seguía sintiendo en mi interior que algo iba mal. Que no encajaba. Entré a clase, barrí con la mirada a mis compañeros. Ella estaba allí, mirándome ceñuda, desdibujando las pecas de su rostro. Fueron segundos que parecieron minutos.

Supliqué que no dijera nada. Todo quedaría en un recuerdo que se iría desvaneciendo. Me senté en mi silla, ensimismado en mis pensamientos. Mi mente seguía recordándome que había perdido. Había roto mi primera regla. Maldije mi cerebro. Había sido débil. Joder. Esperé que nadie se diera cuenta de lo que había pasado. —Tío, tienes una cara de amargado… —comentó Cristian cuándo me senté a su lado. —¿Qué coño dices? —Nada. Nada —murmuró—. Te voy a regalar una lámpara para que guardes tu genio —susurró para sí mismo. Lo ignoré. Cogí un bolígrafo y comencé a dibujar en mi libreta. Mi nombre; diferentes tamaños; diferentes colores. Oí la puerta cerrarse, pero no alcé la mirada. No hasta que no oí ese nombre… Alek González. Él estaba allí. Nadie hubiera negado que parecía un puto ángel recién caído del cielo. Y, sin embargo… Lo odié. ¿No le dolía la cara de ser jodidamente guapo? —¿Este es el chico que me comentaste? —dijo Cristian. Asentí. Cristian abrió mucho los ojos, un centelleo de luz le atravesó la mirada. Sus ojos chispeaban. —Siéntese en un sitio libre, señor González —comentó la profesora. Él sonrió y se sentó en el único pupitre libre y que, maravillosamente, resultaba ser el que estaba justo delante del de Jolene. Una sensación de celos e inquietud me perforó el vientre. Jolene le guiñó un ojo. Tenía náuseas. El karma no existe, ¿verdad? Las horas pasarían lentas. Muy lentas. *** —Las moléculas de ADN son muy estables en condiciones fisiológicas. Sin embargo, la estructura de doble hélice se puede perder al separarse las dos hebras cuando se alteran las condiciones de pH o se someten a temperaturas superiores a 100 °C. Quién me puede responder a la siguiente pregunta: ¿a qué creéis que se debe este hecho? —preguntó la profesora de biología. Como si me hubiera estado hablando en alemán. No entendí un mierda de lo

que acababa de preguntar. Todos esperábamos que fuera Lena quien levantara la mano, como siempre. Obviamente, fue la primera que lo hizo, haciendo espasmos con ansias de responder la pregunta. No obstante, un murmullo de voces sucumbió en el aula cuando Alek también levantó la mano. —Si me permite, señorita Rose, vamos a darle una oportunidad al señorito González. —Sus mejillas pecadas se tintaron de rojo. Estaba perpleja—. Si lo desea, señorito González, puede contestar. —Al alterarse el pH o la temperatura, se desorganiza la doble hélice al romperse los puentes de hidrógeno que se establecen entre las bases nitrogenadas en la molécula del ADN. Además, las hebras son más estables, pues los enlaces fosfodiéster son más fuertes. Un poco más y la mandíbula rozaba el suelo de todas las personas que había en aquella clase. Maldije a toda su familia. «Me cago en sus muertos». —Perfecto —sonrió la tutora—. A ver si los otros estudiáis más. Bienvenido al instituto Rodoreda, señorito González. El timbre sonó. Las sillas se arrastraron por el suelo, pero yo seguía mirando a Alek con los ojos entrecerrados. Furioso. Una llamarada me recorrió por dentro cuando vi lo que estaba haciendo Jolene. Le estaba dando un post-it amarillo mientras le susurraba coqueta. Me mordí el labio. Y, a pesar de que no quería mostrar mis sentimientos, no pude evitar romperme un poco más.

8 Sueña, pero no te duermas Salí desconcertada del aula. Mi rostro parecía una hoguera que se avivaba con cada pensamiento dedicado a Alek. La vergüenza había renacido de las cenizas de mi antigua yo, cuando era tímida. ¿No había perdido la dignidad hacía tiempo? Si es que esa palabra había existido en algún momento. Me pasé una mano por la frente, perlada de sudor frío. Jamás me hubiera imaginado que conocería a un chico guapísimo y listo; listo y guapísimo… Mejor. «La cabeza siempre va por delante, y no la tienes que perder», pensé. La sociedad nos convierte en personas superficiales e injustas, pero puedo confirmar que, ciertamente, los chicos astutos y apuestos no son una especie en extinción. Sin embargo, a pesar de que un nudo abrasador se deslizaba bajo mi vientre cayendo en forma de catarata cuándo él sonreía, yo estaba aterrada. ¡Mi matrícula de honor estaba en peligro! Alek acababa de mover la pieza de una partida de ajedrez que hasta ese momento había estado jugando yo sola. Tenía un rival. Cerré los ojos y pegué mi cabeza contra la pared, fría como granizo. Intenté aclarar mis ideas, pero seguían revoloteando sin cesar dentro de mi mente; diabólicas golondrinas que picoteaban mis emociones. Saboreé la palabra: rival. Sabía a limón y vodka; a chocolate y menta. Agridulce era la palabra perfecta. Alek parecía ser tan pacífico y, aun así, me mareaba la incertidumbre de que se convirtiera en mi contrincante. Y si había una sola cosa que Lena Rose no estaba dispuesta a perder era su matrícula de honor. —¡Lena, Lena, Lena! —me zarandearon por la espalda. Mi cabeza aún pegada a la pared rebotó contra ella. —¡Mierda, Oliver! —me quejé—. Qué daño, joder.

A Oliver no le importó mi golpe en la cabeza, donde estaba segura de que comenzaba a salir un buen chichón, y siguió sonriendo de oreja a oreja. Intenté replicar, pero mis labios se abrieron en un pequeño círculo y no salió ninguna palabra de ellos. Alek había aparecido detrás de él. —¡Lena! Te presento mi primo. —Puso una mano en su hombro y acercó a Alek delante de mí—. Lena, Alek. Alek, Lena. Él iba a darme dos besos en la mejilla. Aun así, cansada de tener que dar siempre dos besos extendí mi brazo y encajé mi mano con la suya. Era una costumbre que había adoptado desde chiquita, si ellos no se daban dos besos, ¿por qué yo tenía que darlos? ¿Por ser mujer? ¿Por una cuestión cultural? Ni hablar. No quería limpiarme rastros de saliva, pintalabios o dar picos accidentales. Él se incomodó ante mi reacción, pero finalmente nuestras manos encajaron. La suya era dura y estaba llena de callos que me rasparon mi fina piel. Parecía pequeña a su lado. Nos soltamos las manos y nos quedamos mirando. Tal vez el choque de nuestras miradas fue un reto silencioso. Tal vez nos estábamos colando uno dentro del otro más de lo que queríamos. —Encantado —sonrió. Abrí la boca, pero de allí no salió nada. Ni un suspiro. Tenía una batalla interna. ¿Atracción a primera vista? ¿Podía ser? Alek era alto y esbelto. Tres pecas descansaban en su clavícula, formando una constelación que me resultó imposible de descifrar. Sus ojos… Joder. Sus ojos avellana, adornados con una fina película de pestañas larguísimas, brillaban más que el hielo bajo los últimos rayos de sol. Mierda. Debía decir algo. —Lena Rose. —¿Por qué repites tu nombre, tontainas? —murmuró Oliver mientras ponía los ojos en blanco. —Baño —dije antes de salir corriendo. —¡Te guardamos sitio en Geología! —gritó Oliver mientras yo volaba hacia el baño. Entré en el primer cubículo. Dejé ir un gemido de paz interior cuando me senté encima de la tapa del váter. No era estúpida. Juré que no caería en la trampa de Alek. No. Era el último año de bachillerato y tenía que centrarme en mi futuro. No en chicos. Ni en chicas. Me levanté, salí del cubículo y me repeiné

con las manos mi media melena encrespada enfrente el espejo. —¡Lena! —saludó Nia enfática. Nia era una sureña de cabellos largos y negros como el carbón. Habíamos coincidido en algunos trabajos grupales. Sus gruesos labios se curvaron en una sonrisa. —Nena, ¿has visto al chico nuevo? Está para mojar pan —comentó mientras se retocaba la base de maquillaje. Arrugué los labios. —Es apuesto, la verdad —afirmé al final—. Pero no es oro todo lo que reluce. Nia frunció el ceño. —Quiero decir… —A veces se me olvidaba que tenía 17 años y hablaba cómo una anciana—. Es guapo. Pero no todo es físico, también debemos tener en cuenta su interior. No lo conocemos. —Tienes razón, cariño —sonrió—. Tal vez, tiene el pene pequeño a pesar de parecer un dios griego. Me atraganté con mi propio aire. Tosí varias veces. —¡Que es broma, tía! —se carcajeó Nia mientras me daba golpes en el hombro—. Tendrías que haberte visto la cara. Sí. Me había dado tal sofocón con ese comentario que mi rostro se confundía con un Solanum lycopersicum; lo que la gente normal suele llamar tomate. Mi mente había reaccionado, creando de la nada una imagen de Alek desnudo. Un lienzo que te ponía la miel en los labios. Me lo imaginé en un balcón, su silueta a contraluz y las olas del mar repiqueteando cerca. Creando armonía entre nosotros. Volví a toser. ¿Por qué pensaba en aquello? Si no había llegado ni a tener un primer beso. Aunque, en ese momento tampoco me apetecía intercambiar fluidos líquidos y viscosos de reacción de alcalina compleja, también llamada saliva. Me daba auténtica repugnancia. Esperé que Nia terminara de aplicarse el bálsamo de labios, que le dejó un rastro de purpurina. Cuando finalizó, ambas recorrimos el extenso pasillo hasta los laboratorios. Justo pusimos una mano encima del picaporte cuando el timbre del instituto sonó. Di un salto del susto, Nia rio con ganas enseñando los dientes y abrió. Mierda. No se podía llegar tarde a la clase de Geología del viejo profesor

Ruiz. —¿Cómo osáis entrar después de que sonara el timbre, jovencitas? —Sus gafas de culo de botella resbalaron hasta el puente de su nariz. —Solo ha pasado un segundo, profesor —protestó Nia. Mierda. Mierda. Mierda. —¿Ah, sí, señorita Izquierdo? —soltó con un tono de voz alarmante. Suave pero desafiante. Nia asintió. Quise golpearme contra la pecera que había en una esquina del laboratorio. Con un poco de suerte me ahogaría antes de que el profesor Ruiz contestara. Tenía entre treinta segundos y dos minutos. Comenzaría a aspirar líquido, mi cerebro le faltaría oxígeno, pasando al daño cerebral y la muerte. No era tan complicado, ¿no? —Bien. Veo que usted, señorita Izquierdo, y su compañera, señorita Rose, tienen muchas ganas de trabajar. ¡Examen sorpresa, chicos! Dad las gracias a vuestras compañeras. Norma número uno: jamás debes intentar contradecir al profesor Ruiz de Geología. Un alarido de quejidos resonó por todo el laboratorio. Quise esconderme bajo la mesa. Algunas miradas punzantes se clavaron en nosotras, amenazantes y furiosas. Qué buen día se estaba quedando. Me senté al lado de Oliver. Lo miré de reojo y él, con poco disimulo, se pasó el dedo índice por el cuello. «Te voy a matar», vocalizó. Murmuré una inaudible disculpa. —Ya sabéis que la perfección es una pulida colección de errores. Debéis practicar, practicar, errar y aprender —comentó en voz alta el profesor mientras repartía unos folios en blanco. —¿Va a contar para nota este examen? —preguntó Cristian desde la otra punta. —Obviamente. Así os equivocaréis y aprenderéis para la próxima —sonrió el profesor. Un hormigueo de pánico se deslizó por mi columna vertebral—. Pero espero que no suspendáis, chicos. Y, a pesar de ser una chica de excelentes, quise contestarle: «Al que deberían suspender es a usted, pensando que aquí todos somos iguales. Cada persona es diferente y, cada cual, tiene sus virtudes».

Muy a mi pesar, me mordí la lengua. Las preguntas no fueron difíciles, al menos para mí. Oliver estaba sudando la gota gorda y su mano temblaba encima del papel. No obstante, Alek terminó el primero, entregó su examen y salió de la clase. Fui la siguiente en entregarlo, saliendo detrás de él. Noté cómo mi corazón se aceleraba cuándo lo vi recostado en la pared amarillenta. Sin duda había sido una extrasístole, un vuelco de mi corazón. Me golpeé levemente en el pecho, como si así mi corazón me hiciera caso y dejara de latir tan estrepitosamente. Me mordí el labio. Estaba entrando en arenas movedizas. Quise poner pies en polvorosa y salir huyendo. Antes de que pudiera, sus palabras me hipnotizaron: —No tiene nada de malo sentir miedo… —Siempre y cuando no te dejes vencer —terminamos murmurando los dos. Mi respiración se detuvo. —¿Cómo sabes que es mi frase favorita de Marvel? Tan solo sonrió. Dos hoyuelos se le dibujaron en las mejillas. —Oliver, ¿verdad? Te lo ha dicho él. Negó con la cabeza. —Llevas un parche del escudo de Capitán América en tu mochila. Antes de que pudiera abrir la boca Oliver salió del examen con la lengua fuera. Justo llegó a mi lado, aprovechando que era más alto que yo, me propinó un coscorrón. —¿Y esto? —me quejé mientras me frotaba la cabeza. —¡Me has obligado a hacer un estúpido examen! ¡Te odio! —me dio otro coscorrón—. Ya verás, ya. El último ríe mejor y yo no tengo prisa. —¡No ha sido mi culpa! —exclamé alzando las manos. —No. No. Sin rencores, pero con memoria. —Me señaló antes de irse a la cafetería soltando insultos y haciendo espasmos con los brazos. Alek y yo lo seguimos. Él levantó las cejas, restándole importancia a lo sucedido. Decidí no hacerle caso a Oliver. Estaba convencida que no había sido mi culpa. Nia podía ser muy dócil, pero su lengua de lagarto no dejaba de moverse ni bajo del agua. La cafetería estaba llena, así que decidimos sentarnos en el jardín que había

detrás. Los bancos de madera crujieron cuando nos sentamos los tres. Alek, Oliver y yo. Habíamos pasado a ser tres, como antes. Como cuando Verónica aún estaba en el instituto. El frío era soportable, hasta que escuchamos su voz, rajando el ambiente en dos. —Tú. Jolene se acercaba. Meneaba las caderas en un andar sensual; su coleta se balanceaba, como una serpiente que baila al son de la música. Bella, pero letal. Me tendió una nota. —¿Está envenenada? —pregunté antes de agarrar el post-it amarillo y columpiarlo entre mis dedos. —Sí. Así haré un favor a la humanidad —espetó sarcástica—. Hago una fiesta, privada. Me puse bien las gafas de pasta y miré otra vez la nota. Una dirección, un día y una hora estaban escritos en él. No era tan privada si nos estaba invitando. —He invitado a Alek —dijo como si me leyera la mente. Le guiñó un ojo—. Pero se ha negado a venir por qué no conocía a nadie. Por lo visto, sí que os conoce a vosotros. Estás invitada, tú y el chino —señaló a Oliver. —Soy tan español cómo tú —contestó él enfadado. Oliver era adoptado de una pequeña región de Corea del Sur, pero había vivido toda su vida en Barcelona. —Sí. Lo que tú digas. Os espero allí. Tal cómo había venido, se fue. Jolene era una ola que se estrellaba y arrastraba todo con ella. Oliver y yo nos giramos hacia Alek, esperando una explicación. —¿Alguna explicación, querido primo? —añadió Oliver pasándose una mano entre sus mechones fresa divertido. Alek carraspeó y sacó un post-it amarillo de su bolsillo. Igual que el que me había dado Jolene a mí. —Quiere que vaya a su fiesta de aniversario. Mañana por la noche. Me he negado porque no conozco a nadie, además de que tampoco me fio de ese bicho. Coquetea demasiado conmigo, y tendo entendido que sale con el chico que nos abordó en la cafetería. Mi interior dio un pequeño salto de emoción cuando Alek declaró que Jolene

era un bicho. A pesar de que a mí me parecía más un ixodoidea, una garrapata. —No le he dicho en ningún momento que os invitara. Es muy insistente — suspiró. Miré a Oliver. Él era su primo. Él debía decidir qué decir, no al revés. No obstante, como la vida se empeñaba a ser un caos en mi mundo milimétricamente ordenado terminé hablando yo. Lo que resultó ser una terrible idea. —¿Por qué no vamos? —sonreí—. Será divertido integrarse un poco con la gente de la clase. —Así de paso nos enteramos de los cotilleos —añadió Oliver. Sí. Era una pésima idea.

9 No hagamos de hoy una noche normal «Viernes, que te quiero, viernes», canturreaba para mí misma mientras abría la puerta de casa. El día había sido largo y las pruebas de deletreo no habían ido del todo bien. Mentira. Habían sido deplorables; hubiera preferido un «tenemos que hablar» de mi madre. En mayo serían las pruebas nacionales. Si mi compañero Ricky y yo ganábamos nos íbamos a Dinamarca para el torneo europeo, y ese día él había decidido fallar todas las preguntas. ¡Todo el mundo sabe que la palabra hediondo lleva una hache! Me saqué las botas iridiscentes que llevaba y las coloqué paralelas al mueble, debían quedar bien alineadas. El frío del invierno me había calado los huesos, así que conecté la calefacción a tope y me dirigí al pequeño comedor. Tatareaba la última canción que había sacado Búhos, un grupo catalán que adoraba. Moví las caderas al ritmo de la música mientras cogía un bol de la nevera y me llenaba el plato de Lactuca sativa, conocida comúnmente como lechuga. No quedaban demasiadas cosas en la despensa: un paquete de cacahuetes rancios, tres zanahorias y media cebolla. Tenía que ir a hacer la compra urgentemente. Justo estaba pensando aquello cuando doña Cecile entró por la puerta cargada con diez bolsas del supermercado. —¡Ayúdame! —gritó mientras intentaba cerrar la puerta con un pie. Fui corriendo a socorrerla. —¿Has comprado toda la tienda? —chasqueé la lengua al comprobar toda la cantidad indigente de comida y objetos que había comprado—. ¿O tienes pensado alimentar a una manada de rinoceróntidos? —¿Quién te ha enseñado estas palabras tan extrañas? —refunfuñó mientras terminaba de dejar las bolsas encima de la encimera.

Comencé a cotillear la compra. Una caja de bombones, una botella de champagne, un paquete de treinta velas con aroma a vainilla… —¿Esperas a alguien? —arqueé las cejas, enfatizando la última palabra. Cecile me arrancó las bolsas de las manos. —¿No te han enseñado a no meter la nariz en los asuntos de los demás, hija mía? Negué con la cabeza. —Así que dime… ¿Quiénes son tus invitados? —dije la última palabra haciendo comillas con los dedos. Cecile alzó las manos, rindiéndose ante mi curiosidad. —¿Invitados? —Dime; una botella de champagne de las caras, velas, bombones de chocolate negro y… —Saqué un paquete de preservativos de la caja y los meneé delante de su rostro—. Una caja de profilácticos. Leí las letras. —«Con puntos y estrías para una estimulación extra». ¿Con estrías? ¡Mamá! Doña Cecile se ruborizó y me quitó la caja de las manos. —Una mujer de cuarenta y siete años también se puede mimar, ¿verdad? — Fue más una afirmación que un pregunta. Cogió la bolsa con los objetos pertinentes y se fue a su habitación. —¡Tienes razón! Aproveché para coger varias verduras que había comprado y mezclarlas en mi ensalada. Sinceramente, no soportaba la lechuga. ¿Por qué tenía que comer aquello tan insípido? Me senté en el taburete de la encimera y le hinqué el diente. Comencé a balancear las piernas. Bien. Era la hora. Debía decirle a mi madre que iba a una fiesta. ¿Me había esperado hasta el último día para decírselo? Sí. ¿Seguramente me dijera que no porque aún era menor de edad? También. ¿Y ahora, después de cotillear entre sus cosas y coger su caja de condones tenía menos posibilidades de que me dejara ir? Efectivamente. Así que tenía que buscar el plan perfecto para que aceptara mi proposición. Hice una lista mental: podía limpiar toda la casa, aunque lo había hecho hacía dos días a consciencia. Con lejía; podía decirle que era un regalo por todas las buenas notas que sacaba diariamente, a pesar de que sabía que era mi

obligación; podía… Una bombilla se encendió en mi cabeza. ¡Crepes! Sí. Iba a hacer su postre favorito. Terminé mi ensalada rápido y limpié el plato. Estaba encendiendo el lavavajillas cuando Marcos entró y cerró la puerta de un portazo. Acto seguido se dirigió a su habitación. Oí como mi madre intentaba entrar y él se negaba. Me sorprendió bastante, él no solía enfadarse. Meneé la cabeza, alejando todos los pensamientos posibles: debía centrarme. Cogí todos los ingredientes para hacer las crepes. 125 gramos de harina, dos huevos, 250 mililitros de leche, 50 gramos de mantequilla, 5 gramos de azúcar y una pizca de sal. Vi cómo comenzaba a crearse una masa espesa, color crema. Me mordí el labio, podía llevarle algunas a Oliver y a su primo. Sobre todo, a Alek… como una ofrenda de paz. «Tú te comes las crepes de chocolate y dejas en paz mi matrícula de honor», pensé. Sí. Eso debería resultar, pero primero debía convencer a doña Cecile para que me dejara ir a la fiesta. —Dímelo ya, Lena. Hacer crepes te delata —me sobresaltó la voz de mi madre. Me puse bien las gafas, que se resbalaban incesantemente hasta el puente de mi pecosa nariz, y la observé. Me limpié las manos en el delantal. —Es sobre… —tartamudeé—. Fiesta. Idiota. —¿Fiesta? —Cecile achicó los ojos, observándome atentamente. Mierda. Mierda. Mierda. Me iba a decir que no. Cerré los ojos. —¿Una fiesta? ¿Mi hija quiere ir a una fiesta? —La sombra de una sonrisa se dibujó en las comisuras de sus labios. Asentí—. ¿Tienes fiebre? Se levantó y me puso la mano en la frente. Me aparté de inmediato. —¡Mamá! —Está bien. Explícame, ¿de quién es la fiesta? ¿Con quién vas a ir? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Hora? —Jolene. Oliver. El barrio de Pedralbes. Hoy. A las nueve —solté sin respirar. Doña Cecile abrió mucho los ojos, sorprendida. ¿Tan raro era que una chica de 17 años quisiera ir a una fiesta? —¿Al barrio de los ricos de Barcelona? Vaya, qué nivel tienes. —Bueno…

—De acuerdo. Te dejo ir, pero nada de alcohol. Ni sexo sin protección. No quiero un mini Lena correteando por aquí, ya tengo bastante contigo. A pesar del comentario despectivo, aunque con cariño, salté de alegría. Sería mi primera fiesta de bachillerato. ¡Ya era toda una adulta! —¡Y quiero que hagas las crepes de chocolate y avellanas! —gritó antes de volver a su habitación. Terminé de hacerlos. Estaba satisfecha de cómo habían quedado. Una madre orgullosa de sus bebés. Puse la mitad en un plato y guardé la otra mitad en un tupper azul para dárselos a Oliver y Alek. ¿Cómo le debía decir a Alek que era una propuesta para que dejara mi matrícula de honor en paz. «Seré directa», pensé. Me recorrió una suave caricia bajo el pecho cuándo recordé nuestro encuentro. «No tiene nada de malo sentir miedo, siempre y cuando no te dejes vencer». Porque todo lo bueno empieza con un poco de miedo. Fui a mi habitación y cerré la puerta. No era muy grande. Una cama individual y varias estanterías decoraban el dormitorio. Cogí el viejo radiocasete y puse una cinta en él. Comenzaron a sonar a todo volumen viejas canciones de los años noventa. Me sacudió la libertad; la esperanza; la inspiración. Me hice una coleta desaliñada, cogí de un volantazo a Nube, mi agenda, y me tiré encima de mi cama. Me hundí entre las sábanas. Hei-Hei, que dormía encima de mi almohada, se asustó y se escondió bajo la cama. El sonido retronaba entre las paredes. A veces se cierra una puerta y se abre el universo entero. Así me sentía en ese momento. Comencé a escribir en mi diario todo lo que sentía, vomité letras, me desahogué. La libertad está en ser dueños de nuestra propia vida, decía Platón. *** Pasaron minutos, tal vez horas, cuándo miré el reloj. ¡Las ocho en punto! Faltaba una hora para salir de casa e ir a cenar con Oliver y Alek. Habíamos quedado en ir a una pizzería barata cerca de nuestras casas, después cogeríamos un taxi. Dejé a Nube apartada y comencé a revolver el armario. Mierda. No encontré ni una sola pieza digna para una fiesta.

—¡Mamá! —grité desde la habitación, ganándome varios gruñidos de Marcos—. ¡Necesito ropa! ¡De la tuya tan refinada! Cecile vino tranquilamente, mientras yo me comía las uñas por el nerviosismo. —Dime, ¿qué tipo de ropa quieres? —me preguntó. —No sé. Seguí a mi madre a su habitación. Abrió el armario de par en par y comenzó a sacar vestidos, faldas y blusas blancas. Arrugué la nariz, todo era demasiado oscuro o aburrido. Yo quería colores vivos, alegres. —Tengo todo esto —añadió al final cuando terminó de sacar medio armario. No me gustaban. Sin embargo, ir desnuda tampoco era una opción factible. —¿No tienes algo…? No sé, más colorido —gruñí. Cecile iba a negar con la cabeza cuándo alzó un dedo, pensando alguna cosa, y abrió un cajón. Sacó un vestido corto esmeralda con un estampado de margaritas. Salté de emoción. —Pero ¡qué bonito! —Cogí el vestido, me lo puse por encima y comencé a dar vueltas sobre mí misma entusiasmada—. ¡Es precioso! —Era de la abuela. Me lo regaló hace unos años —dijo mi madre mientras se rascaba la cabeza, desconcertada por mi reacción. —Me quedo con este. —¿Te maquillo? Alcé las cejas. No había pensado en aquello, sin embargo, supuse que a una fiesta se solía ir maquillada, así que acepté cuidadosamente. Doña Cecile amaba el maquillaje. Y su hija, es decir, yo, jamás aceptaba que la utilizara como una muñeca de porcelana. De hecho, no me apetecía que un base de derivado del petróleo me invadiera los ojos, aunque suponía que por un día que me pusiera rímel no me volvería ciega. Me senté en su tocador, Cecile comenzó a maquillarme dulcemente. —Así que has conocido a alguien —soltó de sopetón. —¡Claro que no! —Ya, ya… —contestó haciéndose la ingenua—. En mi época, cuándo yo salía era porque tenía un rollete. ¿Cómo lo llamáis ahora? Follamigos, o algo así. Los colores me cubrieron el rostro. —¡Mamá! No es así. Además, tú eres de otra década. Hoy en día un puede

salir sin necesidad de estar con alguien. —¿Me estás llamando vieja? —Algo madura sí que estás —añadí sin pensar. —¡Lena Rose Quilla! —se indignó poniendo sus brazos en jarras. Suspiré y me disculpé mientras terminaba de maquillarme. Después de varios minutos, los cuales se me hicieron eternos y me sirvieron para repasar por quinta vez la tabla periódica, mi madre terminó. Me alcé y me miré en el espejo. No obstante, me había olvidado de que sin gafas no veía ni mi nariz. —¡Oh! —me sorprendí cuándo encontré las gafas y me pude mirar en el espejo—. ¡Estoy para comerme! —¡Claro! Eres un bombón, por algo eres mi hija —sonrió Cecile mientras me ponía las manos encima de mis hombros. Nos quedamos ambas mirándonos en el espejo. Sus ojos se humedecieron, brillaban. Ella estaba hecha para volar y brillar con luz propia. —¿Qué te pasa, mamá? —pregunté. —Nada… Solo que os hacéis mayores, y yo… —Se sentó encima de su cómoda. —Jamás te vas a quedar sola. Lo prometo —juré mientras la abrazaba. Madre e hija. Ella era mi refugio; no importaba la edad que yo tuviera, sus brazos siempre serían el mejor hogar que podría tener. Cecile era valiente y fuerte. Nos había criado ella sola. Yo sabía que mi madre podía con todo y con mucho más, pero la soledad era su demonio. Su batalla personal. —Todo irá bien, mamá —Le di un beso en la frente. Me ayudó a peinarme, con una diadema del mismo color que el vestido y el cabello apartado de la cara, balanceándose en un vals encima de los hombros. Y, cómo día excepcional, me puse lentillas. Dejé a un lado la idea de que me estaba metiendo plástico en los ojos, aunque fue difícil. Era la hora. Me despedí de mi madre y de Marcos, quien pasara lo que pasara estaba siempre calmado, y salí de casa. Quedaban quince minutos para llegar a la pizzería donde había quedado con Oliver y Alek. El barrio estaba colmado de gente que paseaba o salía de trabajar. Me puse unos auriculares inalámbricos y al son de La sortida de Sense Sal comencé mi recorrido. El abrigo blanco que me había dejado doña Cecile brillaba bajo las farolas que alumbraban mis pasos. La pizzería no estaba lejos, tardé menos de

diez minutos en llegar. Oliver y Alek me esperaban de pie en una esquina. No me vieron llegar, así que a Oliver no le dio tiempo a apagar el cigarro que yacía entre sus labios. —¡Eso mata! —protesté mientras él saltaba del susto y tiraba la colilla al suelo. La resignación brotaba de su rostro—. Ya tengo pocos amigos, como para perder uno. —Eres una tocapelotas, calabacita —comentó él abrazándose a él mismo—. Venga, entramos ya o me convertiré en el Yeti. ¡Joder con el frío! —No puedes parecerte al abominable hombre de las nieves, Oliver. Él mide entre dos metros y medio y es de Himalaya. Tú eres bajito y tienes los ojos chiquitos. Solo os parecéis en que los dos sois como una bola de nieve, blanquísimos. —Lo que tu digas. —Puso los ojos en blanco—. ¿Entramos o no? Nos sentamos en el sitio más alejado de la puerta, dónde la corriente del aire no podía alcanzarnos. La calefacción impregnó nuestros espacios vitales. Delante de mí estaba Alek. Cuando se sacó el abrigo tuve que apretar los labios para no salivar. «Donde mandan las hormonas, no reinan las neuronas», decía siempre mi abuela. Vaya, qué razón tenía. Los latidos eran más ruidosos, me pregunté si él los podía oír. Alek vestía con un polo color marfil que resaltaba su piel dorada del sol. Entre sus cabellos azabaches se reflejaban azules de todas las tonalidades. Celeste, cobalto, egeo, zafiro y marino. Me perdí en su mirada tintada de café y noches de desvelo. En el aro pequeño que se balanceaba en su oreja. Casi me clavo el cuchillo cuándo apoyé el codo encima de la mesa, dando un golpe a todos los cubiertos que terminaron rebotando en el suelo. —¡Eres un desastre! —dijo divertido Oliver. Alek y yo nos agachamos a la vez, dándonos un pequeño coscorrón en la cabeza. Recogí todos los cubiertos nerviosa y me senté otra vez en mi silla, acomodando mi vestido. Alek se disculpó y se fue al baño. Me quedé a solas con Oliver, él me recorrió con la mirada. —¿Qué? —espeté. Se rio por lo bajo. —Te palpita cada vez que piensas en él… Y no me refiero precisamente al corazón.

Un sofocón me cubrió el cuerpo. —¡Eres un puerco! —murmuré, haciendo un ademán con las manos para que se callara. —Estás cachonda perdidita por él, ¿eh? —movió las cejas. —Mentira —contesté yo, cada vez más acalorada. —No pasa nada, calabacita. Está cómo un tren, y no lo digo porque sea mi primo —sonrió—. Lena, estás en todo tu derecho de tener fantasías sexuales con Alek. Puse morritos y crucé los brazos sobre el pecho, malhumorada. —Mis sentimientos no son de tu incumbencia. Callamos ambos cuando nos dimos cuentas que Alek regresaba a la mesa. Respiré hondo cuatro veces hasta que el vértigo comenzó a disminuir. ¡Maldito Oliver! Tener amigos para esto. —¡Buenas noches! —comentó una sonriente mujer—. ¿Qué deseáis para comer? Miré el menú. —Una pizza cuatro quesos; una boloñesa y… —comentó Oliver dirigiéndose a mí. —Una pizza hawaiana. Todos me miraron mal. Muy mal. —No me observéis así. La pizza con piña está rica —protesté. —Eres una aberración de persona —comentó Oliver—. ¿A que sí, Alek? —No metas a tu primo en esta conversación, Oli. ¿Quién se va a comer la pizza? ¿Tú? Ah, verdad. Me la comeré yo sola, así que chitón. Oliver intentó evitar las carcajadas que comenzaban a brotar desde su garganta. Era la discusión más ridícula de la historia. La mujer, con pasos indecisos, se giró y se fue a la cocina. Aprovechando que estábamos los tres solos, sin personas curiosas a nuestro alrededor, comenzamos a hablar. En un momento inoportuno moví las rodillas, las cuales rozaron las piernas de Alek. Jadeé interiormente. Joder, ¿qué me pasaba? «Recuerda. Tienes que centrarte en tu matrícula de honor», recordé. Cogí mi mochila pequeña azul zafiro y rebusqué en su interior. ¡El tupper de crepes! Lo deslicé por encima de la mesa. —¿Qué es eso? —preguntó mi mejor amigo.

—Crepes. —¿Qué es lo que quieres? —siguió preguntando Oliver. —Nada. ¿No puedo regalar estas delicias a mis amigos? —Oliver me estaba tirando mi táctica para aclarar las cosas por el suelo. No quería parecer una desesperada. —Solo cocinas crepes cuándo quieres algo. —¿Es verdad? —murmuró Alek. Era la primera vez que hablaba, hasta entonces había estado escuchando. La sombra de una sonrisa se pintó en su mirada. —No le hagas caso a tu primo. El tinte del pelo le ha matado neuronas. —Él me sacó la lengua y guardó el tupper en su mochila de cuerdas. Perfecto. Oliver había arruinado mi plan. Preferí callarme. No tardaron demasiado en llevarnos las pizzas. Me deshice por dentro cuándo saboreé el primer trozo. —¿Y has pensado en presentarte a alguna extraescolar? —pregunté a Alek —. Ahora en febrero abren inscripciones para el segundo cuatrimestre. —Eso, eso —protestó Oliver mientras se acababa el primer trozo de pizza con apenas un mordisco. —Sí —sonrió Alek. Maldita dentadura perfecta—. En mi antiguo instituto jugaba a baloncesto, pensaba apuntarme. Me atraganté con la piña. ¿Básquet? ¿Como Noel y Cristian? —¿Te lo has pensado bien, Alek? Hay muchos engreídos en ese equipo — comenté sin pensar. —Sé cuidarme solo, Lena —sopló mi nombre como si fuera polvo de estrella en el viento. Sensual. Sus ojos se clavaron en los míos. No quise dar más bombo al asunto. Yo no era nadie para meterme en sus quehaceres o deseos personales. Me moví incomoda en mi asiento. Me sentía idiota. Tal vez, me pasaría todo en un pestañeo. Pestañeé. No ocurrió nada, su actitud seguía haciendo vibrar mi cuerpo. Entre los dos estábamos creando un desastre. Pagamos y salimos. Cogimos un taxi para que nos llevara a la dirección que nos había dado Jolene. Respiré un poco cuando Oliver se sentó entre Alek y yo. No quería más problemas que rondaran mi mente. Al llegar, la adrenalina recorrió mis venas.

Dimos un paso dentro de la casa. Me quedé boquiabierta cuándo me di cuenta dónde estábamos. Unos hinchables decoraban el jardín. Miles de luces simulaban ser luciérnagas y brillaban al son de la música, que retumbaba por todo el vecindario. Casi todos los jóvenes del instituto estaban allí, bebiendo y consumiendo substancias que yo apenas conocía. Los más osados se bañaban en una piscina climatizada, mientras otros preferían agruparse en juegos para consumir alcohol más deprisa. Observé jóvenes amantes que se escondían en los sitios más solitarios mientras descubrían las curvas misteriosas de sus acompañantes. Tragué saliva. ¿Y si terminaba cómo ellos? Abrazada a Alek y sus manos recorriendo mi cuerpo en una danza lenta. —¡Palurda! —gritaron. Ley de Murphy: cuándo aparezca un nuevo problema, debes saber que viene acompañado. Y allí estaba Jolene, con un minivestido granate y unos ojos ahumados que me miraban irritantes. Me pregunté que le debía haber hecho yo a aquella chica para caerle así de mal. —Hola, Jolene —sonreí—. ¿No podrías ser algo más amable? Estar enfadado provoca que salgan arrugas. Eres muy joven. —No —contestó mirándome de arriba abajo mientras me analizaba. Su mirada, rápidamente se deslizó hacia Alek. Sus ojos brillaron—. Genial —Se lamió los labios. Alek arrugó la nariz en señal de desaprobación. Me enfadé, él no era un objeto que se pudiera utilizar cuando quisiera. —Normas. No estéis dónde esté yo. No me mireis. No os hagáis notar. Durante toda la noche será la única vez que hablemos —murmuró—. ¿Dónde está el chino? Me giré abruptamente. ¿Dónde estaba Oliver? Qué cabrón. Había desaparecido y me olía el por qué. Maldito. —Bueno, si lo ves se lo dices. Obviamente, todo esto no va por ti, cielo — añadió mientras rozaba con el dedo la camisa marfil de Alek. Él se apartó. En un acto de locura, cogí la mano de Alek y lo estiré hacia otro lado. —Tampoco teníamos pensado seguir a la bazofia. Adiós, Jolene —dije antes de irnos. Jolene no iba a arruinar esa noche. Y yo no quería hacer de ese día una noche normal. Quería quemar el mundo, y, tal vez, la locura de la noche hizo que

apretara más la mano de Alek, quien me devolvió el gesto y sonrió cómplice.

10 La última oportunidad El sudor se escurría en mi frente. Renegué y me la limpié con el antebrazo. Estaba practicando ejercicios de lanzamiento y, a pesar de que era bastante bueno en baloncesto, no encestaba ni una canasta. Tiré con todas mis fuerzas la pelota hacia las gradas y dejé ir un rugido. Caí de rodillas. Me estaba quebrando. ¿Es posible que alguien roto se pueda romper más? —¿Aún sigues aquí? —La voz de Cristian resonó por todo el pabellón. Me sobresalté—. Tienes que prepararte para la fiesta. Hice una mueca. El día anterior había sido una putísima mierda. Un pinchazo me nublaba los pensamientos; ansiedad: una jaula que me atrapa… Todo iba mal. Había discutido con Jolene. «Trátame bien y te trataré bien; trátame como un juguete y te mostraré cómo se juega», había terminado diciéndole. Sinceramente, no me arrepentía. Aunque eso de jugar a ser fuerte ya no era tan divertido. —No pienso ir —gruñí mientras me levantaba del suelo y me acercaba a Cristian. —Noel. —Puso su mano encima de mi mejilla. La acarició con las yemas de sus dedos, me sorprendió ese gesto—. Estás creando una bola enorme de algo que aún no ha pasado. Déjalo. Respira. Espera. Levántate sin prisas. Inspira. Reponte. Una sonrisa tímida osciló en su rostro cuándo lo miré. Sin embargo, cuando me aparté su mirada se oscureció; y normalmente hasta su lado oscuro estaba lleno de colores. —¿Esta frase no era de una canción de Polseres Vermelles? —pregunté, cambiando de tema. —Sí. Me gusta ser poético —murmuró Cristian—. Me voy ya. Nos vemos en

la fiesta, ¡no tardes! No me dio tiempo a despedirme, su sombra ya se había largado. Hice lo que me había dicho: inspiré y exhalé. Fui directamente a las duchas; aún estaban abiertas, pero debía darme prisa. Solo quedaba media hora para que cerraran las instalaciones del instituto. El agua estaba helada; no me importó. Tal vez de esta manera no rompería mi segunda regla: no mostrar jamás mis sentimientos. Tal vez, recompondría mi coraza de granizo. Aunque me olvidé de que el hielo también quema. «Todo irá bien», me mentí. Me vestí, cogí todo el equipamiento y fui al aparcamiento. La noche ya había devorado las calles. La luna llena acaparaba el cielo, borrando del mapa las estrellas. Mi hermano decía que la luna está llena por las miradas que se perdieron buscando una respuesta; supe entonces que tenía razón. Subí a la destartalada moto. Llevaba dos años junto a ella. Era irónico que una pieza de metal me conociera más que la gente que me rodeaba. La encendí y comencé a recorrer las calles. Viernes. Las luces neón de los pubs comenzaban a encenderse; grupos de personas que salían de trabajar se reunían en las terrazas, acurrucados junto a las estufas. Decidí ir por el camino largo. Serpenteé por el paseo marítimo, aceleré cuándo la brisa marina comenzó a acariciarme el rostro. No quería pensar. No necesitaba pensar. Quería encontrarme. Recorrí las calles, preguntándome quién era yo. Acelerando cada vez más, hasta que dejé de notar los dedos de las manos. Ostia puta. Era un blandengue. Después de media hora conseguí distinguir mi calle. Comencé a frenar pausadamente a varios metros de distancia, no quería que mis padres escucharan el rugido del motor. La dejé aparcada. Cuando decidí comenzar a subir las escaleras un destello fugaz salió del ascensor. Me quedé de piedra. Me saludó con la cabeza antes de salir por la puerta. ¿Lena? ¿Esa era Lena? ¿Maquillada y con un vestido? Joder. Ciertamente me estaba volviendo loco. Dejé de pensar en ella cuándo abrí la puerta. La tensión en mi casa se podía cortar con un cuchillo. De hecho, era tan afilada que me pregunté cómo aún no estaba sangrando. Me dirigí a mi habitación con pasos silenciosos. Me avergoncé cuando puse un pie dentro, cómo cada vez que entraba en mi habitación. Un cuchitril que había sido, anteriormente, un desván. Una pequeña cama donde se me salían la mitad de las piernas cuándo me estiraba y un armario era lo único

que lo adornaban. Me cambié de ropa, necesitaba volver a salir de allí. De esa casa. Me puse una camisa blanca que me había prestado Cristian y unos pitillos negros que me realzaban el trasero. Efectivamente, no hay mejor ejercicio espiritual que mandar todo a tomar por culo; y es lo que quería hacer. Me desordené un poco el pelo. Un peinado caótico planificado, y me eché un perfume que guardaba para las ocasiones especiales. —¡Hijo! —me llamó una voz áspera. Me tensé inmediatamente. Me giré, mi madre me miraba. Vacía cómo siempre. —¿Qué? —me quejé. —¿Dónde vas? —A la fiesta de Jolene —contesté con desgana—. No volveré tarde, lo prometo. Ella se acercó y me colocó bien el cuello de la camisa. No dijo nada; nunca decía nada. ¿Cómo podía vivir así? Sin sonreír, rindiéndose ante su desgracia. ¿Por qué no luchaba? ¿Por qué no se divorciaba? Pablo la trataba tan mal… Uno de los peores maltratos es los que no te dejan marcas en la piel. Ella vivía para él, vivía para servirle. —¡¿Dónde está la cena, Montserrat?! —Un grito desde el salón. Mi madre se hizo más pequeña. No sabía cuándo había envejecido tanto. Qué impotencia sentí cuando supe que no podía hacer feliz a alguien que quería. —No tendrías que soportar esto… —susurré. —Tú no lo entiendes —murmuró ella antes de darme un beso en la sien e irse a servir la cena a su marido. No. No lo entendía. «¿Por qué no me lo explicas?», le habría preguntado, pero ya sabía su respuesta: era demasiado joven. Me tragué las lágrimas y las emociones. Me puse una chaqueta de cuero que me protegería del frío y abrí el armario. El día anterior había dejado allí un brazalete de plata que había sido de mi abuela paterna. Lo guardé en mi bolsillo. No me había dado tiempo de embalar el regalo, ya me inventaría cualquier excusa. Cuatro cursilerías y seguiría junto a Jolene, a la sombra de su popularidad. Recorrí las calles hasta el barrio de Pedralbes. Llegué pasadas las once de la noche, me presentaba un poco tarde. Aparqué al lado de una rosaleda que cubría

la entrada de la vivienda de Jolene, una mansión enorme con un fuente antigua que adornaba el jardín. Tuve una idea: cogería un rosa para ella. Cuando fui a arrancarla me pinché. Maldita sea. Agarré el brazalete con una mano y la rosa con la otra. Me giré para mirarme en el retrovisor. ¡Estaba excelente! Sí. En pasado. Dos chicos del club de baloncesto, ebrios, vinieron corriendo hacia mí. —¡Al suelo! —gritaron ambos. Me hicieron un placaje, tirándome. El karma quiso que cayera dentro de la fuente llena de roña. Tanto el brazalete como la rosa salieron volando. —¡Hijos de la gran puta! —Venga tío, enróllate un poco —contestó Aron, uno de los chicos. —Sí, te voy a enrollar en una soga y la estiraré para que te ahogues cabrón —grité desesperado mientras buscaba el brazalete. Cuando me di cuenta era demasiado tarde. La joya colgaba de una pequeña alcantarilla fuera de la fuente. Me levanté, resbalándome con cada paso que daba. Olía a agua estancada. ¡Joder! Aron, con sus gigantescos pies, intentó ayudarme, con tan mala suerte que pisó la rejilla de la cloaca y tiró el brazalete dentro de esta. —¡Te mato! ¡Juro que te rajo aquí mismo! ¡Joder! Cristian, quien acababa de llegar, vino a ayudarme. No pudo evitar soltar una carcajada que enmudeció a todos los de mi alrededor. La gente comenzó a hacer fotos con sus móviles, quise desaparecer. —De qué te ríes, gilipollas —contesté enfadado—. La cosa es seria. ¡He perdido todos los regalos! ¡Y huelo a mierda! —¡Entonces será mi día de suerte! Jolene te dejará y no tendré que fingir que me cae bien —aplaudió. Iba un poco bebido. No sabía si matarlo o enviarlo a la mierda. Pero el primer paso para perdonar es aceptar que la otra persona es imbécil y que no se le va a pasar. La desesperación comenzó a emerger. La inquietud de perder todo lo que había construido apareció. No me quedaba más opción que ir dentro de la fiesta a buscar a mi probablemente futura exnovia a y decirle que me habían robado los regalos. No podía decirle la verdad. Sin embargo, antes de regresar a la fiesta me dirigí a casa de Cristian, quien vivía en el mismo barrio adinerado de Barcelona. Me dejó ducharme y me prestó

ropa limpia. Lo hice rápido, tenía que volver a la fiesta. —No sé qué voy a hacer, Cris… Todo va mal. Muy mal —refunfuñé mientras me abotonaba la camisa limpia. Cristian se mordía las uñas, miraba el móvil. Me acerqué a él—. ¡Tierra llamando a Cristian! Se sobresaltó y cerró la pantalla de golpe. ¿Qué estaba mirando? —¿Qué te pasa? —Me senté a su lado. Cristian levantó la mirada y negó con la cabeza. —¿Vamos? —contestó. —Vamos —dije indeciso. ¿Qué le pasaba por la cabeza? Regresamos a la fiesta. Aún había más gente que antes. Saqué un cigarro al llegar, siempre me había servido para hacerme el duro. No sabía ni fumar. Lo encendí y le di una breve calada, intentando no toser. Sin embargo, tosí. Mucho. Sobre todo, cuando la visualicé a ella junto a Alek y Lena. Jolene le rozó el cuello con la yema de su dedo. Cristian sonrió. El cigarro se me cayó. ¿En qué mentira estaba viviendo?

11 Dos pares muy dispares ¿Has tenido alguna vez la sensación que puedes tocar los olores y los colores? Levantas la mano y acaricias la brisa marina; palpas las estrellas que centellean al ritmo de las lluvias de febrero; hueles la luna, una mezcla de tierra mojada y días cortos de invierno. Todo te cala, haciéndote cosquillas, hasta el lugar más profundo de tu ser. Ese que ni siquiera sabías que existía. Así me sentía yo en ese momento mientras observaba a Alek. La luz de su mirada chispeaba bajo las farolas mientras hablaba. —Los únicos que te dicen la verdad se llaman tiempo y destino —Sonrió. Un pequeño hoyuelo se le marcó en el rostro. Negué efusivamente con la cabeza. —El destino no existe. Somos nosotros mismos quienes creamos un camino, a partir de probar y errar. Las personas que piensan que existe el destino es porque se creen incapaces de cambiar el futuro. Él levanto la cabeza. Lo imité. Millones de estrellas bañaban el cielo. —No tengo palabras —contestó al final—. Tú ganas, pero solo esta vez, señorita Rose. —Que te lo crees. Lena Rose siempre gana —Sonreí exultante. —De acuerdo, no crees en el destino. Pero ¿crees en la magia? —¿Debería? —Su pregunta me pilló desprevenida. Miré de reojo a Alek. Tenía las mejillas rosadas a causa del alcohol. Me pregunté que debía tener que era tan hipnótico. Él era un misterio que me hubiera gustado resolver. —Mi padre solía decir que aquellos que creen en la magia están destinados a encontrarla.

—¿Y tú crees en ello? —Yo pienso que existen personas que son magia. Aparecen de repente, sin avisar, y te llenan de vida con su luz propia. Lo miré con el ceño fruncido. —Personas que son magia… —Saboreé las palabras en mi paladar—. ¿Conoces a alguien así? —Aún no. Pero hace poco conocí a una chica que le brillan los ojos cuando habla y que es feliz con las pequeñas cosas. —Un pinchazo de posibles celos se coló en mi estómago. Me mordí los labios—. Estoy casi convencido que ella está dentro de ese grupo. Di un sorbo al vaso rojo que sujetaba. Era el tercero que me bebía. La espuma de la cerveza me provocó un cosquilleo en los labios, dejando un rastro burbujeante y amargo por mi garganta. Prefería mil veces los tés de eucalipto con limón que preparaba mi abuela Pilar, y no esa bebida perjudicial para la mente y los secretos. La fiesta se había desenfrenado hacía horas. No había vuelto a ver a Oliver, así que me había quedado con Alek. Tampoco es que tuviera más opciones. Aunque era obvio que no me desagradaba estar con él. Habíamos acabado en unos columpios en el patio trasero de la casa, escurriéndonos del ruido embriagador. Nos balanceábamos lentamente, degustando las corrientes heladas del invierno. El vaho salía de nuestros labios cada vez que hablábamos o cantábamos a pleno pulmón las canciones que sonaban por toda la vivienda. Miré de reojo a Alek. Su piel dorada se sumergía bajo las farolas, donde pequeñas luciérnagas parecían bailar salsa. Él se mordía el labio, pensativo; yo quise que mordiera el mío. Culpemos al alcohol. Di un brinco cuándo se acercó a mí y me dio un golpecito en la nariz. —¿Sabes bailar? —preguntó. Abrí mucho los ojos. La melodía de la versión acústica de All of me de John Legend envolvió el ambiente. —Si bailar significa que tus pies se enzarcen entre ellos, entonces sí. Sé bailar muy bien. Me cogió de la mano y estiró de mí, como si fuera un simple pétalo en el viento. Dejó los vasos encima del columpio.

—Solo por qué no sepas bailar, no significa que no debas bailar —me susurró en la oreja mientras me acercaba a él, mi piel se erizó. —¿Y esta frase tan célebre de quién es? ¿Tuya? —No. La escribió el alcohol —su sonrisa perlada me abrumó. Pasé mis manos por su cuello. Él me cogió de la cintura, pegándome a él. Su olor cítrico se enredó en mi mente. Acurruqué mi rostro en su cuello. Bailamos pegados. Estábamos solos, escondidos. Noté como sus dedos largos acariciaban el relieve de mi clavícula, dejando un rastro de calidez. Los vellos de punta. Fui consciente entonces. Alek y yo estábamos bailando. Nuestros cuerpos estaban demasiado conectados, rozándose con cada vuelta que dábamos sobre nosotros mismos. Sus ojos achispados perseguían mis pecas. Una sensación de pavor me consumió viva, tuve miedo. Mi alma se estaba desnudando delante de él. Me sentí frágil, de cristal. No pude aguantar más, me aparté. Alek arrugó la nariz. Mierda, mierda, mierda. —Estaba pensando en que podríamos ir a comer alguna cosa, me está rugiendo el estómago. He visto que hay empanadillas en la barra del jardín —se me ocurrió. Él asintió, no muy convencido. Solté todo el aire que había estado aguantando, sin ser consciente, cuando comenzamos a dirigirnos a la parte delantera. Unas garras me apretaban el estómago, hundiéndome en mi propio miedo. ¿Qué había pasado? Debía centrarme en los estudios; en mi futuro; en mi vida. Debía centrarme en mí. Me regañé a mí misma, haciendo caso omiso a los latidos feroces que me tapaban los oídos. La barra americana, situada en el medio del jardín, estaba en pleno apogeo de adolescentes que iban a rellenar sus copas. Fruncí el ceño, tendría que pasar en medio de toda aquella gente. Me hubiera apetecido más que mi madre me tirara la zapatilla. Codeé entre la multitud hasta llegar a la barra, Alek me seguía, o eso creía. —¡Estás loco, tío! —gritaron. Mi corazón dio un vuelco. Esa voz… Me giré de inmediato, tambaleándome por el efecto del alcohol en mis venas. Sentí pánico cuándo la multitud comenzó a apretujarse más entre ellos. «¡Qué no me toquen!», pensé, a pesar de notar codos y huesos pegados a mi cuerpo menudo. Aun así, con toda la fuerza de voluntad que me quedaba, intenté salir de allí.

—¡Deja a un lado tu masculinidad! —Joder. Fui consciente entonces de quienes pertenecían esas voces. Sus rostros surcaron mi mente como un navío naufragado, arremolinándose entre mis pensamientos. Mi mente, cada vez más embriagada y cero funcional, comenzó a volar entre ellos. Alek. Noel. Alek. Noel. Debía ponerme en medio. —¡Alto! —grité sin pensar, situándome en medio de ambos—. ¡¿Qué estáis haciendo?! —Quita, esto no tiene nada que ver contigo —gritó Noel, apartándome suavemente. Nuestras miradas se encontraron. Sus ojos resplandecían. Gotas de sudor caían como perlas por su frente. Noel iba demasiado borracho, debía hacer algo. —Las peleas no sirven de nada, más vale hablar —gruñí a Noel mientras tiraba de su brazo. Alek parecía desesperado—. Además, la ira es perjudicial para la salud. Provoca un aumento de la presión sanguínea, provoca taquicardias y… —¡Cállate, Lena! Una mano estiró de mí, sacándome de ese caos. Aluciné cuándo me di cuenta de quién era. —Buen momento para aparecer —refunfuñé haciendo un puchero—. ¡Se van a matar! Puso los brazos en jarras. —¡¿En qué estás pensado?! —protestó—. Joder, ¡eres más lista que ese guapito y mi ex! O iba más bebida de lo que pensaba, o Jolene me acababa de lanzar un pequeño halago. ¿Y acababa de decir la palabra ex? ¿Noel era su ex? —¡Pero…! —¡Oh, dios! Vas demasiado borracha, Lena. —La sombra de una sonrisa apareció en sus comisuras. —Mentira. Ella me dio un golpecito en el hombro, dándome ánimos, antes de irse por dónde había venido. Más tarde me preguntaría si todo aquello no lo habría soñado. La gente comenzó a dispersarse, una mano me sobresaltó situándose en

mi hombro. —¿Qué ha pasado? — musité enfadada. Alek resopló molesto. —Ese chico está mal de la cabeza, Lena. —Parecía alterado—. Ha llegado gritándome por algo de Jolene, o qué se yo. Y después me ha empujado. No me lo podía creer. ¿Que Noel lo había empujado? ¡Se iba a enterar! —Creo que me iré a casa —me comentó Alek antes de abrazarme—. A ver si puedes encontrar a Oliver. Fue un gesto único que me dejó sin aliento. No reaccioné hasta pasado unos segundos. —¡¿Qué?! ¡No! Fue tarde, él ya se estaba yendo. Me sentí un completa idiota, me había quedado sola en esa fiesta. El ánimo se me cayó a los pies. —¡Vete a tu jodida casa y no vuelvas! —contestó Noel siguiendo sus pasos. Fruncí el ceño. ¡Ese imbécil me había arruinado la noche por completo! Ni siquiera me había dado tiempo de arruinarla yo misma. No me lo pensé ni dos segundos que comencé a apartarlo a empujones. —¡Eres un cabezón! ¡Un cafre! ¡Un maldito descerebrado! ¡Cobarde! Yo no tenía fuerza, sin embargo, él estaba perdiendo el equilibrio. Se tambaleó y cayó de bruces en el suelo, quedando semi inconsciente. —¡Oh, mierda! Lo he matado —chillé horrorizada—. ¡Soy una asesina! ¡Una demente! Miré a todos lados mientras me mordía el labio, nerviosa. Tuve una idea, que en ese momento parecía maravillosa. Corrí hacia la barra de bebidas y cogí un cubo lleno de agua fría, donde antes había habido hielo. Con todas mis fuerzas, la arrastré hasta dónde estaba Noel y se la tiré en el rostro. Él se quejó y se movió. —¡Funcionó! —aplaudí sin acordarme que para sujetar alguna cosa necesitas las dos manos. El cubo impactó en su rostro adormilado. —¡Mierda! ¿Qué coño haces? —gritó Noel mientras se levantaba. —Joder, que mal despertar. Podrías agradecérmelo, te acabo de salvar la vida —contesté. Se levantó, masajeándose el moratón que comenzaba a formarse en su frente. Sus ojos impactaron con los míos, estaban encendidos, como las brasas de un

fuego que aún no se han apagado. —¿Has visto a Cristian? —preguntó, apretujándose el puente de la nariz para controlar el mareo que le había provocado el alcohol. Negué con la cabeza—. Qué hijo de puta… Le lancé una mirada furiosa. —¡Su madre no tiene ninguna culpa, Noel! Hizo oídos sordos. Comenzó a caminar hacia la salida, trastabillando con cada paso que daba. En ese momento pensé que en mi vida había personas que me hubiera gustado conocer en otro momento de mi vida: nunca, por ejemplo. Él era uno de ellos. Y, aun así, decidí seguirlo.

12 Las estrellas fugaces también piden deseos Sus zapatos repiqueteaban detrás de mí, arrítmicos. Eso se ponía interesante. Un ligero mareo se había apoderado de mí. Notaba el cuerpo adolorido. Salimos de la mansión dónde vivía Jolene. Saboreé las palabras: exnovia. Un vacío inexplicable había comenzado a aumentar en mi interior. Que éramos lo que había elegimos ser era verdad; que todo aquello era una putísima mierda, también. —¡No camines tan rápido, córcholis! —gritó con su voz chillona—. Mis piernas no son suficientemente largas, un paso tuyo son dos míos. Comenzó a correr con sus bailarinas crema hasta situarse a mi lado. Me fulminó con la mirada cuándo llegó y me agarró del brazo, haciéndome parar. —¿Qué quieres, Lena? —pregunté cansado. —¿Por qué no puedes esperarme? —jadeante, puso los brazos en jarra. Su piel estaba lívida. Gotas de sudor fría resbalaban por su frente, embadurnando su rostro de manchas de rímel. —Verás, no me interesa que Marilyn Manson me rapté esta noche — murmuré—. El rímel te ha perjudicado un poco. Ella se alarmó, pasó una mano por su mejilla dándose cuenta de que tenía razón. La miré de arriba abajo. Perfecto, ella estaba bien, así que y yo podía seguir mi camino. Reanudé la marcha, buscando el móvil en mi bolsillo. Mierda, la batería se había agotado y yo no podía volver a casa en moto. No en ese estado. Repasé mentalmente mis opciones, no obstante, sus pasos arrítmicos me despistaron. —¿Por qué no puedes esperarme? —volvió a preguntarme, parándose en medio de la calle y alzando las manos. Estaba creando un espectáculo—. ¿Tan patética soy? ¡Déjame dudarlo, Noel! ¡Yo no soy quién se ha puesto a gritar en la

fiesta! Maldito seas, que un rayo te parta por la mitad. ¡Que…! En un pestañeo me puse a su lado y le tapé la boca —Estas montando un circo, Lena —gruñí. Acto seguido ella me mordió la mano—. ¿Eso a qué viene? —contesté enfadado. Me había dado un buen mordisco. La miré de soslayo. Maldita salvaje. Ella me observaba por debajo de sus largas pestañas. Las pecas se le unían en el puente de la nariz, explotando en un montón de constelaciones sin nombre. —Dime. ¿Qué quieres? —volví a preguntar. Su mirada me golpeó, sus labios empalidecieron, comenzó a temblar, frágil, al igual que las velas cuándo suspiras cerca de ellas. Mi corazón dio un vuelco. —¿Lena? ¿Qué pasa? —le levanté la barbilla. Me estaba asustando—. Dime qué te pasa. Me lanzó una mirada llena de miedo, como si viera el futuro. Una mirada teñida de pavor, pidiéndome ayuda. Seguidamente vomitó todo el alcohol encima de mis zapatos. Joder. Lo que me faltaba. Me aparté y le recogí el pelo mientras le acariciaba la espalda, trazando círculos pequeños con el pulgar para que se calmara. —Ya está, tranquila —susurré contrariado, el viento enmudeció mis palabras. Ella se levantó, y para mi sorpresa le dio un ataque de risa. No entendía nada, ¿qué le pasaba por la cabeza? Pensé que en ese momento la había perdido; tanto a ella cómo a mí mismo. Estábamos locos. Arrugué la frente y me crucé de brazos. —¡No te enfades! —me golpeó en el hombro. Agarró aire, abriendo bien los brazos, y comenzó a caminar. ¿A dónde iba? —No puedes volver a casa así —remugué mientras la alcanzaba—. Deberíamos comprar agua. No contestó. —¿Sigues viva, Lena? ¿O el alcohol te ha asesinado? —Estaba buscando en Internet, cansino. Según mi querido móvil tengo entendido que son las tres de la madrugada, y por aquí no hay ningún tienda abierta —me mostró la pantalla del teléfono y mostró una amplia sonrisa. —Entonces tendremos que buscar una fuente.

*** —Hay muchas cosas que quiero hacer en esta vida. Ir a la cárcel no es una de ellas —me contestó preocupada. Estiré una mano, ofreciéndosela. —Vamos Lena, te ayudo a subir. No será para tanto. —¿Crees que soy idiota y confiaré en ti? Noel, sabía que la naturaleza no te había hecho muy listo, pero al menos deberías tener una o dos neuronas — refunfuñó. Sus ojos viajaban de un lado a otro de la calle, se mordía las uñas impacientes. —Tú necesitas beber agua. Yo necesito lavarme los zapatos. La única opción es entrar en ese parque, dónde casualmente hay una fuente. —¡Pero está cerrado! —levantó las manos exasperada. —Y la palabra cerrar según la Real Academia Española significa asegurar con cerradura, pasador, pestillo u otro instrumento, una puerta, ventana, etc., para impedir que se abra. ¿Lo entiendes? Supliqué a quién fuera que estaba en las estrellas que me protegiera de esa chiflada. —¿Has roto alguna vez una norma? —Negativo. Las normas son reglas que se deben seguir o… —siguió recitando como si fuera un diccionario. —¡Entendido! ¡Entendido! —contesté irritado, cortando su monólogo—. Pues te quedas aquí. Comencé a escalar por la valla. Fui rápido, en un santiamén ya estaba en lo alto de la verja. Miré hacia abajo, Lena se veía diminuta allí. Tenía el ceño fruncido y la boquita de piñón. Sus dedos, largos como garras, agarraban con fuerza el borde de su falda. —¿Cómo está el tiempo allí abajo? —le grité. Sus labios se arrugaron más. —¡Por el amor de mi madre! Está bien, voy, pero antes déjame enviar un mensaje. Tecleó veloz en su móvil. Pude jurar, por lo poco que la conocía, que le había enviado un mensaje a su mejor amigo. Sería algo así como: «Querido amigo del

alma, me despido de ti. Si no vuelvo a mi dulce hogar di a la policía que fue culpa del inculto, engreído, petulante y fantasma de mi vecino. Diles a mamá y a mi hermanito que los quiero, aunque siguen sin permiso para tocar mis libros. ¡Los vigilaré desde el firmamento!». Guardó el aparato en un diminuto bolso que llevaba cruzado encima del pecho, se arremangó la chaqueta blanca cómo pudo, se colocó bien su pequeña mochila y comenzó a subir por la valla. Tuve el instinto de cerrar los ojos, ¡como se cayera de bruces no sobreviviría! No obstante, me obligué a mantenerlos bien abiertos para supervisar. Después de varios minutos de agonía por mi parte, sufrimiento por la suya, llegó a la cima. Se sentó, con una pierna a cada lado y la mano en el pecho. —¡No me creo que me hagas hacer esto! —resolló. —Lena Rose incumpliendo la ley —La sombra de una sonrisa se dibujó en la curva de mis labios. —No digas eso, solo la incumplo porque me obligas a beber agua. Es importante beber líquidos, el alcohol deshidrata muchísimo. Puse los ojos en blanco. Lena Rose era demasiada Lena Rose. —¿Cuál es el siguiente paso? —Su garganta se convirtió en un nudo. —Bajar. —¡Eso ya lo sé, cabeza de chorlito! No se puede subir más. Lena miró la distancia hasta el suelo, palideció seguidamente. Supe cómo se sentía, insegura. Lo sé por qué yo sentía ese sentimiento más de la mitad del tiempo, aunque me negara a admitirlo. Aun así, por primera vez, después de tantos años, me volví a iluminar. Fui una estrella fugaz que se encendió y se ocultó tras la luna. —Te puedo ayudar a bajar —murmuré. Ella abrió los ojos como platos. No la puedo culpar, mis propias palabras también me hubieran sonado extrañas a oídos ajenos—. Solo tienes que saltar, yo te cojo. No hay tanta altura. —¿Estás loco? —Cada día. Pero hoy me niego a dudar de mis capacidades. ¿Confías en mí? —rocé con mi índice su mentón hasta que alzó el rostro. La diadema que llevaba se le había caído hacia atrás, mechones rebeldes empapaban de fuego su rostro pecado. El viento… De él aprendí a dejarme llevar. Ser más yo mismo y menos títere. Inconscientemente, le aparté uno de los

mechones y se lo situé detrás de la oreja. Sus ojos me invitaron a soñar. Cómo culpar al viento por el desorden que provocó ese pequeño gesto. A veces solo necesitas respirar, confiar, soltarte y ver qué sucede. —¿Confías en mí? —le volví a decir. Le tendí una mano. Tragó saliva y asintió lentamente. Bajé de un salto hasta el suelo, sonreí mientras abría mis brazos para indicarle que ya podía saltar. —¡¿Seguro que no tienes pensado asesinarme?! —chilló. Una risa histérica brotó de sus labios. —¡Si hubiera querido matarte ya lo habría hecho! —respondí. Acto seguido, cogió aire, cerró los ojos y se tiró. La cogí al vuelo, dejé que sus pies rozaran el suelo e, inmediatamente, se soltó de mi agarre. Susurró unas inaudibles gracias y comenzó a caminar hacia una dirección. Puedo jurar que sus mejillas se habían sonrojado levemente, o tal vez fueron las mías. Carraspeé. —¡Lena! Es por el otro lado. Hizo un giro completo del cuerpo. —Ya lo sabía —susurró. No tardamos en localizar la fuente. Me pasé un poco de agua por los zapatos, que quedaron empapados, y ella bebió un buen trago de agua. Caminamos en silencio, saboreando los ruidos de la noche. Las ranas cantaban sus baladas en el estanque; la luna bailaba en la superficie del agua; los grillos creaban una rítmica melodía, recreándose en sus sonidos. Nuestras respiraciones se acompasaron. Pasamos entre arcos de arbustos que se balanceaban entre el eco del viento; rosales de dónde brotaban rosas tan blancas cómo el vaho que salía de nuestros labios entreabiertos. Lena se sentó en un banco con las piernas cruzadas, cerró los ojos e inspiró profundamente. Finalmente, decidí sentarme a su lado. —¿Qué haces? —Estoy disfrutando del lenguaje del silencio —sonrió. Sus dientes, pequeños e imperfectos, iluminaron su rostro—. ¿Qué te pasa? Me sorprendió su pregunta. ¿Qué me tenía que pasar? —No lo sé, pero hace un tiempo que tu mirada es muy oscura —Mierda, había contestado en voz alta. —No sé qué responder —murmuré. Al contrario de lo que antes pensaba, me

sentí cómodo a su lado. —La verdad. —La peor parte de hacerse el fuerte es que nadie te pregunta si estás bien… —Las palabras brotaron solas de mi interior. Joder. El alcohol aún me hacía efecto—. Necesito ayuda, Lena. Ella me mostró su sonrisa cuándo me ruboricé. —No tienes que avergonzarte si quieres ir a un psicólogo. No es fácil pedir ayuda, Noel, pero te pueden ayudar a encontrar una solución. La salud mental es muy importante. —No me has entendido —negué con la cabeza. Ella me miró, cómo si lo hiciera por primera vez—. Necesito tu ayuda, Lena. Me levanté desesperado. ¿Acababa de pedir ayuda a Lena Rose? ¿La misma vecina empollona que tanto detestaba y que iba a mi clase? Mierda. Me pasé las manos por el cabello, enmarañándolo. Quise apagar mi cerebro y atravesar el miedo que me estaba consumiendo en ese momento. —Olvídalo —rechisté. Ella se levantó y cruzó los brazos, mirándome. —Yo no te puedo ayudar, Noel. Fue un puñal directo a mi espalda. —Joder, no lo entiendes, Lena. Necesito recuperarlo todo. A Jolene. ¡Deberías entenderme! Ella se fregó los ojos con las manos, el vaho se escapó de sus labios, creando una nube que se evaporó en el cielo. En realidad, necesitaba recuperarla para que mi vida falsa no se desmoronara. —¿La quieres? Esa pregunta… Me quedé sin palabras. —¿La quieres, Noel? ¿Quieres a Jolene? —entrecerró los ojos, examinando cada uno de mis movimientos—. Cuando quieres a alguien confías en esa persona; cuando quieres a alguien no la utilizas para tu propio beneficio. —No hables si no sabes… —No pude seguir, miré al suelo avergonzado. —Puedes llamarme inútil en el tema del amor, no te lo voy a negar. También creo que la gente exagera cuando dice que no se puede vivir sin amor, pienso que el oxígeno es más importante. Asimismo, sé que cuando quieres a alguien no tienes dudas de que es así.

Me volví a sentar, hundí la cabeza entre las manos, escondiendo el escozor de mis ojos. Demasiadas palabras; demasiado rápido. Mi cerebro parecía que en cualquier momento diría basta. —Ayúdame, por favor. —Me sentía impotente, débil por suplicarle. Quería que me ayudara a salir de esa oscuridad que me rodeaba desde hacía años. Necesitaba ir a mejor. Pero eso no se lo dije. —Cuando dejes de ser un fanfarrón, un machista y un engreído —protestó. Ella jamás lo entendería. No sabría qué significaba cuándo te robaban tu esencia, cuándo habías trabajado tanto para que no te destruyeran, a pesar de que había hecho daño a los otros. —Entiendo… No me quieres ayudar. —Exacto —contestó, alargando la a. —¿Y si hago que Alek se fije en ti? —No fui consciente de que las palabras se arrastraron por mi paladar, furiosas, como si no quisieran salir. Lena reaccionó tirándome su manoletina. Me aparté, el zapato pasó rozando mi oreja. No tuve más remedio que ir a buscarlo mientras ella saltaba a pata coja y se sentaba en el banco, haciendo un mohín. —¿Qué te creías? ¿Qué me iba a rebajar por un hombre? ¡Necio! Debía pensar otra opción. Rápido. Le puse el zapato, mientras ella negaba con la cabeza, haciendo tiempo. No obstante, Lena encontró antes la solución. Como siempre. —Tengo una idea. No puedo hacerte más listo con este cerebro de australopiteco. Prehistórico —añadió cuando se dio cuenta que no la entendía—. Aun así, puedo intentar hacerte mejor persona, todo un reto para mí. Iba a aceptar cuándo agregó la siguiente frase. —Asimismo, deberás hacer todo aquello que te diga, sin preguntas. —¡Ni hablar! —Entonces no hay trato —sonrió. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar? En ese momento pensé que no me quedaba otra opción. —Bien. Acepto —dije sin pensar, lanzándome a un precipicio sin fondo. Tal vez, en un futuro, aprendería otra vez a volar. —Primera norma para que dejes de ser idiota: No agobiarás ni insultarás a las personas para sentirte superior. Ellas son tus iguales.

Asentí un poco preocupado. —Y algún día puede que me tengas que acompañar a un sitio. —¿Cuál? —El trato decía que no podías hacer preguntas. —Pero… —Tampoco rechistar. ¿Tendré que hacerte un guía? —se burló. Eran las cinco de la madrugada cuando volvió a mirar su móvil. El alcohol ya nos había bajado a ambos. —¡Vamos para casa! Tengo la moto a unos metros de este parque. Hay un agujero en la valla, por ahí. Lena abrió mucho los ojos. —¡Pero por qué no hemos entrado antes por ahí! —me zarandeó. Una carcajada real brotó de mi interior. —Era más divertido verte subir y bajar esa valla —sonreí burlón. Lena me hizo una peineta. No tardamos demasiado en encontrar la moto. Ella subió sin oponerse. Arranqué la moto y aceleré. La brisa marina se arremolinó entre mis manos; esta vez su agarre fuerte provocó que mi piel se pusiera de gallina. Unas pinceladas salmón anunciaron el amanecer; un día nuevo. Una bandada de pájaros pasó en forma de V, aceleré. Quise parecerme a ellos y volar lejos. —¡Dicen que dan buena suerte! —gritó Lena a través del viento que nos penetraba. En mi último suspiro decidí llevarla por el paseo marítimo. Jamás lo había visto tan despejado. Me sorprendí cuando ella apoyó su cabeza en mi espalda. Me transmitió una tranquilidad que jamás había experimentado. En un breve instante, traté de sanar las cosas de las que no hablaba. Intenté imaginarme una vida eterna, pero cuanto más eternos queremos ser más fugaces nos volvemos. Y, sin pensarlo, ni quererlo, ese recuerdo se convirtió en mi estrella fugaz favorita.

13 Queda mucho por sentir La cabeza me iba a estallar en cualquier momento. Los golpes en la ventana eran cada vez más persistentes; yo más susceptible. En un momento en concreto me levanté, arrastrando conmigo la manta de patitos. Si yo tenía que ir a cerrar la maldita persiana, ella venía conmigo; una relación de mutuo acuerdo. Entrecerré los ojos cuándo aparté las cortinas, habría jurado que los golpes que repiqueteaban eran a causa del granizo. No obstante, el cielo estaba despejado y los rayos de sol alumbraron toda la habitación, creando sombras imposibles y acentuando los colores exóticos. Tap, tap, tap. Miré el reloj de Mickey Mouse que descansaba en mi mesilla de noche. Las tres de la tarde. Me maldije internamente y juré que nunca más bebería tanto. Ya lo decía Mr. Wonderful: «noches de desenfreno, mañanas de ibuprofeno». La cabeza me daba vueltas. Lo extraño es que no me doliera cada día al tratar de comprender todo lo que me rodeaba. Aun así, en ese momento necesitaba instalar un botón de reset en mi cerebro. Abrí el botiquín que tenía reservado para casos de urgencia bajo mi cama, y, para variar, me ahogué cuándo intenté tomarme la pastilla. Tap, tap, tap. ¡Malditos golpes! Me dirigí otra vez a la ventana, furiosa por ese ruido tan molesto. La abrí y entorné la mirada. —¿Quién se atreve a molestarme un fin de semana? —protesté. — ¡Córcholis! —exclamé cuándo un objeto, pequeño y redondo, chocó con mi frente. Me di cuenta de que había varias bolitas en el alféizar de la ventana, de un color cetrino que me recordó a los veranos entre pinos y tiendas de campaña. ¿Aceitunas? ¿Quién estaba tirando aceitunas, tal Romeo moderno? Y allí estaba

él. Su piel dorada. Un lienzo tan bonito que hubiera enmarcado y situado a los pies de mi cama. Me temblaron las piernas. —¡Oh, Lena Rose! Dulce como el sol, bella como la luna. Hice una mueca. ¿Qué le pasaba en el rostro? Comencé a piquetear con el pie en el suelo. Ahogué un grito cuándo el cuerpo de Alek comenzó a deformarse. —El mar es inmenso y el desierto infinito, pero estar contigo siempre es lo más bonito. Esa voz… —¿Noel? —casi grité. Unos pinchazos agudos comenzaron a nublarme la vista, mi nombre comenzó a retumbar en mi cabeza. Cada vez sonaba más fuerte. El olor a humedad y sudor me embriagaron. ¿Qué estaba pasando? —¡Despiértate, Lena! Está la abuela Pilar esperándote. Marcos me estaba dando golpes con una almohada en la cabeza. Mocoso malcriado. —Me deberían dar un trofeo por tener que aguantar a este bicho —farfullé mientras bostezaba. Todo había sido un sueño perverso. Giré por encima de la cama, quedándome boca abajo. Cogí el cojín que me había lanzado mi hermano y me lo puse encima de la cabeza. Marcos me lo quitó y volvió a darme con él. Me planteé seriamente soltar a Hei-Hei y que lo mordiera, aunque era preferible no tener que escuchar los sermones de mi madre sobre la transmisión de la gripe y otras enfermedades. ¡Todo el mundo sabe que los hurones pueden tener la gripe, no hacía falta recordármelo! —¿Qué hora es? —susurré. —Las nueve de la mañana. Levántate y límpiate las babas. No sé qué deberías estar soñando… —se burló Marcos antes de irse de mi habitación. ¡Solo había dormido tres horas! ¿Por qué me tenían que despertar tan temprano? ¿Por qué ya había salido el sol? ¡Como si yo fuera a hacer la fotosíntesis! Me levanté con un dolor de cabeza inaguantable. Me tomé un comprimido y me dirigí deprisa al baño, ocultándome detrás de la puerta para que mi abuela no me viera desde el salón, pues el apartamento no era demasiado grande. En treinta y cinco pasos podías llegar de un extremo al otro. Ahogué un

chillido cuando me miré en el espejo: me había disfrazado de payaso de feria. Unas considerables ojeras adornaban mi preciado rostro. Me desmaquillé con rapidez y me lavé los dientes; no pude revivir mi cabello, el cual se me había enganchado como un nido al cogote por los sudores fríos que me había provocado el alcohol. Volví a la habitación, me vestí con una mallas y un jersey de punto de colores y me fui al salón apresuradamente. —¡Querida mía! Ya estaba a punto de ir a buscarte —sonrió Pilar cuando me vio. Alzó los brazos y estiró mis mejillas. —Es que ayer salió de fiesta, aún dormía —murmuró mi madre. La fulminé con los ojos, aunque seguramente pareció más una mirada de demente moribunda. ¡Chivata! —¿Eso es que has conocido a un chico? —exclamó mi abuela emocionada. —O una chica —respondí. Ella abrió mucho los ojos. Su mano se dirigió al lado izquierdo, a su corazón. Me sorprendió cuándo una sonrisa traviesa brotó de sus labios. De reojo vi a Marcos. Se había quedado tan blanco cómo el papel y se mordía las uñas. —Es broma —tuve que aclarar—. Lo de tener pareja, digo. —Sé que tienes vergüenza, mi vida, pero no pasa nada por tener pareja a tu edad. De hecho, yo me casé con veinte años. —Hizo el ademán de bailar un vals por la habitación, añorando a su difunto marido. Siempre quise conocer a Leonard, mi abuelo. No obstante, falleció antes de que yo naciera. Mi abuela siempre me había hablado maravillas de él. Recordé esas tardes melancólicas de tormentas veraniegas y un cubo de palomitas mientras mirábamos los álbumes de fotografías. Pilar solía repetir una sola palabra: sempiterno. Siempre supe que para ella esas letras eran tan importantes cómo respirar. —¡No tengo vergüenza! —refunfuñé—. Hoy en día los jóvenes salimos para divertirnos, para satisfacernos a nosotros mismos. —Y para hacer fostureo —dijo con la boquita pequeña. —Postureo —la rectifiqué. —Eso mismo, pustureo. Hoy en día no podéis estar sin esos aparatos ni un segundo. Todo el día chateando. ¡Podéis ver, pero no mirar! —¡Eso no es verdad! —replicó Marcos, quién hasta entonces se había mantenido al margen de todo aquello. Pilar lo miró, él le sacó la lengua y acto

seguido mi abuela comenzó a reírse. —Bien, bien, bien. Mis queridos energúmenos, me voy que tengo que ir a yoga. ¡No sabéis las maravillas que hacen allí! Nunca me había sentido tan bien abriéndome de piernas. —¡Mamá! —suspiró doña Cecile—. ¡Delante de los niños no! Pilar puso los ojos en blanco antes de dirigirse a mí. Sus ojos centellearon. —Espero que me presentes a esa persona especial —me guiñó un ojo. Nos despedimos en la puerta, con besos sonoros y pintalabios carmín en las mejillas. Me hizo prometerle que pronto iría a verla. Cuando se cerró la puerta mi instinto me pidió que huyera, aun así, no pude ir muy lejos. La voz cantarina de doña Cecile me llamó la atención, arrinconándome. Me giré, con los ojos cerrados y los puños a ambos lados de mi cuerpo, como si hubiera hecho alguna cosa mala. —Y bien, cuéntame. —¿El qué? —pregunté inocente, ladeando un poco la cabeza. —¿Cómo fue la noche? —Tragué saliva. No podía contarle la verdad: me emborraché; vomité; me colé en un parque cerrado y volví en moto con el hijo de nuestros vecinos estrambóticos. Tampoco es que me hubiera quedado otra opción, pero provocar el fin del mundo tampoco era una solución. Para eso ya existían las teorías de invasiones extraterrestres. —¡Muy bien! Bailé toda la noche y me fue de fábula —improvisé. Ella asintió. Supe de seguida que no me creía. Mierda, mierda, mierda. —¿Y qué más? El corazón se me paró. Ella entendió de inmediato que no iba a soltar prenda. —¿Cómo fue con el chico que te gusta? —Me iba a quejar cuando añadió—: O chica. Aunque, querida Lena Rose Quilla Álvarez, no hace falta que me mientas. Soy tu madre. —Y parece que también adivina —murmuré flojito para que no me oyera. Me quedé blanca cuándo dijo las siguientes palabras. —Te vi regresar con el vecino. Me senté poco a poco en el sofá, esperando la regañina. Ya podía visualizar en los diarios del país: «Apuñalada por su propia familia al descubrir la temible verdad que ocultaba». —No te voy a matar —contestó mi madre. Lo que yo había dicho, era

adivina—. Aunque te voy a dar un consejo: jamás te abandones a ti misma por amor. Una persona puede venir e irse, contigo vas a convivir el resto de tu vida. Quiere, ríe y llora. Vive el momento. Pero jamás dependas de nadie para cumplir tus sueños. En ese momento no entendí ese mensaje, iba a protestar. ¡Si existía algún sentimiento entre Noel y yo era aversión! El amor de carácter romántico no existía, era solo un invento para justificar la soledad que sentía una persona; o eso pensaba. —Mamá… —No hagas falta que digas nada, confío en ti. —Me abrazó sorprendiéndome. Por primera vez en mi vida no tuve palabras para describir ese momento de incertidumbre. Me había quedado igual que un papel en blanco: sin letras para seguir escribiendo mi historia. Doña Cecile se estiró en el sofá y se puso a ver su telenovela favorita y yo, anonadada por aquella conversación tan surrealista, decidí irme a dar una vuelta por el barrio. Así me despejaría. Me vestí con un peto de pana y un jersey naranja. Unas orejeras del mismo color me cubrieron las orejas, protegiéndome así del aire invernal. En un último momento decidí coger a Hei-Hei; le puse una correa y salimos a pasear. Bajé las escaleras del patio de vecinos casi trotando, no me apetecía coger el ascensor por si me encontraba a Noel. Qué tonta había sido aceptando su proposición de ayudarle a ser mejor persona. Me fui directa a la rambla principal del barrio, dónde cada sábado por la mañana se adornaba con un mercado muy pequeño. Disfruté al mirar tenderete por tenderete, mientras Hei-Hei decidía dejar rastro por todos los árboles y hierbajos que encontrábamos, como si de un perro se tratara. Una pareja de abuelos observaba y compraban verduras frescas que abrían el estómago a cualquier amante de las hortalizas; los mercaderos no dejaban de gritar las ofertas del día. Estuve tentada a comprar dos bolsitas de té negro con aroma a vainilla, pero al darme cuenta de que no quería quedarme pobre aborté la misión. Me quedé pensativa al ver una mujer uniformada con un pequeño maletín. El estómago me gruñó, cerrándose en un nudo imposible. Quise abofetear y alejar el pensamiento que albergaba en mi interior y que no me dejaba dormir: quedaba medio año para elegir mi futuro. Siendo sincera, jamás pude entender por qué nos hacían elegir nuestro futuro tan jóvenes. Aun así, comprendí que esos meses

que quedaban eran para centrarme en mí misma y perseguir mis sueños. Eres lo que haces, no lo que dices que vas a hacer. Decidí ir al parque que había a diez minutos de mi casa, allí podría desconectar mejor. Me puse los auriculares y al son de ABBA me encaminé hasta dicho lugar. Me senté en un banco mientras Hei-Hei roía varios palos secos y perseguía hojas marchitas. Cerré los ojos, acariciando el silencio como si este tuviera todas las respuestas de mi vida. Comencé a tatarear una de las canciones que sonaron. —¿ABBA? —preguntó una voz. Abrí los ojos. Me olvidé de cómo tragar saliva, de cómo respirar. Piel dorada, ojos curiosos. ¡Había estado cantando en voz alta! Y encima tenía unas pintas horribles. Mierda, mierda, mierda. Asentí con la cabeza. —¿Me puedo sentar? —preguntó con una sonrisa. Volví a asentir. ¿Qué debía decir? Debía ser inteligente. «Lena, piensa, piensa, piensa», me obligué. —Te presento a Hei-Hei. Es un Mustela putorius furo, mide unos 48 cm y pesa 1’5 Kg. Tiene muy mala vista, su color de piel va cambiando y ama dormir, unas 18 horas al día. Su hobbie es ser curioso y robar mi ropa interior —me sonrojé cuándo me di cuenta lo que le había dicho. Alek se rio. Sus carcajadas sacudieron mis entrañas, calentando mi corazón. Al mal tiempo, su sonrisa. —Y aquí la respuesta a que lleves calcetines de colores diferentes. Te los debe haber roído todos —añadió. Bajé la mirada poco a poco. ¡Tenía razón! Mi calcetín izquierdo era naranja con pequeñas borlas blancas. En cambio, mi calcetín derecho era de un púrpura tan brillante que se podría haber visto de noche. Me sofoqué. ¡Qué vergüenza! Alek sonrió, no sabía que contestarle. Estaba siendo un día de lo más extraño. La vibración de mi móvil me sorprendió. Una llamada que habría sido muy inoportuna si no fuera que en ese momento necesitaba una ayuda para salvar el momento. —¡Querido Oliver! —contesté dramatizando demasiado. —¡Ya puedes explicarme ahora mismo qué pasó ayer con Noel! —¿Qué pasó? —cerré los ojos. Oliver gritaba demasiado. —¡Que os fuisteis solos! Todo el mundo habla de lo mismo. ¡Por el amor de

tu santa madre! En diez minutos en el Central Pork —colgó. Mierda, Alek me miró mientras alzaba una ceja. «Querido destino, intenté esperarte, pero no pude aguantar más…» pensé. *** Dos pares de ojos me observaban. Me moví incomoda en la silla. Encima, los ovarios me avisaban que en breves me vendría la regla. Sin ninguna duda, ese día no estaba siendo el mejor. A pesar de que yo había estado hablando sobre Hei-Hei durante todo el camino hasta casa, donde dejé a mi querida mascota, y después hablando de gustos musicales hasta la cafetería, Alek solo me había regalado sonrisas modestas. Sus respuestas eran monosílabas a pesar de mis preguntas; un poco más y me habría quedado sin saliva. Él no dejaba de morderse los labios, un pequeño TIC que hubiera encontrado excitante si no fuera que yo me encontraba entre la espada y la pared. Oliver me había dicho que todo el mundo estaba hablando de lo mismo. ¡En qué momento había pasado de ser la chica invisible a ser el cotilleo del instituto! ¡Como si fuera a ser un Kardashian! —¡No mientas! —volvió a gritar Oliver tras escuchar mi relato—. Me niego a creer que la nerd terminara con el popular y no pasara nada. ¡En las novelas no es así! —Pero no estamos en una novela, querido amigo —respondí. —Me da igual. Por cierto, primo. Noel es su vecino. No se caen bien, pero ya sabes, del odio al amor hay un paso —le aclaró, como si no hubiera sido bastante el bochorno de la situación. Alek arrugó la nariz. —Es del amor al odio, memo —corregí. —Lo que sea. —No pasó nada, solo me acompañó a casa —mentí. Sí que había pasado algo: le había prometido que lo ayudaría. Pero, en cierto modo, sentía que ese secreto pertenecía a Noel y a mí. La luna llena sería la única testigo que sabría qué había pasado entre nosotros. Di un sorbo al café solo que me había pedido. «Demasiado joven para un sabor tan amargo», me había dicho el camarero. Sin embargo, necesitaba despejarme para poder ser más persona y menos idiota. La jaqueca aún no había

desaparecido; las preguntas de mi mejor amigo no me ayudaban. —¡Claro que pasó algo! —resopló él—. Dicen las malas lenguas que no cogisteis la moto cuando os fuisteis. —Las malas lenguas dicen muchas mentiras. —¿En qué momento había comenzado a mentir yo?—. Por cierto, ¿dónde te metiste tú? —lo fulminé con la mirada. Aunque sonara imposible, su piel palideció aún más y sus mejillas se tiñeron de un sencillo tono de vino tinto. Apartó la mirada, observando la multitud que deambulaba a través de las vitrinas. —No es de tú incumbencia, cariño mío —respondió al final con la voz ronca y la mirada perdida. —Lo mismo te digo, querido Oliver —contrataqué. Él levantó las manos, rendido. —Está bien. Solo dime una cosa, Lena Rose. —Su mirada se oscureció—. ¿Follasteis? Me atraganté con el café. —¡Eso es un sí! —gritó, provocando que la poca gente que había a la cafetería se girara en nuestra dirección. Escondí mi cara detrás de la carta de bebidas, notaba que mi cuerpo se había encendido. Me iba a dar un ataque de nervios. —¡Córcholis! ¡Madre del amor hermoso, Oliver! No grites tanto. Ni copulamos, ni intercambiamos fluidos alcalinos, ni nos dimos un abrazo de despedida. Nada de nada. Los tres nos quedamos en silencio, pensando en nuestras batallas internas. Recuerdos crueles como demonios y bellos como ángeles. —Lo siento… —murmuró de repente Alek. Oliver y yo alzamos la vista. —Lo siento, Lena. —Se mordió el labio. Sus dedos repiqueteaban nerviosos encima de la mesa—. No supe cómo reaccionar ayer, no tendría que haberte dejado sola. —¿Que la dejaste qué? —gritó Oliver, zarandeando a Alek de un lado a otro —. ¿Dejaste sola a mi amiga? ¡Yo no os dejé solos para qué la abandonaras, joder! —No os preocupéis chicos, sé cuidarme sola —contesté sin pensar.

Rememorando a la vez dónde Alek me había contestado lo mismo. Quería que Oliver se mordiera la lengua y no hablara más de lo indebido. Por primera vez en la vida, hizo lo que le pedí con la mirada. Me despedí de ambos y volví a casa. Llegué helada, con los pies entumecidos. Marcos y doña Cecile se habían ido. Mi habitación olía a humedad, así que abrí la ventana y, acto seguido, decidí darme una ducha caliente para despejar el mal cuerpo que llevaba encima. Tardé más de lo que quería. El agua me relajaba. Tarareé varias canciones de los sesenta, algunas las tarareaba mi madre cuando íbamos en coche. Estaba cantando el estribillo de Yesterday de The Beatles cuando oí un golpe seco que parecía venir de mi habitación. Me callé de golpe. —¿Mamá? ¿Marcos? —pregunté. Nadie respondió. Entonces me acordé. Había dejado la ventana abierta. Mierda, mierda, mierda. Podrían haber subido por las escaleras de emergencias que daban justo al lado de la ventana. ¡Un ladrón! Me enrollé con una toalla, pues había dejado toda la ropa en mi habitación. Busqué rápidamente una opción en mi cabeza. Mi cerebro podía funcionar bajo presión, pero si se trataba de mi vida no pensaba con claridad. Así que me olvidé de que existía un teléfono; solo pensé en que debía coger un arma. Comencé a visualizar todo lo que tenía a mi alrededor: «¿Un bote de jabón? ¿Una esponja? Demasiado blando todo. ¡Ah! ¡El secador inalámbrico!». Si le echaba aire caliente en la cara seguro que se asustaría y marcharía corriendo. Abrí el pestillo lentamente, los ruidos seguían. Pero me asusté más cuándo una voz irreconocible aulló de dolor. Mierda, mierda, mierda. Salí de cuclillas, escondiéndome detrás de la puerta abierta de mi habitación. Había alguien sentado encima de mi cama; Hei-Hei no dejaba de bufar. Hice de tripas corazón y de un salto me situé detrás del sujeto encendiendo el secador y dándole un buen golpe en la cabeza con la parte trasera de este. El individuo exclamó de dolor. —¡Me cago en mi puta vida! — gritó. —¿Qué haces aquí? —pregunté con un nudo en la garganta cuando me di cuenta de quién era.

14 Dejar ir para encontrar La noche había sido larga. Tal vez, habría sido mejor no haber vuelto a casa. Dormir en un parque en pleno invierno me parecía más apetecible que seguir oyendo los gritos de mi padre; cada palabra tiene unas consecuencias, cada silencio también. Había llegado a las seis de la mañana a casa, me había dado una ducha de agua fría y me había estirado en mi cama con los auriculares. Una canción de 5 Seconds of Summer sonaba en ese mismo instante. Seguí mirando el techo, como si allí estuviera la solución a mis problemas. Cuanto más abría los ojos, más se me cerraba el corazón. Y así estuve hasta bien entrada el alba, sin dormir y con un sabor agrio en mi garganta. O en mi alma. Ya no lo sabía. Eran las diez de la mañana cuando tocaron varias veces en mi puerta. —¡¿No piensas hacer nada de provecho en toda la mañana?! —gruñeron desde el otro lado. Otra tanda de gritos y golpes en la puerta prosiguieron su voz. Me levanté de la cama, me pesaba el cuerpo. Arrastré mis pies hasta la puerta y abrí. Un hombre que me pasaba una cabeza me miraba con el ceño fruncido y los ojos encendidos. Los mismos ojos que yo había heredado y que tanto odiaba. —¿Qué quieres que haga? —suspiré, sin fuerzas para discutir. —¡A mí no me hables así, pedazo de inútil! ¡Por algo soy tu padre! Ayuda a tu madre —vociferó antes de coger su chaqueta tejana e irse de casa dando un portazo. Habría dicho que cada día me destruía más, pero no sé hasta qué punto se puede destruir a una persona. Me puse un chándal negro y me dirigí a la cocina, donde mi madre limpiaba. Quise murmurar unos «buenos días», sin embargo, las palabras murieron en mis labios.

—Deberías descansar. —Me sorprendí de mis propias palabras—. Ya limpio yo. Ella iba a abrir la boca, horrorizada. Negué con la cabeza. —Él no se va a enterar, mamá. Volverá tarde. Limpio yo. —Cogí la escoba de entre sus manos y me puse a barrer la casa. Ella no se apartó de mí durante la hora que estuve limpiando el pequeño apartamento. En ningún momento medió palabra, pero el silencio tiene su propio lenguaje, la entendí. Fregué el suelo una y otra vez, como si de esta manera pudiera purgar el odio que había quedado arrinconado entre las paredes. Hacía mucho tiempo que esa casa ya no era un hogar. —Deberías ir a dar una vuelta —dijo mi madre antes de irse a regar los geranios de todos los colores que tenía en el balcón. No me quedaba otra opción. Envié varios mensajes a Cristian, el único amigo verdadero que me quedaba. No tenía a nadie más. Jolene ya no estaba en mi vida, jamás había quedado con los compañeros de baloncesto y mi hermano estaba en otro país. Sin embargo, desde la noche anterior, mi mejor amigo no había dado señales de vida. Resignado, me puse las deportivas. Necesitaba correr, porque cuando el cuerpo corre la mente olvida. Cuando vi el ascensor se me formó un nudo en el estómago de procedencia no identificada y, sin pensarlo dos veces, me encontré apretando el botón para subirme en él. El corazón se me aceleró cuando las puertas se abrieron, el nudo en la garganta era cada vez más inevitable. Estaba vacío. Me resbaló una lágrima; no de aquellas que sale del lagrimal y patina por el rostro, sino de las que se resbala del corazón en silencio y llega hasta el alma. De las que duelen. Me sentía solo. Era un sábado soleado, los rayos dorados se perdían en las esquinas y los pájaros entonaban una alegre melodía. Corrí cerca del mercadillo. Hacía años que no iba, desde que mi hermano se había ido a Lyon, Francia. Recordé los melindres artesanales qué desayunábamos los sábados; las tazas de chocolate caliente que nos daba nuestro abuelo Miquel. Nos manchaba la nariz con el chocolate y nos susurraba divertido: «No hay pena que el chocolate no cure». Quise comprar bombones, pero hui. Troté hasta el parque que estaba cerca de mi casa. La nostalgia me invadió cuando vi las copas de los árboles, rememorando la noche anterior, cuándo a pesar de la oscuridad una estrella zarpó cerca de mí, iluminándome.

Decidí estirarme un poco en uno de los bancos. Escogí el más escondido, aunque pronto una mujer mayor se sentó a mi lado. Llevaba una bolsa de tela llena hasta arriba, de donde sobresalía una esterilla de color turquesa. Su pelo blanquizo recogido le daba un aire más jovial. Refunfuñé ante la aproximación de la señora. —¿Haciendo deporte? —saludó la anciana—. Está muy bien. A ver si aprenden mis nietos, con las excusas no se queman calorías. ¡Ni se vive de forma saludable! Abrí mucho los ojos. ¿Qué me estaba contando? Sonreír y asentir; lo que se debe hacer cuando no sabes que contestar. Así lo hice. —Suerte que al menos mi nieta es bastante astuta. Lo que no tiene de deportista lo tiene de lista —sonrió—. No hay fracaso, salvo dejar de intentarlo —recitó, como si lo hubiera hecho varias veces en su vida. Sonreí y asentí. La mueca que hizo la mujer me recordó a alguien. Seguidamente se rio. Estaba completamente loca, «pero las mejores personas lo están», decía mi hermano. Se levantó de golpe, asustándome. Pegué un pequeño salto. —Me voy, hijo mío, que tengo yoga desde hace cinco minutos. Llego tarde, pero ya sabes… La edad me obliga a ir más lenta de lo que me gustaría. —Me apretó el hombro—. Encantada de conocerte. —Igualmente —dije con la boca pequeña. La mujer se alejó dejándome descolocado. ¿Por qué la gente mayor parecía que tenía todo el tiempo del mundo? Como si pudieran alargar el dedo y pararlo todo, degustar los momentos y dejar de correr detrás del viento. De jóvenes siempre creemos que quedará más tiempo… Pero no es eterno. Era momento de volver a casa. Hice de tripas corazón y metí la llave en la cerradura. Un giro. Dos. Respiré cuando me di cuenta de que él aún no había llegado. Mi madre dormitaba en el sillón, me quedé mirando su silueta hecha un ovillo. Cogí un manta y la tapé, intentando espantar los demonios que la desvelaban cada noche. Me duché con agua fría y me vestí rápidamente. Eran las doce de la mañana cuando me di cuenta de que necesitaba salir de ese apartamento antes de que volviera él. Antes de escuchar más gritos. Más lágrimas y jarrones rotos. Llamé varias veces a Cristian. Saltó el buzón de voz… Lo necesitaba más que nunca. Todo se estaba viniendo abajo y él no estaba. Me recosté en la ventana que daba

al patio. Mi corazón se desbocó cuándo la vi. Lena Rose, con su hurón indomesticable entraba en su casa cómo un destello de luz. Suspiré, no me quedaba nadie más. Me puse una chaqueta que simulaba cuero negro, todo un intento de chico malo que se quedaba solo con la palabra chico, y que me iba algo grande. Intenté salir sin hacer ruido para no despertar a mi madre. Me dirigí hacia la puerta de Lena y llamé varias veces. Nadie respondió, arrugué la nariz. Juraría que era Lena Rose la que había visto subir por las escaleras que daban al jardín. Llamé otra vez sin obtener respuesta alguna. Me pasé la mano por el pelo. ¡La escalera de incendios! Sabía que aquellas escaleras daban a la parte trasera de la casa y, posiblemente, me escucharía. ¿Tan desesperado estaba? Suspiré. Tal vez era mejor irme. No fui consciente de que mis piernas se movían solas hasta llegar a los pies de la escalera de incendios. Supongo, que una persona que no tiene nada más que perder comete locuras. Cogí aire y subí los dos pisos. Una breve sonrisa brotó en mi rostro. ¡Bingo! Tenía la ventana abierta. Me enfilé un poco hasta llegar a su ventana, adentré mi cuerpo y entré en esa habitación blanquecina. La llamé varias veces, susurrando su nombre. Nadie contestó. Tal vez no había sido una buena idea. Observé el dormitorio y supe que era el de Lena Rose. Libros ordenados por género y colores, bolígrafos clasificados por su tamaño, las zapatillas alineadas al lado de la cama. Ni una moto de polvo. Una risa surgió de mi garganta cuándo alcé la cabeza y vi colocado en la pared, milimétricamente alineado con la puerta, un póster de un personaje de Harry Potter. ¿Por qué fantaseaba con alguien que no existía? 365 días, 24 horas, 1440 minutos, más de 7 mil millones de personas en el mundo y a ella le gustaba un personaje literario. Me llamó la atención un libro de tapa dura que tenía dibujada la palabra NUBE con una letra perfecta y en cursiva, iba a tocarla cuando oí un rugido que venía del lado de la cama. El pequeño diablo. La rata de Lena Rose. —Hola, bichín —le comenté mientras me acercaba al animal que se arremolinaba encima de la cama—. Mira que eres feo —susurré mientras alargaba un dedo para tocarle el hocico. Un aullido de dolor resonó por todo el edificio. La bestia inmunda me había mordido. Joder, joder, joder. ¿Se podía coger la rabia? Cómo dolía. Ostia puta. Me chupé el dedo instintivamente antes de sentir un golpe sordo en mi cabeza. Todos mis huesos crujieron.

—¡Me cago en mi puta vida! —me quejé con un dolor que atronaba en mi cabeza. —¡¿Qué haces aquí?! —preguntó con un nudo en la garganta cuando se dio cuenta de quién era. Lena Rose, vestida con solo una toalla, me amenazaba con todas sus fuerzas con un secador.

15 Dos extraños a punto de colisionar Y allí estábamos. Yo curándole el dedo y poniéndole una tirita de dinosaurios de colores, mientras él remugaba por el frío que le provocaba la bolsa congelada de guisantes que estaba en el chichón de su cabeza. —¡Recórcholis! ¿Cómo se te ocurre incordiar a Hei-Hei? Noel alzó las cejas. —¿Se llama como la gallina de Vaiana? No me extraña que sea tan feo. — Lena me dio un empujón. Cambié de tema—. ¿No me vas a preguntar por qué me he colado en tu casa? —preguntó extrañado. —Eres un mequetrefe, pero un mequetrefe valiente. Los cobardes ni siquiera se atreverían a poner un pie en esta habitación —sonreí. Le estaba mintiendo. En realidad, me había ahogado por el casi ataque de corazón que me había dado. Le hubiera contestado con un de mis míticas frases: «Un día se va a poner de moda ser imbécil, y algunos no sabrán que hacer con la fama». Pero sus ojos cansados y su mirada perdida me detuvieron. De alguna manera estuve a punto de decirle: cuídate. — ¿En serio? ¿Una tirita de dinosaurios? — Noel, no estás en disposición de protestar —me quejé—. ¿Sabías que hay un estudio que confirma que las gallinas son descendientes de los dinosaurios? —¿Me estás vacilando? —bufó—. Creo que me sigues odiando. —Me cae bien esa gente que se da cuenta que me cae mal. —Le pinché con el dedo en el hombro cuándo terminé de curarle la herida. Lo miré—: Y ahora, ¿qué? —Él agachó la cabeza y se pasó la mano por su mata de cabello. —No sé en qué pensaba, Lena. Sinceramente… —Escondió el rostro detrás de sus manos, pensativo—. ¿Donuts rellenos de flan? —Soltó de repente.

¿Había dicho donuts rellenos de flan? Tal vez, el golpe con el secador le había dejado más perjudicado de lo que imaginaba. Tuve la necesidad de poner una mano en su frente para ver si tenía fiebre. Él se apartó inmediatamente. —¿Estás delirando, Noel? —No, no, no. Vamos. Iremos a un sitio. —Se levantó de golpe de la cama, ganándose varios bufidos de Hei-Hei, quien lo miraba desafiante bajo mi escritorio. Irónicamente, hay veces que lo más inteligente es hacerse la tonta, así que acepté. No tenía nada que perder, ¿verdad? O, tal vez, era otra mentira que se añadía a mi colección, porque sí que tenía cosas a perder: sobre todo el día que terminó esta historia que os estoy contando. —Vístete. —Sus labios se curvaron en una mueca burlona—. Si quieres, claro. ¡Mierda, mierda, mierda! Con toda la tensión del momento me había olvidado vestirme y seguía enrollada en mi toalla amarilla de conejos. ¿Siempre nos encontraríamos así? Tuve ganas de borrar esa sonrisa sarcástica de su cara con un chancletazo. —Esperaba tener una conversación racional, pero parece que no hay nadie alrededor para tenerla —contesté con toda la dignidad que me quedaba. Cogí un jersey azul de lana con nubes dibujadas y unos pantalones de campana que me iban cómodos, y me dirigí corriendo al baño. Me puse las lentillas, aprovechando que las había utilizado el día anterior y eran mensuales. Me sequé el cabello y me hice dos moñitos mal hechos para apartarme el medio flequillo de la cara. ¡Perfecta! Salí a trompicones, como un rinoceronte intentando no pisar las flores. Noel estaba sentado en el filo de la cama, mordiéndose las uñas. —¿Sabías que el acto de morderte las uñas se llama onicofa*gia? Y esta acción provoca futuros problemas: deformaciones de la cutícula, infecciones, verrugas y dermatitis. Aunque, en el peor de los casos, pierdes los dientes —le comenté mientras me ponía unas deportivas desgastadas. —¿Te estás oyendo? —preguntó Noel horrorizado—. En fin, vámonos. Aún no había llegado nadie a casa, por suerte, así que salimos como las personas normales: por la puerta. Noel parecía algo incómodo, tuve la certeza que estaba intentando protegerse con una capa de frialdad. ¿Qué le había hecho tanto daño para que su única defensa fuera cerrar su corazón?

—Tengo la moto aparcada en la calle de al lado —comentó. Recordé la noche anterior. Los dos persiguiendo la alborada. Volando, aunque el mundo se nos tirara encima. Sonriendo, enseñando los dientes, gritándole al mundo que estábamos dispuestos a luchar, a pesar de que nos quisieran golpear dónde más duele. Uniéndonos. Mezclándonos. Siendo únicos. Siendo nosotros. —¿Sabes que están hablando de nosotros? —dije sin pensar. Noel se estremeció. Quise arreglarlo—. No te preocupes, la mayoría hablan sin tener conectada la lengua al cerebro. No contestó. Supe que se estaba mordiendo la lengua, que no quería pensar en eso. Leí en su mirada que existían dos partes que luchaban en su interior: la que quería tirarlo todo por la borda y la que le decía que todo era un error. Sorprendentemente, contestó contratacando. —¿No te cansas de hablar? —Abrí muchísimo los ojos, ofendida—. Es decir, no es que me canse escucharte… —Claro, ahora arréglalo —comenté malhumorada. —No. No es eso, Lena. No quiero que pienses que soy un imbécil, aunque probablemente lo sea. Pero ostia, lo estoy intentando, ¿vale? —Lo miré de reojo y asentí. —Eres un mal hablado, Noel —dije entre dientes—. Pero puedes seguir. —Bien. Quería decir que cómo puede ser que siempre tengas algún tema del que hablar. Simplemente me sorprende. Lo miré de arriba abajo, examinando si había alguna señal que me indicara que ese adolescente con síntomas de padecer de idiotismus severus había conectado su cerebro. —¿Qué miras? —Frunció los labios. Afirmativo: no lo había conectado. —A ti. Te miro a ti —contesté, haciendo un ademán con la mano para no darle más importancia. Llegamos a la moto. Noel me tendió un casco que olía a sudado, analicé atentamente todas las infecciones que me podía provocar ponerme un casco ajeno, pero supongo que su idiotez se me estaba pegando un poco porque me lo puse sin rechistar. Aunque, analizando bien la situación, prefería romperme una pierna que el cráneo.

Noel se subió delante. Tragué saliva al recordar cómo lo había agarrado la noche anterior y noté un pinchazo en la barriga. Negué con la cabeza, ahuyentando mis pensamientos. Debía ser la regla, que me estaba alterando. Decidí sujetarme bien fuerte al sillín. Él se giró y levantó las cejas al ver que no lo envolvería entre mis brazos. Una sombra desconocida se cruzó en su mirada, sus iris pardos perdieron luz. —Sujétate bien, Lena Rose —Mi nombre le dejó un sabor agridulce en el paladar. Noel arrancó y pegó tal acelerón que me hizo cerrar los ojos. «Por favor, si muero joven que al menos pongan a It’s my life de Bon Jovi en mi funeral», recé en mi interior. A pesar de que, estaba seguro de que Oliver se negaría y querría poner una de reguetón para perrear sobre mi tumba; «eso te pasa por dejarme solo, estúpida» me diría. Poco a poco, fui abriendo los ojos. Sentía algo extraño en mi interior, una mezcla de miedo y adrenalina que no había experimentado jamás. La sonrisa que vino después nació sola. Recorrimos las calles de Barcelona, que se alzaba imponente a nuestro alrededor. Pasamos por delante de la Sagrada Familia, uno de los monumentos más preciados de la ciudad. Me sentí pequeña a su lado e, irónicamente, viva. No tardamos en aparcar cerca del barrio gótico. Era uno de los barrios más antiguos de la ciudad. Salté de la moto y le entregué el casco a Noel, quien lo guardó. Era un sábado al mediodía, no me extrañó que las calles estuvieran a rebosar y en los bares no cupiera ni un alma más. Noel comenzó a caminar sin mediar ni una palabra. Lo miré de reojo, me era casi imposible descifrar lo que había detrás de esa armadura más fría que un mamut congelado en la Prehistoria. Él comenzó a ir más deprisa. —¡Pero no camines tan rápido, zoquete! Que tengo las piernas cortas. —Me iba a dar flato. —¿Quién es la mal hablada ahora? —Me pareció que el destello de una sonrisa iluminó su rostro. Para mi suerte, bajó el ritmo. —Yo seguro que no. —Puse los ojos en blanco— ¿A dónde vamos? No contestó. —¡No me gustan las sorpresas! —bufé para apartar varios pelos que se habían soltado de los moñitos con el esfuerzo—. ¡Y menos si vienen de gente que no conozco!

—A mí sí me conoces —sonrió irónico. —¡Mentira! Solo sé que te llamas Noel Martín y que eres mi vecino. Pese que, a decir verdad, los vecinos suelen saludarse, ¿sabes? Y hablan del tiempo que hace, aunque eso me haga perder el tiempo. No necesito a nadie que me afirme si hace sol o está granizando. ¡Cómo si las personas no miraran el cielo antes de salir de casa! Pero prefiero que me hablen de eso que de otras estupideces. A mí que más me da que el vecino de arriba ronque cómo si fuera un avión aterrizando en nuestro salón. Tanto hablar a espaldas de él, pero pobre, nadie le habrá dicho que ronca tanto que me desvela algunas noches. —¿Tú también lo oyes? Al vecino del quinto, me refiero —se rio. —¡Noel! Pobre señor —me quejé—. Además, no me cambies de tema. ¿A dónde vamos? ¿No me irás a asesinar? O a raptar… Te prometo que nadie te pagará un rescate. Me quieren mucho, lo sé, pero… —¡Lena, que ostias dices! —me cortó, aunque se estaba riendo—. Si fuera un asesino en serie ya lo sabrías. Vivo a tu lado y las paredes que nos separan son más finas que un papel. —Igual amordazas a tus víctimas. —Tanta mente prodigiosa para que me vengas diciendo estas mierdas. —Se pasó una mano por el pelo. Había comenzado a notar que cuando se ponía nervioso no dejaba de despeinarse. —De acuerdo, ya no digo nada más. —¡Aleluya! —Le lancé una mirada de reproche. Seguimos caminando, serpenteando entre las callejuelas del barrio gótico. Cuando pasamos por la calle Petrixol me quise parar delante del escaparate de un de las chocolaterías más famosas de Barcelona. Había montañas de chocolates artesanos, tabletas de chocolate de todos los tipos y tartas caseras. Se me hizo la boca agua cuando vi esos manjares. Pegué la cara en el cristal. —Vamos, Lena. Estas ensuciando el escaparate, deja de salivar como un perro hambriento —Noel tuvo que estirarme del brazo para alejarme de allí. —¡Pero es que estoy hambrienta! —Me lamenté. —Ya estamos a punto de llegar. En ese momento, si hubiera presionado mi mano encima de su pecho me hubiera dado cuenta de lo rápido que latía. —¿A dónde? —tuve que volver a preguntar, era innato en mí. No me gustaba

no tener las cosas controladas. Unos segundos después Noel se paró. Levanté la vista. Un nudo se comenzó a formar en mi estómago. ¿Dónde estábamos? ¿Por qué Noel me había traído allí? Un letrero envejecido decoraba la fachada principal y rezaba la palabra Boulangerie. —¿Dónde…? —comencé a hablar. Él me miró con los ojos brillantes y, por primera vez, no continué la frase. No sé qué pasó, pero me hizo soñar con todo su corazón. —En el sitio que llamo hogar —dejó caer como si no hubiera sido una bomba para mí. Éramos dos extraños que se odiaban a punto de colisionar.

16 Un éxito catastrófico Sigo sin ser consciente del momento en que dejé de respirar. Era irónico, el corazón me latía a mil por hora y yo no podía hacer nada más que mirar embobado la fachada de aquella pequeña panadería. Después de tantos años, seguía manteniendo su encanto, a pesar de que la pintura de las paredes se estaba levantando y las humedades recorrían la parte baja del local. El color menta contrastaba con las dos vitrinas que había a los lados de la puerta. Estaban repletas de estanterías de madera que agrupaban panes y pastas recién hechas. La nostalgia me envolvió. Vi a un niño de cinco años de la mano de su hermano mayor. Estaba llorando porque se había caído de la bici. Su hermano le prometió un croissant tan bueno, que le haría pasar el dolor. Vi a un muchacho de unos ocho años sonriendo mientras comía un trozo de pastel de calabaza y corría detrás de las palomas en la plaza de enfrente, asustándolas. Vi un chico de quince años destrozado que trataba de ser fuerte. Caminando sin rumbo en un día de tormenta. Terminando delante de aquel lugar y derrumbándose. Recuerdo que ese día, Lucinda, la dueña de la tienda, me acogió y me preparó una taza de chocolate caliente. Hablamos de todo y de nada. «Busca lo que encienda tu alma», me dijo antes de que la puerta se cerrara detrás de mí. Ese era yo en mi rincón favorito del mundo. Si alguna cosa había aprendido, es que el hogar no es un sitio, sino un sentimiento. Desde entonces, volvía una vez cada mes. Sin embargo, hacía casi un año que no iba. Y no entendía por qué había regresado… Ni por qué había llevado a Lena conmigo. Ella… Ella no debería haber estado allí conmigo. Se me formó un nudo en la garganta, sabía a

sal porque ese nudo era el mar a punto de desbordarse por mis ojos. Lena me agarró la mano y cruzó los dedos con los míos. Joder, tenía el corazón en un puño. —Estoy aquí, Noel. —Su labio superior temblaba. Entonces noté cómo una lágrima silenciosa recorría mi mejilla—. Estoy aquí. —Estoy bien. —Me limpié la lágrima y liberé mi mano de golpe. El frío acarició allí dónde Lena me había tocado. Joder. No quería que me viera llorar. Ella no. Cogí aire y entramos en el local. Las campanitas oxidadas de la puerta anunciaron nuestra presencia. El olor de pastas recién hechas nos invadió, dejándonos un sabor dulce en la boca. Estaba tan bloqueado que no oí la voz de la dependienta detrás del mostrador. —Noel, di algo. ¡Recórcholis! Lena me golpeó con un codo en las costillas, despertándome del sueño efímero que estaba teniendo. Miré enfrente, encontrándome a alguien que no esperaba. Una chica rubia, unos años mayor que nosotros, nos miraba con curiosidad. Iba alternando sus ojos verdes de mí a Lena. —¿En qué puedo ayudaros? Me mordí el labio. —Noel, ahora me vendría muy bien que contestaras. No quiero que esto se convierta en un éxito catastrófico —susurró Lena cerca de mí. La miré inmediatamente. —¿Un éxito qué? —le pregunté sin entender. La chica del mostrador carraspeó. —Sí. Em… eso… —comencé. —¿Te busco un diccionario? —dijo Lena. Le lancé una mirada de recelo. —Disculpa. ¿Está Lucinda? No sé de dónde salió esa pregunta. Yo quería pedir el manjar de esa panadería, unos dulces que solo se podían conseguir allí: donuts rellenos de flan. Cuando visitaba a Lucinda, siempre me invitaba a comer esas pastas. Me había contado que desde que había enviudado siempre intentaba crear recetas nuevas para distraerse, así que pensó unir dos alimentos que la fascinaban: los donuts y los flanes. ¡Y menudo invento! —Sí. Debe estar a punto de llegar —sonrió la chica—. ¿Quieres que le deje algún mensaje?

Justo estaba terminando esa frase cuando las campanas oxidadas de la entrada repiquetearon. Se me cayó el alma a los pies cuándo vi quién era. —Joder… —murmuré. —¿Noel? —preguntó al verme. Sus pupilas brillaban—. ¡Qué alegría verte! Lucinda estaba de pie delante de mí. Y dónde antes había existido una melena de plata, en ese momento había un pañuelo celeste. Llevaba una cánula nasal, dándole un aspecto completamente diferente a la mujer que había conocido. Parecía cansada, pálida y delgada. Así que me sorprendió ver que sus ojos seguían irradiando luz. Lucinda era de esas personas que se nutren de estrellas y te guían en la oscuridad; de esas personas que bailan bajo la lluvia, abrazan el fuego y patinan sobre el hielo. Ella creía que existíamos para vivir. Solía decir que siempre viviríamos primeras veces, por eso no tenía miedo a morir, porque sería toda una experiencia de vida; sería un primera y única vez. —¿Tan emocionado estás que no te salen las palabras? —Me dio un abrazo tan fuerte que me pareció que intentaba unir todas mis piezas rotas. Se apartó. —Sí… Yo… —comencé. Efectivamente, Lena debería haberme comprado un diccionario. —No te preocupes por eso, Noel —dijo sacándose el pañuelo de la cabeza. Cómo siempre, me había leído la mente—. Esta enfermedad jamás me va a controlar, sea cual sea el resultado. Joder, puto cáncer. —¿Lo mismo de siempre? —preguntó mientras se ponía un delantal y se situaba detrás del mostrador. Saludó a la chica rubia, que resultó llamarse Ginesta. Debía ser nueva en la panadería. —Lo mismo de siempre. —Sonreí. No hicieron falta más palabras para que Lucinda supiera como estaba yo. Con ella era transparente. Lena no dejaba de arrancarse pellejos del labio, nerviosa por esa situación que no podía tener controlada. Por lo poco que la conocía, sabía que necesitaba tenerlo todo milimétricamente organizado. Tal vez se pensaba que si no era así reinaría el caos en su vida. Sonreí ante la idea de pedirle un guía para sobrevivir en el caos. —¿Sabías que los primeros donuts no tenían agujero en el medio? —soltó

Lena de repente. Puse los ojos en blanco. Ya estaba a punto de comenzar a hablar sobre historias-que-no-interesan-a-nadie. Muy a mi pesar, Lucinda contestó. —Toda la razón, reina —sonrió—. De hecho, la razón para que conozcamos los donuts con agujero es que los originales tenían problemas de cocción en el centro, porque esa parte siempre quedaba cruda. —Y un día a alguien se le conectó la neurona y decidió colocar una tapa de un bote de pimienta en el centro. ¡Así se hicieron los agujeros! —Lena asentía desesperadamente con la cabeza. Cuando vi que sus ojos brillaban noté una sensación de calidez en el pecho. Meneé la cabeza para apartar ese sentimiento. —Me caes bien… —murmuró Lucinda, esperando que Lena dijera su nombre. —Lena Rose —se presentó. Lucinda le guiñó un ojo. —Encantada. Lucinda me entregó una bolsa de papel con varios donuts de flan. Le dimos las gracias y le prometí que volvería pronto. «¡Busca lo que encienda tu alma, Noel!», me dijo antes de que la puerta se cerrara detrás de mí. Un déjà-vu. Caminamos por el barrio gótico. Lena no dejaba de preguntar dónde la llevaba, refunfuñando porque no le dejaba comerse los donuts. Se quejaba que su barriga no dejaba de rugir, después pasó a explicarme más ciencia: el nombre técnico de los ruidos intestinales, borborigmos. Me recordó a la palabra Borbón, así que decidí para mí mismo que esos ruidos debían ser nocivos para la salud. No mantuvo la boca cerrada en ningún momento. Lo admito, admiraba su manera de sacar conversación, aunque terminara hablando ella sola. Y me sentía algo estúpido a su lado. Sin embargo, un sentimiento de afecto comenzaba a encajar muy dentro de mí. Lo odiaba. Me odiaba. La odiaba. Llegamos. Un edificio imponente crecía hacía el cielo, echando raíces a nuestros pies. —No me gustan las sorpresas —refunfuñó. No le hice caso. Me colé en el edificio, un hotel antiguo que se situaba en el centro de Barcelona. Ella me siguió a regañadientes. Subimos en el ascensor. Me mordí los labios cuándo recordé la última vez que habíamos estado en una situación parecida. Odiaba los espacios cerrados. Odiaba esa situación, lo estaba

perdiendo todo. Idiota, idiota, idiota. No obstante, cuando se abrieron las puertas respiré. No me había dado cuenta de que estaba conteniendo el aire. Una terraza de 360º abrazaba la imponente panorámica de Barcelona. Las vistas eran impresionantes. Me sentí pequeño, cómo polvo de estrellas. Lena se quedó sin palabras y corrió a la barandilla más cercana para observar el horizonte. Alzó los brazos y comenzó a reír. Me acerqué a ella y, sin querer, mis dedos rozaron su cintura. No sé si es posible que los grandes incendios nazcan de las pequeñas chispas, pero ella pareció no notar lo que yo acababa de hacer. —¡Es precioso! —sonrió. Me sentí un intruso. Sin mediar palabra, le ofrecí uno de los donuts que llevaba en la bolsa. En ningún momento ella dejó de sonreír, con esos dientes pequeños y su boca de piñón. El viento alborotaba sus mechones roji*zos. Me pareció que sus ojos se iluminaban, convirtiéndose en fuego. Le hincó el diente con ganas. Sus labios se curvaron aún más, si eso era posible. ¿En qué momento yo podría llegar a sonreír de esa manera? —¡Está buenísimo! —Espero que aceptes este donut como ofrenda de paz por colarme en tu habitación —dije sin pensar. —¿Por qué lo has hecho? —Yo… No sabía si decírselo. Lena era alguien ajeno a mi vida, realmente. —Me sentía solo. Vacío —comencé a vomitar todo lo que llevaba dentro—. No me queda nadie, Lena. Ha llegado un momento que ya no sé ni quién soy. Me trago todos mis pensamientos, los acumulo. Y comienzan a pesar. Ella se giró, observándome, y me acarició el brazo. Me tensé ante ese contacto. No quería que me viera de aquella manera. —Noel, no te mentiré. El dolor forma parte de la vida. Lo importante es que dependas de ti mismo, no de la sociedad. —¿Y cómo se hace eso? —murmuré, mirando al infinito. —Intentando sacar lo que llevas dentro. Para llenarte de felicidad primero debes vaciarte de todas las emociones negativas.

Para ella sería muy fácil, para mí era complicadísimo. Nos quedamos en silencio. Las palabras nunca son suficientes cuando lo que se tiene que decir desborda el alma. —Ojalá siempre fuera así. Ojalá nada hubiera cambiado… —dije sin pensar. —No se trata de cuánto hemos perdido, se trata de cuánto nos queda. —La miré alzando las cejas—. Es una frase de Tony Stark, de Marvel. —No he visto nunca una película de Marvel —confesé molesto. Ella qué sabría de mi vida. —¡No puede ser eso, Noel! Tenemos que ponerle remedio. —¿Cómo? El corazón se paró una milésima de segundo cuándo contestó. —Podemos verlas en mi casa. Pero tú traes la pizza. ¿En qué jodido momento habíamos pasado de odiarnos a querer quedar para ver una estúpida película de superhéroes? Ella siguió hablando, pero yo ya no la escuchaba. Idiota. Cobarde. Ostia puta. Me había abierto en canal con alguien qué no soportaba. Me alboroté el pelo, nervioso. No quería que nadie más entrara en mi vida para que después me abandonara. Lo habían hecho todos. Mi coraza había empezado a ser vulnerable cuando estaba con ella. Debía reforzarla para que mi corazón no sufriera más lesiones. No quería que me derribara nadie. Lena menos. —No somos amigos. Y nunca lo seremos. Me salió del alma. Pero me partió más cuando solo me miró de reojo con el cejo fruncido. Ella era superior a mí. No lo aguanté más. —Noel… —Intentó hablar. Alcé la mano, haciéndola callar. Sus labios, antes curvados, se convirtieron en una línea fina. Lo había jodido todo de una forma maravillosa. —Nos vemos en clase. Y me fui, sin mirar atrás. Dejándola sola en una terraza. Quedándome solo en la vida. Porque creí que siempre lo estaría.

17 Si el amor aprieta, no es de tu talla Habían pasado dos semanas desde que Noel me dejó sola en esa terraza. Me había molestado, aunque tampoco se lo tuve mucho en cuenta. No es que yo fuera un tontaina, sino que sabía que las personas eran difíciles de cambiar. Sobre todo, modificar sus pensamientos. Los demonios de Noel lo dominaban tanto que no cabía más posibilidad que se salvara solo. Yo no podía hacerlo por él. Los siguientes días en el instituto volvimos a ser desconocidos, como si nunca nos hubiéramos acercado. Finalmente, yo había desistido de seguir intentando decirle buenos días y conseguir que me contestara. En el fondo, lo prefería así. Suena egocéntrico, pero tenía otras preocupaciones que ir haciendo de la madre de un chico de dieciocho años con los sueños rotos. Marzo estaba a la vuelta de la esquina y eso significaba que la Selectividad también. Dos meses y medio para decidir mi futuro. Estaba sentada en la cama de Oliver, mientras él me enseñaba los nuevos modelitos que se había comprado. —¿Qué pasa por este cerebro? —Se tiró a mi lado—. Llevas horas desconectada. —Desconectados solo lo pueden estar los aparatos tecnológicos. —refunfuñé —. Además, llevo media hora aquí, no horas. Oliver me fulminó con la mirada. —Pues me están pareciendo años, porque no me haces ni puto caso. —Perdón. —Abracé la almohada de Doraemon que tenía a un lado. Oliver la había ganado en los juegos de la feria del barrio—. No dejo de pensar. —¿Tú pensando? Qué extraño, no lo hubiera dicho nunca —exclamó

irónico. Puse los ojos en blanco. —¡Mequetrefe! —Para qué tener enemigos, si te tengo a ti. Eres odiosa. —¿Odiosa yo? Si soy más dulce que un limón —contesté sarcástica—. Es que llega Selectividad y… ¡estoy hasta el champiñón! No sé aún que estudiar y todo el mundo espera demasiado de mí. —Hasta el champiñón… —repitió Oliver—. Jamás pensé que la misma Lena Rose utilizaría esta expresión. Le lancé la almohada de Doraemon. —Está bien… Sería mentira si te dijera que te entiendo. Sabes que yo siempre he querido estudiar periodismo para poder escribir sobre moda. ¿Te imaginas entrevistar a Ze García?¡¿O a las influencers de moda?! —Se le iluminó la mirada y yo arrugué la nariz—. Así que ten por seguro que algún día encontrarás algo que te enamore, que te llene y que sientas que está hecho para ti. —Claro… Pero ese día tiene que llegar antes de mayo y de las preinscripciones a la Universidad. Quedan cincuenta y cuatro días. —Nadie es como tú, y este es tu poder. —Pero… —¡No me repliques con que los poderes solo los tienen los superhéroes! — añadió. Reí, me había leído la mente. —Ahora ayúdame a elegir modelito para mañana: ¿camisa verde pistacho o jersey rosa fresa? —¿Cómo que para mañana? Se tapó la cara como si hubiera dicho algo que no debía. —¿Qué escondes, Oli? —puse una expresión traviesa. —Nada, nada. Es que mis padres quieren ir a comer al indio que han abierto en el barrio. Levanté una ceja. Entre semana la mercería de sus padres nunca cerraba los mediodías.

—Mentiroso. En el momento en que iba a pedirle explicaciones sonó el timbre. Nunca lo había visto huir tan rápido. Salí de la habitación y lo seguí hasta la puerta principal. Tragué saliva cuando Oliver abrió la puerta. Desde el día después de la fiesta que no habíamos hablado demasiado, pero ahí estaba, con su sonrisa imparable y su aroma cítrico. Y no pude evitar recordar cuando estuvimos juntos; cuando casi baja mis defensas con una mirada cargada de emociones y dos palabras sencillas: «¿sabes bailar?». «Situación actual: intentando reiniciar mis emociones. Idiota, idiota, idiota». —¡Primo! Pensaba que vendrías más tarde. —He terminado antes de currar —sonrió Alek—. Cuánto tiempo, Lena. Un escalofrío me recorrió la columna cuando dijo mi nombre. ¿Dónde tenía Oliver el alcohol? Para darle solo un par de sorbitos. O llenarme dos vasos enteros. —Buenas tardes —murmuré formal mientras me rascaba la cabeza. Él levantó una ceja, divertido. —Pasa, pasa primo. ¡Podríamos pedir comida india! Me apetece. Calabacita, te quedas, ¿no? Lo que a mí me apetecía era desaparecer un rato. —¿Pero no ibas mañana a comer con tus padres al indio? —exigí. Oliver achicó los ojos y negó con la cabeza. —¿Un indio te he dicho? Quería decir al italiano. No forcé más la situación. Ya me lo contaría cuando él quisiera. *** Estábamos sentados en el sofá, varias cajas de comida india se acomodaban en la mesa. Yo removía el plato con un tenedor mientras escuchaba las conversaciones triviales que tenían ambos chicos. —Cenicienta nunca pidió un príncipe, ¿sabéis? Ella solo quería una noche libre. ¡Como yo! —protestó Oliver. —Pero si tienes las noches libres cada fin de semana —contestó Alek.

—Déjame ser dramático, ostias. Ni así se puede. —Eres más drama que persona —me reí. Oliver me sacó la lengua. No podía evitar buscar a Alek con la mirada. Lo encontré observándome varias veces con una sonrisa tímida que se acomodaba en sus labios. Era terriblemente atractivo, ante todo mentalmente. Estaba nerviosa sin saber el motivo, y que me desorganizaran la mente era algo que no llevaba bien. Nada bien. —Lena, ¿no tienes hambre? —preguntó de repente. Pegué un bote en mi asiento—. No dejas de remover los fideos. Me mordí los labios y bebí de mi vaso. —Es que no sabe que estudiar el año que viene —soltó Oliver con la boca llena de arroz. Casi escupo el agua en su rostro. Lo fulminé con la mirada. ¡Chivato! Alek se me quedó mirando, prudente. —Ya, ya sé que no lo parece. ¿Lena Rose sin saber que hacer cuándo tiene toda su vida planeada milímetro a milímetro? ¡Qué me estás contando! — comencé a hablar enfadada con Oliver, era un traidor—. Parece una distopía, pero es la verdad. No sé qué estudiar. No sé dónde ir. No sé nada. —Ya le he dicho antes que debe estudiar algo que la llene —dijo Oliver, haciéndose el inocente—. Y, obviamente, que no sea una polla. —¡Por las barbas de Merlín, eres un malhablado! Además, ¿algo que me llene y que sienta que está hecho para mí? Como no sea construir diccionarios o hacer la carrera de ingeniería para mejorar la adherencia de las sartenes… La verdad es que estoy hasta la coliflor de que las tortillas siempre se enganchen. Termino haciendo revuelto de huevo, con trozos de cáscara de adorno. —Oye, pues no sería una mala idea… —Le lancé una mirada de advertencia a Oliver. Por ese camino no. Nos quedamos los tres callados. Mi corazón latía a mil por hora, intenté respirar tranquila. No ganaba para espantos. —¿Y si apuntas todo aquello que te gusta e investigas todos aquellos grados universitarios que traten esos temas? Además, también existen los ciclos formativos y otras alternativas. No es necesario ir a la universidad para formarte. Pensar que la universidad es la única salida es un error.

Oliver y yo nos quedamos mirando a Alek con la boca abierta. Tenía razón. Sin embargo, yo debía seguir luchando con uñas y dientes para ganar esa matrícula de honor. Quería que mi madre estuviera orgullosa de mí, devolverle todo el amor que me había dado durante años. La noche empezaba a abarcar la ciudad cuando nos despedimos en el portal de Oliver. Me abrigué bien y coloqué mis manos, siempre frías, dentro de la chaqueta. Alguien me acarició el hombro cuándo estuve a punto de empezar a caminar hacia mi casa. —He venido en coche, ¿quieres que te lleve? —me sonrió. ¿Cómo se respiraba? Sí. Cierto. Inhalar y exhalar. No era tan difícil, ¿no? Mentira. Era complicadísimo. —¿Tienes coche? —conseguí pronunciar. Alek asintió. —Cumplí los dieciocho en enero. Me saqué el carnet justo en febrero para poder llevar a mi padre al médico cuando mi madre trabaja. No pregunté, no quería husmear en su vida. No obstante, él siguió hablando. —Cuando yo era pequeño tuvimos un accidente de coche y él se quedó en silla de ruedas. Cada miércoles, cuando acabo de trabajar, vamos a la montaña a ver las estrellas, aunque con la contaminación lumínica es complicado. Le prometí que nunca dejaría de hacerlo. Dice que las estrellas le ayudan a olvidar la oscuridad. —Lo siento tanto… —No lo sientas —sonrió nostálgico—. Mejor vivir con un «te acuerdas de lo que hemos vivido», que con un «te imaginas si estuviera aquí». Me quedé ensimismada observándole. Su mirada se oscureció. Podía sentir su pánico y su dolor; se palpaba en el aire. Estuve tentada de abrazarlo y decirle que todo estaría bien. Que yo estaría a su lado siempre que lo necesitara, a pesar de que terminó siendo una verdad a medias. Se mordió el labio nervioso. —¿Quieres venir un día? A mi padre le gustaría conocerte. —Yo… —Solo di que sí. —Sí… —dije insegura, no entendía. Subimos a su coche, un Ford Fiesta verde oliva de segunda mano. Le dije la

dirección de mi casa y la escribió en el GPS. Comenzó a conducir. Eran las diez de la noche y el frío calaba en los huesos, así que Alek encendió la calefacción y subió un poco la radio. Drivers license de Olivia Rodrigo comenzó a vibrar por los altavoces. El silencio entre nosotros no era incómodo, pero tenía la necesidad de hablar. Quería que nos olvidáramos de lo que nos rodeaba. Quería soltarme y que fuéramos nosotros mismos, así que decidí sincerarme. —¿Qué vas a estudiar, Alek? —pregunté, rompiendo el silencio. —Enfermería —sonrió. No hizo falta preguntarle por qué quería estudiar esa carrera. Alek era demasiado bueno. —¿Vas a intentar conseguir la matrícula de honor? Asintió. Algo se quebró dentro de mí. —Yo también. Sus ojos se desviaron dos segundos hacia mí. Me ruboricé cuando dibujó una sonrisa ladina. —Así que la mismísima Lena Rose es mi rival. Interesante. —¿Interesante por qué? —contrataqué—. Si sabes que la voy a ganar yo. —Eso está por ver. —¿Te quieres apostar algo? —dije haciéndome la bravucona. Justo aparcó delante de mi casa. Sus ojos me taladraron. Alargó la mano y me colocó un mechón rebelde detrás de la oreja. Tan delicado, tan suave… El hormigueo de mi barriga se intensificó. Eran los nervios, seguro. O que la comida india me había sentado mal. —No deberías apostar tan a la ligera, Lena Rose —susurró acercándose a mí. El aliento de su boca acarició la mía—. Sabes que vas a perder. Estábamos tan cerca… ¡Cielos! El control. Debía recuperar el control de mí misma y de mi vida. Me separé de inmediato como un resorte. —Una cena —pronuncié atropelladamente—. Quien pierda, invita al otro. —Perfecto. Pues nos apostamos una cita. —¡Yo no he dicho esto! —repliqué mientras salía del coche.

Alek gritó mi nombre y me giré. —Avísame cuándo hayas entrado en tu casa, por favor. Dile a Oliver que te pase mi número de móvil. —Gracias… ¡Nos vemos! Y nada de citas —procuré decir antes de cerrar la puerta del coche, ver cómo se reía y yo me ruborizaba por segunda vez. Me encaminé hacia el portal. Cuando abrí la puerta las bisagras gruñeron por el desgaste del metal. Yo estaba algo desanimada, aunque no podía negar que Oliver y Alek habían conseguido sonsacarme una sonrisa. Una sonrisa real que desapareció cuando llegué a las escaleras que daban al patio de vecinos y la vi sentada, fumándose un cigarrillo. Mierda, mierda, mierda. Imposible. No podía ser ella. Cerré los ojos con la esperanza de abrirlos y que su fantasma desapareciera. Seguía allí. —¿Ronnie? Se levantó corriendo y me abrazó. Tenía los ojos apagados y su pelo, antes brillante, caía en una mata sin gracia encima de los hombros. Los pómulos hundidos, la piel tan blanca que parecía papel… No quedaba rastro de la chica de los labios rojos, la sonrisa sincera y las carcajadas que te invitaban a unirte a ella. Era un cuerpo sin vida, gobernado por monstruos y fantasmas que vivían dentro de ella. Se había adentrado en una tormenta eterna. —Se ha ido… —Lloró encima de mi hombro. La ira comenzó a embriagarme. ¿Siempre iba a ser así? Solo volvía cuando quería, cuando se derrumbaba. Lo que nos había separado no había sido la distancia, lo había provocado ella misma; sus malditas inseguridades y miedos. Me aparté. —¿Cómo que se ha ido? —Se ha ido… —Ronnie… Tú no la necesitas —dije mientras intentaba calmarme, respiré hondo. Fue en vano. —Sí… Necesito que vuelva, no sé qué hacer… —¿Solo has venido para que te diga mentiras, Verónica? —una risa histérica salió de mi garganta.

Verónica había sido mi mejor amiga y la de Oliver durante muchos años. Hasta que conoció a Lidia. El amor no debía doler, era la primera lección del enamoramiento. Pero Ronnie se prendió tanto de ella que se dejó de querer a ella misma. Un terrible error. «Si el amor aprieta, no es de tu talla», decía siempre mi abuela. —Pensaba que… —¡¿Pensabas que lo entendería?! ¡¿Pensabas que volvería a protegerte después de la última vez?! Caí yo, joder. Recibí toda tu mierda en la cara. ¡Lloré semanas por ti! —No… —¡Deja de autoengañarte! —grité desesperada, cortando su discurso—. ¡Deja de esconderte! Joder, Lidia no cambiará. ¡Jamás lo hará! —Eso no es cierto… —susurró mientras se abrazaba a ella misma. Temblaba de tristeza, yo de rabia—. Ella me quiere, volverá… —¡Volverá para destruirte! —Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos por la cólera—. ¡Te destruirá hasta que no quede nada de ti! Date cuenta, caray. Juega contigo mientras tú te la juegas siempre por ella. ¡Mírate! ¡Mírate, Verónica! ¡Estás muerta por dentro! —Sabes… No debería haber venido —resolló mientras aspiraba los mocos por la nariz—. Tú no sabes nada. No entiendes lo que es el amor. —¡Pues no, no deberías haber venido! —chillé—. ¡No puedes buscarme cada vez que te salga de los ovarios para después olvidarme! Y el amor… —La miré de hito en hito—. El amor no duele, Ronnie. Y antes que pudiera contestarme corrí escaleras arriba, llorando de la impotencia y de la rabia que sentía. ¿Cómo podía ser que Verónica se hubiera consumido así? Estaba dolorida. Le había fallado a ella, pero sobre todo me había fallado a mí misma por haber intentado hacer lo correcto y recibir todo lo contrario. Estaba cansada de procurar que las cosas fueran bien para que al final se rebosara todo de mierda. Nunca debería haber esperado nada de nadie, ni encariñarme de ninguna persona. Ya no necesitaba más decepciones, con ella había tenido suficientes. Todos los problemas se habían acumulado: la matrícula de honor, el futuro, Alek, Noel, Verónica, etc. Llegué a mi puerta, la abrí y cuando estaba a punto de

cerrar alguien me sujetó de la muñeca. El corazón aún se me rompió más. Noel me observaba con el pelo revuelto y el ceño fruncido. Solté mi brazo de su agarre, el corazón me martilleaba en el pecho y recé para que él no lo notara. Deseé volar lejos de él, de cualquiera. Me quedé quieta cuando acercó uno de sus dedos a mi mejilla; me limpió una lágrima y dejó un rastro de calidez allí dónde me había tocado. Me sujetó de la barbilla, obligándome a mirarle. Me encontré con sus ojos café, brillando en la oscuridad. —¿Estás bien? —Sí. —No está bien mentir. —Fingir que te importo tampoco. Di un paso atrás y le cerré la puerta en la cara, a pesar de que él comenzó a susurrar mi nombre a través de ella, preocupado. Arrastré mi espalda por la puerta y me desvanecí en el suelo, ahogando varios sollozos. Esta vez fui yo quién lo dejó solo. Tenía razón, no podíamos seguir fingiendo… No se podía fingir una relación que siempre había sido una mentira.

18 A la muerte, emborráchala El local olía a humo, alcohol y fritangas. Una mezcla que podía haber despertado a diez muertos. Aun así, llevábamos toda la tarde allí, y Cristian seguía intentando tirar el dardo en el centro de la diana. No desistía el tío, aunque era más malo que mear contra el viento, y empezaba a tambalearse por culpa del par de cervezas que llevaba encima. —¡No aguantas nada! —reí mientras le pegaba un trago a un de las botellas. El líquido dorado burbujeó por mi garganta y no pude evitar tirarme un eructo. —¡Cerdo! —En algunos países eructar es señal de buena educación —sonreí enseñado los dientes. Cristian meneó la cabeza, dando la batalla por perdida. «Alza tu cerveza, brinda por la libertad. Bebe y vente de fiesta, y a la muerte emborráchala». No dejaba de sonar un repertorio enorme de rock de los años noventa que me recordaban a las cintas de radiocasete que escuchaban mis padres cuándo todo iba bien. Cuando aún se nos podía considerar una familia. Intenté despejar esos pensamientos. Todos tenemos recuerdos que nos despeinan el alma. Cristian y yo estábamos en un bar de mala muerte que vendía bebidas alcohólicas a menores. Nos sentíamos rebeldes adultos… Y no éramos más que dos adolescentes jugando a ser unos ignorantes. En ese preciso momento recordé cuando Lena me dijo que la ignorancia podía ser curada, pero la estupidez era eterna. Se me contrajo el pecho al pensar en ella. Hacía semanas que no hablábamos. No quería pensar… y lo único que hacía era pensarla todo el día. Me intentaba convencer de que no la necesitaba, que sin

ella todo iría mejor. ¡Si apenas habíamos hablado un par de veces! Éramos demasiado diferentes. Fuera lo que fuera lo que hubo entre nosotros, era sinónimo de equivocación. Un terrible error. Entonces, ¿por qué me sentía tan perdido? Tan solo. —¡Joder! Ni una, tío. —Se te da de pena —dije. Cristian dejó los dardos y pidió un cuenco de kikos. Se sentó a mi lado, mientras picoteaba entretenido—. ¿Cómo llevas el examen de química, el de la semana que viene? Levanté una ceja cuando Cristian sujetó bien la botella de cerveza y se bebió lo que quedaba de un solo trago. —¿Tan mal? —Fatal. ¿Y tú? —Juraría que llevo días en el mood «ahorro de energía». —¡Tú siempre estás en ese mood! —Touché —nos reímos. Fue una risa agria. Casi no pisaba mi casa, a no ser que fuera para dormir. Y si no dormía, me ponía a revisar mi pequeño secreto. Después de los entrenos de básquet, Cristian solía invitarme a su piso, aunque cada vez lo hacía menos. Comíamos bolsas de comida basura y, después, nos bebíamos un café mientras jugábamos a la Play. Él era un adicto a la cafeína de manual, juraría que más de una vez lo había visto oler su taza de la NBA con gran ímpetu. No me extrañaría que en las horas muertas que no lo localizaba (porque sí, cada vez desaparecía más y seguía sin conseguir que soltara prenda de dónde iba) se fuera a la fábrica de café para olisquear el aire. —¿Estás preparado para las pruebas de mañana? Tragué aire y lo aguanté dentro de mí, como si así pudiera dejar de ahogarme con mi histerismo. El día siguiente eran las pruebas de básquet, donde se seleccionaría el nuevo equipo y, asimismo, el capitán. El Rodoreda llevaba años yendo a buen puerto y se esperaba que ese año ascendiera de nivel, pudiendo participar así en las Ligas Nacionales de Básquet. Intenté convencerme de que seguiría siendo el capitán del equipo. Después de todo, no había estado cuatro años siéndolo para que ahora llegara alguien a arrebatarme la plaza, ¿no? Cierto. Ya no estaba seguro de nada.

—Supongo. Cristian me pasó un brazo por los hombros y me despeinó. —¡No seas capullo! Va a ir bien, le das demasiadas vueltas a las cosas. —¡Eso no es cierto, tío! —me quejé. —Sí que lo es. Llevas unas semanas pesado, pesado… Entre Jolene y el novato. Aunque oye, me alegro de que te hayas alejado de ella. No era buena para ti. «Ni yo para ella». —¡Pero si yo paso de todo! —Sí, y yo soy Linus Pauling —afirmó poniéndose una mano en el pecho. No entendí a quién se refería—. Ya sabes, ¡ese químico que sale en el examen! —Mamonazo que eres. ¡Suerte que lo llevabas mal! A ver si un día me das clases de repaso. Cristian abrió mucho los ojos y comenzó a tartamudear. —Eh, yo… Es que… Me rasqué la nuca, últimamente me costaba entender algunas de sus reacciones. —Tranquilo, que no me como a nadie —dibujé una sonrisa. Esta desapareció cuándo él se ruborizó. ¿O eran el par de cervezas que llevábamos?—. ¿Estás bien? —¡Sí! Claro que estoy bien —contestó con una voz aguda—. Solo que llevo días ayudando a mi padre y estoy algo cansado. ¿Nos vamos? Moví los hombros arriba y abajo. Algún día me acostumbraría a las mentiras. Cuando él quisiera ya me contaría qué mierdas pasaba en su vida. Cristian decidió volver a su casa caminando, no estaba muy lejos, pero yo pasaba de andar siete kilómetros hasta la mía. No me había llevado la moto porque sabía que beberíamos. Era idiota, no kamikaze. Dulce mentira. Nos despedimos en la boca del metro. Me coloqué los cascos de música y me puse a escuchar a Glaswen, un chico anónimo que hacía covers. El frío me caló hasta los huesos. El agujero negro que tenía en el pecho se extendió más cuando escuché el estribillo. «Sangre joven / Dices que quieres que yo salga de tu vida / Y yo esta noche solo soy un hombre muerto».

¿Era lo que sentía? Tal vez es eso la ansiedad. No te das cuenta de que te estás desvaneciendo. E intentas empujar ese sentimiento de agonía a un lado. No le haces caso, no existe. Cada día piensas, «solo por hoy: dejarlo estar». Luchas con tu propia mente y le dices que todo está bien. Mentira. Y el nudo aprieta… Aprieta tanto que terminas ahogándote. Te falta el aire. Sientes que no puedes más. El agujero de tu va agrietando más, se hace hueco dentro de ti. Como un virus. Pierdes las ganas; las ganas de llorar, de reír y de ser tú mismo. Las ganas existir. Ojalá en ese momento me hubieran enseñado que era la ansiedad. La importancia de la salud mental y de quererse. Ojalá me hubieran dicho que el tiempo no cura un mierda, la terapia sí. Pero no fue así, porque yo no hablaba de mis sentimientos. Te enseñan que para ser fuerte tienes que convertirte en un bloque de hielo. Y seguí por un tiempo hundiéndome más, hasta que no me quedó más remedio que salvarme. Tardé casi una hora en llegar al portal de mi casa. Caía una fina capa de agua y la humedad del tiempo era horrible. El flequillo aplastado y mojado bajo mi gorro de lana negro. Bufé. ¿Por qué no existía una primavera eterna? Me apresuré a subir las escaleras, justo cuando empecé a escuchar unos gritos. Llegué tarde, pero fue suficiente para ver a Lena derrumbándose. Me sentí terriblemente mal. Un hombro chocó con el mío. —Apártate —dijo una chica morena casi tan alta como yo. No contesté. Corrí directamente escaleras arriba, sin pensar en lo que estaba haciendo. Mi pie se interpuso en la puerta antes que ella la cerrara y agarré suavemente su muñeca. Abrió la boca de la sorpresa. Sus ojos verdes, con motas doradas, observaron los míos. Me rompí al verla. ¿Así de hundido era como me veía ella a mí? El corazón no dejaba de martillearme en el pecho. Se apartó como si le hubiera pinchado con una espina. No pude evitar limpiarle una lágrima que resbalaba por su mejilla, camuflándose entre las pecas. Bajó la mirada y, suavemente, le cogí el mentón para que me mirara. Quería ver sus ojos. Saber que estaba bien, aunque tenía claro que ella era más fuerte que cualquier otra persona. —¿Estás bien? —Sí. —No está bien mentir… —susurré.

—Fingir que te importo tampoco. Dio un paso atrás y cerró la puerta de golpe. Joder. Dolió más que si me hubieran clavado un puñal en la espalda. *** Esa noche no dormí un mierda. De hecho, me pasé las horas estudiando ese idioma que había empezado a adorar y odiar a la vez. Mi pequeño secreto. El francés. No sé en qué momento empecé a estudiarlo, pero sí por quién fue. Leo, mi hermano; en el fondo deseaba que algún día me llevara con él. Por eso me gustaba y detestaba ese acento, porque sabía que no podía soñar muy alto si no quería despeñarme. Habían empezado siendo palabras cortas y siguieron las frases básicas para viajar. «Comment allez-vous?», «Je m’appelle Noel» o, mi favorita: «Enculé». Que te den. Me desperté cuando oí la puerta cerrarse de golpe. Tenía el cuello dolorido. ¡Joder! Me había quedado dormido encima de la mesilla de noche, que hacía a la vez de escritorio. Y, además, se me había quedado la marca del cuaderno de francés en la mejilla. Un aplauso a la vida por ser tan sumamente odiosa. Renegué cuando miré el reloj y vi que apenas quedaba un hora y media para ir a clase. Guardé corriendo el cuaderno bajo el colchón y salí de la habitación de puntillas. Dejé ir el aire cuando vi que él no estaba. Me pegué una ducha rapidísima, me vestí con unos tejanos desgastados y un jersey de lana que me había prestado Cristian, y me acerqué a la cocina. Mi madre estaba limpiando, para variar. Nervioso, me pasé una mano por el cabello. Cogí una barrita energética que había en la nevera y me dispuse a irme sin decir nada. —¿Vendrás temprano hoy? —me preguntó mi madre. El corazón me dio un salto. Su voz… —¿Debería? —pregunté resentido. No. Ni por encima de mi cadáver. Me negaba a pasar horas encerrado en un cubículo que me parecía más una prisión que un hogar. Fui un egoísta. En ese momento no supe ver que no me estaba obligando a que volviera antes, sino que me pedía ayuda. Porque, al igual que yo, ella ya no soportaba más estar tan sola con sus demonios. Ni con él.

—Que vayan bien las clases, hijo. —Hice un ademán con la mano y salí de casa. Egoísta, egoísta, egoísta. Con un dedo iba dando vueltas a las llaves mientras esperaba el ascensor. Vi un destello naranja por el rabillo del ojo. Antes de que llegara supe que era ella. Lena Rose. No pude evitar sonreír cuándo vi que llevaba un peto vaquero con margaritas de colores estampadas y un jersey de lana verde menta. Todo combinado con una boina blanca que me recordaba al gato peludo que tenían los vecinos de abajo. Parecía que pusiera la ropa en un saco y la sacara sin mirar, creando así combinaciones bastante sorprendentes. Iba mirando el móvil, alterada por algo, así que no me vio. Se comió de lleno mi espalda y empezó a pedir perdón. Cuando levantó la vista palideció. —¿Tan mal aspecto tengo? Parece que hayas visto a un muerto. —Intenté iniciar una conversación. Ya me podía haber imaginado que saldría corriendo por las escaleras. Aunque me sorprendió que Lena Rose no me replicara con alguna de sus frases mordaces. Me reí. Me reí porque me estaba doliendo más de lo que pensaba. Estaba jodido. Arranqué la moto y no tardé demasiados minutos más en llegar al instituto. Quedaba un cuarto de hora para que empezara la primera clase del día: Lengua castellana. Estábamos estudiando la Celestina. La famosa tragicomedia de Calisto, Melibea y la madre que los parió. Me apostaba cincuenta pavos que el autor se había fumado toda su plantación de marihuana. No me parecía descabellada la idea que había tenido Emma, una chica de clase, el otro día. Dijo de recoger firmas para que cambiaran las obras que nos teníamos que leer para Selectividad, por otras más modernas. Así al menos leeríamos a gusto y sin traumatizarnos de por vida. Las clases pasaron muy lentamente hasta que sonó la campana que ponía fin a la última clase. —¡Tío, tío, tío! —vino corriendo Cristian. —¡Eh, eh, eh! —imité su voz. —Sé que habíamos quedado para ir a entrenar antes de la selección — hablaba demasiado rápido—. Pero tengo que irme, lo siento mucho. Nos vemos después. ¡Te debo una! Y antes que pudiera contestarle se fue corriendo. Puse los ojos en blanco. ¡Lo

mataría! Fui al vestidor para ponerme la ropa de los entrenamientos. El traje de básquet era de color amarillo. Lo detestaba. Con ese color parecía que tuviéramos un exceso de bilirrubina (gracias a las clases de Biología por ayudarme a aprender que era la ictericia), o que fuéramos pollos mojados. Saludé a varios compañeros y compañeras del equipo antes de entrar al campo descubierto. Aún no había llegado nadie. Aproveché para desahogarme. Grité de vez en cuando, para no acumular silencios. Y así fueron pasando las horas. Cuando terminé el entrenamiento a base de tiros libres, ya se habían sentado algunas personas en las gradas. Me comencé a morder las uñas, nervioso. Hice un barrido rápido con la mirada. Joder. ¿Por qué últimamente nuestros ojos se encontraban tanto? Seguro que era una burla del destino. Aparté la vista e hice caso omiso. Lena y Oliver estaban en las gradas, comiéndose una caja de Oreos. Me pregunté qué hacían allí. No hizo falta pensar mucho. El novato estaba hablando con el entrenador, quien acababa de llegar. Suspiré. Se escribe karma y se pronuncia me río en tu puta cara. Él me vio y se acercó. —Noel —dijo seco. —Novato —contesté cruzando los brazos—. ¿Preparado para morir? —¿Por qué me odias tanto? Mierda. No me esperaba esa pregunta. Tenía tantas cosas que decir que si me callaba me saldrían subtítulos. —¿Caerme mal? —le pasé un brazo por el hombro, como si fuéramos amigos de toda la vida—. Pero si me caes genial, tío. Si te estuvieras ahogando y pasara con un bote te saludaría y todo. —No seas sarcástico —hizo una mueca. Me aparté y me puse delante de él. —Si no quieres respuestas sarcásticas, no hagas preguntas de mierda. —Sabes, deberías de dejar de joder a los demás y comenzar a enfrentarte a tus problemas. ¡Nosotros no somos tus sacos de boxeo para que te desahogues! Se me desencajó la boca. ¡Qué hijo de puta! Él que sabría… Pasé por su lado y le pegué un empujón con el hombro, desestabilizándolo. —Ya puedes despedirte de tu suerte —susurré antes de irme.

En fin. Ya se sabe que quien se pica, ajos come. Mi caso no fue la excepción. Entré en el equipo, pero perdí la capitanía. Por idiota.

19 Si juegas con fuego, terminas en cenizas Ese viernes fuimos a celebrarlo a casa de Oliver. No teníamos dinero para gastárnoslo cada semana en pizzas y refrescos, así que nos comimos la famosísima tortilla de patatas que había preparado su madre ese mediodía. ¡Y qué tortilla! Parecía que quisiera disfrazarse de bizcocho mullido. Alek arrugó la nariz cuando vio la cebolla. En fin, no todos los chicos pueden ser perfectos, ¿no? Si no el mundo sería muy aburrido. Y menos caótico… Alek se había ofrecido a pagarnos la cena en un fast food, pero lo habíamos rechazado. Era el único de los tres que trabajaba en ese momento, y no queríamos que se gastara sus ahorros en tacos y nachos. Yo también había trabajado, ¡y a mucha honra! El verano anterior había hecho repaso a dos monstruitos gemelos de ocho años. Estuvieron a punto de terminar las provisiones de mi paciencia. Así que, obviamente, no pensaba malgastar los míseros ahorros que había recibido gracias a intentar educar a los mismísimos diablos. —¡Es muy fuerte que hayas entrado en el equipo directamente! —repitió Oliver por sexta vez—. ¡Eres buenísimo! «Y está buenísimo. De cerebro, obvio». —Aún no me lo creo —contestó Alek a punto de dar un bocado a un trozo de tortilla. —¡Y Noel ha perdido la capitanía! Qué fuerte, qué fuerte… —Qui firti, qui firti… —repetí para molestarlo. No dejaba de decirlo, soñaría con esas palabras. Estaba claro que Oliver no sería jamás un poeta. O sí. Después de leer el famoso poema que se había hecho viral en Twitter «¿Sabes qué? / ¿Qué? / No lo

sé», me esperaba cualquier cosa de la humanidad. ¡Bendito poema que nos había dejado con la duda a todos! Si es que parecía un thriller. —¡Es que lo es, leñe! Ha estado años para llegar allí. Eso le pasa por estúpido. Se me cerró el estómago. ¿Estúpido? Noel era estúpido, memo, engreído, cargante, idiota y tenía una deficiencia tan grande de materia gris que seguramente flotaba en el agua. Sin embargo, me sentí mal. Yo era la única que lo había intentado conocer y sabía que él no estaba bien. Nada bien. —Bueno, debía estar nervioso —me salió solo. Alek levantó una ceja. —Si consideras que estaba nervioso por quererme partir la cara, lo acepto — dijo con retintín. Preferí no seguir por ese camino de arenas movedizas. Era más de piscina que de playa. La arena me ponía nerviosa. ¿Por qué algo tan diminuto se colaba por sitios tan extraños e incómodos? —¡Se ha terminado la era del terror! —sonrió Oliver, alzando sus brazos—. Adiós al período de Noel, el muñeco diabólico. ¡Saludos a la era en que los famosos pringados seremos respetados! Era cierto. Noel no había ganado la capitanía. Su equipo había perdido en contra del equipo en el que estaba Alek. Irene, la chica que lideraba el equipo de Alek, ganó la mención de capitana. Ella nunca había sido del grupo de los populares. De hecho, su grupo de amigos, los skaters que se pasaban la hora del patio comiendo pipas y fumando pitis repugnantes, era del grupo de los pringados. En fin, según Noel y su tropel todos los que no íbamos con su grupo de populares, éramos unos fracasados. Qué irónico, juraría que fracasado significa persona desacreditada a causa de los fracasos padecidos en sus intentos o aspiraciones. En lengua moderna: una persona que ha fallado o no ha alcanzado su objetivo. Creo que no se necesita un letrero neón fucsia para saber que en ese mismísimo momento esa frase rezaba el nombre de alguien: Noel Martín. Así que el arte que tenían los adolescentes para extender rumores había surtido efecto. En ese mismo instante todo estaba del revés. Algunos populares habían dejado de meterse con los deshonrados (prefiero esta palabra a la de pringados), y estos últimos comenzaban a no agachar la cabeza. Oliver se había

referido a la famosa escena de la película High School Musical en la cafetería y había estado horas cantando Stick to the Status Quo (no hace falta confirmar que no servía ni para poeta, ni para cantante). En fin, siempre debería haber sido así. Las personas son únicas y especiales. Algunas más especiales que únicas. —¡Por fin puedo descansar! —gritaron desde la puerta, sorprendiéndonos a todos. Entró la madre de Oliver, repiqueteando con fuerza y se tiró justo en el sofá que había a nuestro lado. Se sacó los taconazos que llevaba. Carme nunca había sido una mujer vergonzosa, siempre lucía sus curvas con estilo y practicaba deporte extremo corriendo con esos tacones. —¡Lena, cariño! ¿Cómo estás? ¿Qué tal tu madre? —se rio mientras nos miraba—. ¡Ey, Alek! —Sí, mamá. Sigo vivo. No he quemado el piso. Gracias —murmuró Oliver, poniendo los ojos en blanco— ¿Y papá? —Ahora viene, estaba aparcando. ¡Por cierto! Menos mal que hoy no estabas en la tienda, Alek. De verdad, la gente…. Como me dijo Lena, hay gilipollas esféricos. Los mires por donde los mires, seguirán siendo sumamente estúpidos —comentó guiñándome un ojo. Me reí. —No sabía que trabajabas en la mercería, Alek. —Lo miré. Dibujé una sonrisa ladina, divertida por la situación. —Sí, así ayudo a mi madre a pagar las deudas —sonrió—. ¿Quieres que un día te enseñe los camisones de encaje? Oliver escupió el refresco que estaba bebiendo, con los ojos muy abiertos. Me puse bien las gafas. Error 404: Not Found. Si seguía hiperventilando así se empañarían. No quería que Alek ganara ese asalto, avergonzándome. —¡Sí, Lena! Deberías pasarte un día —añadió Carme, empeorando la situación—. Ha llegado un nuevo encargo que te encantaría. ¡Las transparencias están de moda! —Me pasaré. Será interesante ver qué camisón crees que me quedará mejor, Alek. —Nuestros ojos se conectaron, retándonos. Era competitiva de nacimiento. Jaque mate. —¿Qué ha pasado aquí, que no me he enterado? —Oliver frunció el ceño.

Justo sonó mi móvil. Palidecí cuándo vi el nombre. —Oliver, me acompañas un momento. No fue una pregunta. Él asintió, extrañado por mi cambio de humor. Alek no dijo nada, lo agradecí. Fuimos a la habitación de mi mejor amigo y la cerré con cuidado. Era una habitación pequeña, adornada con posters de influencers (algunas influmierders) y modelos de ropa que hacían posturas extrañísimas. ¿No les dolía la espalda arqueados de esa manera? —¿Qué pasa, L…? —Antes que pudiera terminar de preguntar le enseñé la pantalla dónde estaban las llamadas perdidas. —¡Joder con la que la parió! ¿Es ella? —Oliver, no conocemos ninguna Ronnie más —dije disgustada. Tenía cuatro llamas perdidas de Verónica. No le había contado a Oliver lo que había pasado porque pensé que no volvería a ocurrir. Que se volvería a olvidar de nosotros. Como siempre. —Hace unos días me vino a ver… —¿Y no me lo contaste por…? —¿Porque pensé que no valdría la pena? Para qué gastar las energías con una persona como ella, sería como gastar energía regando las plantas mientras llueve. —Lo pillo, lo pillo —dijo alzando las manos—. Verónica es una cerda. —Una egoísta. —Pero una cerda que se ha equivocado mucho. —Me pasó un brazo por el cuello y me hizo sentarme a su lado en la cama—. Lo que pasa es que ella aún no lo sabe. Está ciega, Lena. Ciega de amor y de odio a sí misma. Y nosotros debemos ayudarla. —¿Cómo? No se puede ayudar a una persona que huye de la verdad —dije seria. —Pareces toda una detective, como ese Hulio Potorrot de la escritora de misterio. Esa de la que tanto hablas. ¿No te gustaría estudiar criminología? —Se llama Hércules Poirot, un personaje de Agatha Christie y… ¡oye, no me cambies de tema! —Perdón, perdón. Pues eso, que debemos ayudarla. —¿Cómo? —negué con la cabeza, viendo la causa perdida.

—Ayudándola a reencontrarse, que vea la verdad. Y ahora tú puedes hacerlo, calabacita. Con paciencia. —El saldo de mi paciencia se agotó hace tiempo, y estoy pobre para renovarlo —puse los ojos en blanco. Ambos pegamos un salto cuando mi móvil empezó a sonar. Volví a respirar cuando vi que se trataba de Doña Cecile, mi madre. Me había enviado un audio de WhatsApp. «Bonita, he ido al centro de Barcelona a hacer unos recados y estoy volviendo a casa. ¿Quieres que te pase a buscar? Aunque si vas borracha o alguna tontería me avisas, que doy media vuelta. No quiero que vomites en mi coche, que hoy lo he limpiado. Bueno. Eso cariño, que paso a por ti. En casa de Oliver, ¿verdad?». Le contesté con un «Sí» y una carita de ángel, para que no se preocupara. ¿Desde cuándo se creía que yo bebía? ¡Solo fue una vez! Y nunca más. El alcohol mata las células grises y te deja atontado. ¿En qué momento se había vuelto tan normal beber cada fin de semana hasta perder los sentidos? ¿En qué momento se había normalizado consumir una droga en los jóvenes? Algunas veces, incluso mis amigos, me miraban extraño por no querer beber cervezas. ¡Que teníamos casi dieciocho años! Nos creíamos adultos y no llegábamos a mocosos. Además, era obvio que las experiencias más ridículas de la vida tenían una palabra de siete letras: alcohol. El agua no solucionará tus problemas, pero el alcohol tampoco. Yo lo sabía bien. Mi madre me hizo una llamada perdida y me despedí de Oliver, dándole un abrazo de oso, que él correspondió. Oliver siempre fue la calma en mi vida, aunque él fuera más de crear ventiscas. Pero nos comprendíamos y nos ayudábamos. Con él podía tener mi esencia propia y sabía escuchar todo aquello que yo no decía. Le quería mucho. —¡Hasta luego! —grité mientras salíamos al ascensor—. Dile adiós a tu madre y a tu padre de mi parte. —Ya se lo diré, a no ser que me deje traumatizado con sus cantos de ópera en la ducha. Le di un leve golpe en el hombro, riéndome. —¿Y de mí no te despides? —contestó un coqueto Alek.

Se apoyó en el marco de la puerta con los brazos cruzados y las cejas levantadas. —En fin, las hormonas. ¿Quién las entiende? —dijo Oliver mientras levantaba las manos, rindiéndose, y nos dejaba solos. Traidor. —No sabía que me echarías de menos —dije a la defensiva. Se acercó y me quedé muy quieta. No me lo esperaba. Me dio un beso en la mejilla, muy cerca de mis labios. Se me formó un nudo en el estómago. ¿Ese era su jaque mate? ¿Su juego desde el principio? Intentar seducirme para bajar mis defensas y conseguir superarme en el instituto. Já. Que se lo creía. Y él sabía que la atracción mental es mucho más fuerte que la física. De una mente no te libras jamás. Lo separé y le puse un dedo encima de sus labios. Me arriesgué. Nuestros ojos conectaron y fue más íntimo que cualquier otro movimiento. Todo mi interior tembló. —Si juegas con fuego terminarás quemándote. Conmigo no juegues — susurré cerca de sus labios y me fui. *** Mi madre esperaba abajo, en su furgoneta azul antiquísima pero que amaba como a nadie. Me subí, aun temblando por dentro, y le di un beso en la mejilla. —¿Cómo ha ido el partido? —sonrió mientras comenzaba a conducir el trayecto hacia casa. —Bien, Irene Moliner ha ganado la capitanía y Alek ha entrado en el equipo. —¿El primo de Oliver? —dijo Doña Cecile. Asentí—. Parece un buen chico. Sí. Un buen chico, con letras mayúsculas. Le estaba comenzando a maldecir por haber entrado en mi vida. —Nada, nada. Un chico normal y corriente —solté de golpe. Mi madre levantó las cejas. —¿Así que te gusta? Mierda. Mierda. Mierda.

—¿Cómo me va a gustar? Lo acabo de conocer. Además, ya sabes que los científicos han hecho estudios y dicen que para enamorarse se tardan noventa minutos de conversación íntima con preguntas y respuestas sinceras. ¡Y no hemos tenido tanto tiempo! Que estamos en segundo de Bachiller. Yo solo tengo tiempo para llorar cada noche por los exámenes que vienen, desear que la Selectividad pase rápido y rezar para que no me quiten la matrícula de honor. —Cariño mío, ya lo hemos hablado muchas veces. Tenemos el dinero necesario para que puedas estudiar donde quieras. ¡Así que no te autoflageles! Te querré igual. Ya, lo sabía. Pero los hijos siempre intentamos demostrar más a nuestros padres, y allí estaba yo. Compitiendo para conseguirla. Me quedé mirando a mi madre y, de repente, me puse a reír a pleno pulmón. No podía ser. —¡Oye! ¿Qué pasa? ¡Me has asustado! —Disculpa, disculpa —me reí—. Pero… ¿Y esa sugilación? —¿Sugusqué? Por dios, Lena. Habla bien. —Sugilación, chupetón, hematoma. El moretón que tienes en el cuello —me reí a pleno pulmón. Nunca había visto a doña Cecile tan avergonzada, parecía un tomate. Se habían cambiado las tornas, ahora ella era la niña y yo su madre. Con un mechón de su cabello rubio se lo tapó. —Así que, haciendo cochinadas, ¿eh? —Moví las cejas arriba y abajo. Ella y yo siempre habíamos tenido muchísima confianza. Así que me dolió que evadiera el tema y me mintiera. Sé que era mi madre, pero nunca había tenido reparos en contarme su vida privada. ¿Por qué todo el mundo parecía tener secretos? Ah, mierda. Yo también los tenía. —Fue un golpe, nada más. —Sonrió abochornada—. Ala, ya hemos llegado. Encontramos aparcamiento delante de casa, todo un privilegio teniendo en cuenta que era un viernes a las diez de la noche. A decir verdad, el barrio donde vivíamos no tenía mucho movimiento nocturno. De vez en cuando, algunos descerebrados se movían por allí, intercambiando substancias extrañas. Abrimos el portal y subimos el ascensor. Nada más salir lo vi delante de su puerta mirando el cielo abierto del patio de vecinos. —Ahora vengo mamá, no tardaré mucho.

—¿Así que también te gusta el vecino? —susurró divertida. —¡Mamá! —le lancé una mirada de advertencia que ella entendió. Asintió y se fue. Noel tenía un cigarrillo entre los dedos, aunque a decir verdad no estaba ni encendido. Su cabello revoloteaba por el aire y la chaqueta de cuero desgastada le venía grande. De lejos parecía alguien valiente, capaz de deslumbrar a la luna y cazar todas las estrellas. Sin embargo, cuando me acerqué lo vi tan pequeño. —Buenas noches, Noel. —Noches, porque para bueno ya estoy yo. Hay millones de palabras y de expresiones, pero no era posible combinarlas para expresar lo que sentía en ese momento: lo quería noquear con un sartén. Cambié de tema. —No sabía que fumaras. —No lo hago —dijo pasivo. —A ver si adivino. Ahora quieres parecerte a ese personaje de Bajo la misma estrella que vimos en clase. Noel bufó, pero apareció la sombra de una sonrisa irónica. —La toca huevos de la clase lo tenía que decir. Pero siento destrozar tus fantasías, no es por eso. —Y es por… Él se giró de espaldas a la barandilla y se recostó en ella, mirándome con las cejas levantadas. Sus músculos estaban tensos y se mordió el labio nervioso. —¿Por qué tienes la necesidad de saberlo todo? Eres bastante insoportable. Abrí los ojos. ¡No había dicho eso! ¡Zoquete! Fruncí los labios y arrugué la nariz. —Paso, contigo no se puede. —Me giré para irme. Igual todo era mi culpa por esperar algo de él. Noel me cogió de la muñeca, girándome y acercándome a él. Tuve que levantar la cabeza para mirarle los ojos. —Deberías dejar de hacer esto. —Él me soltó y yo me crucé de brazos, esperando su explicación de por qué era tan sumamente idiota. Él cogió aire. Sus ojos se volvieron más oscuros.

—Sé que si lo hago no habrá vuelta atrás. Pero qué mata antes, ¿odiarse o fumar? Debería haberme esperado una respuesta así. Me volví blanda ante esa sinceridad tan aplastante. —Dejar de odiarse tiene solución. Curar tus pulmones no. Deberías… —Debería saber que quiero; debería conocerme a mí mismo; bla, bla, bla. Pero hoy no me apetece hacer turismo dentro de mí. Hoy no. Estábamos demasiado cerca. Su aliento acariciaba mi piel, dejando un rastro de llamaradas que se apaciguaban con el frío del invierno. Quería alejarme, correr lejos de él. Sé que era lo mejor, pero el mundo se estaba desvaneciendo. Era una noche sin estrellas donde solo existíamos él y yo. Lo odié por crear ese momento. Creo que él también lo hizo. —No puedo cambiar. Mentira. No quiero cambiar. No pueden romperme si yo soy el primero en hacer daño. —El problema es que ya estás roto, Noel. Te estás autodestruyendo. Deberías buscar ayuda. Una carcajada agria brotó de su garganta. —¿Ayuda? ¿De quién? ¿Del espíritu santo o de Papá Noel? Di un paso para atrás. —A no ser que el espíritu santo o Papá Noel sirvan como psicólogos, que lo dudo mucho porque ambos no existen… —¡Me acabas de destrozar la infancia! —Puso los ojos en blanco. —¡Deja que termine de hablar! —No hay nada de qué hablar. Me froté los ojos con las manos. Estúpido y engreído. Esa vez fui yo quién lo cogió del brazo para que no eludiera el tema y se escapara. Noel estaba roto y, aunque había pasado de mí durante dos semanas, tuve la necesidad de darle una segunda oportunidad. Quería entenderlo, romper esa coraza llena de espinas que se clavaban en su piel; quería que volviera a ser humano. Y, sobre todo, quería que aceptara mi ayuda. Me dolía ver alguien de aquella manera. —No voy a permitir que te acobardes y te rindas, Noel. ¡No lo voy a permitir! Estaré loca, aunque loca significa que he perdido la razón, y yo tengo

claro lo que quiero. Odio que te rindas, no seas cobarde. No huyas para no tener que lidiar con el dolor. Una de mis frases favoritas era «si alguien pudo hacerlo yo también puedo, y si nadie lo ha hecho nunca yo seré la primera». —¿Y qué pretendes hacer? ¿Cambiarme el cerebro y convertirme en un Frankenstein? —Eso estaría bien. Aunque Frankenstein, Víctor Frankenstein, es el científico que creó al monstruo que todo el mundo conoce. Este último se creó a partir de partes diferentes de cadáveres. —No ayudas así. —De acuerdo, haremos esto. Te ayudaré a conocerte a ti mismo. Como te dije la primera vez, antes de que olvidaras que existo, harás lo que te diga sin preguntas ni rechistar. Será todo un experimento ver si realmente tienes corazón o eres un humano con tendencias idiotas. —Qué ánimos me das —refunfuñó. —¿Aceptas o no? —Eres peor que el karma. Está bien. Nos vemos. Entré en mi casa, sonriendo por mi pequeña victoria. Todo había sucedido deprisa y sin pausa. Sin planearlo. Me gustó. Ojalá fuera eterno todo aquello que nos hace sentir bien.

20 Que el miedo no te impida seguir soñando «¡Que llueva, que llueva! La virgen de la cueva…». Maldije a los mocosos del segundo A. Estaban todo el día cantando canciones tan aborrecibles que yo estaba planteándome seriamente si era más rápido suicidarme tirándome por la ventana o colgándome con la cortina de la ducha. ¡Normal que fuera a llover! Qué casualidad que la tormenta hubiera llegado justo en el momento que esos críos habían abierto el pico. Me pasé toda la mañana del sábado en el habitáculo lleno de polvo que se había convertido mi habitación. Era claustrofóbico. Una capa fina de vaho seguía empañando la diminuta ventana enrejada y las gotas de lluvia repiqueteaban en ella, creando armonías fáciles de olvidar. Mi madre había salido a comprar aprovechando la calma de la tormenta y mi padre, para mi desgracia, estaba tirado en el sofá. Me quise morir cuando llamaron al timbre a las doce del mediodía. «Que no sean los Testigos de Jehová, por favor. Los jodidos Testigos de Jehová». No quería hablar con nadie. Miré por la mirilla de la puerta. Llamémoslo karma, llamémoslo mala suerte. Lena Rose, vestida con un chubasquero amarillo que combinaba con su melena pelirroja y una mochila azul grisáceo, me miraba sonriente. —¡Buenos días, vecino! —gritó. Enarqué una ceja. —¿Desde cuándo me saludas así de efusiva? —Ella me imitó y también intentó enarcar una ceja, a pesar de que no le salió bien y tuvo un claro parecido al asno de Shreck. —No lo sé, Noel. Según la RAE la palabra vecino significa que habita con otros en un mismo pueblo, barrio o casa, en vivienda independiente. Y dado que vives al lado de mi apartamento y que incluso oigo cuando vas de vientre, porque ya sabes, las paredes son de papel, pues juraría que somos vecinos.

Me sonrojé. —¡Es broma, es broma! —Hizo un ademán con las manos quitándole importancia—. Lo de que te oigo cuando evacuas tu vientre. Aunque alguna flatulencia sí que la he escuchado. Ahora, lo de que eres mi vecino es real. ¡Maldita cría! —¿Qué quieres, pecosa? —renegué. Qué apodo más original. Me crucé de brazos. No dejaba de mirar de reojo a través de la puerta, suplicando que él no apareciera. —Una vez a la semana, ya te lo dije. —¡Pero eso se avisa! No me has dicho nada. Además, es sábado. ¿Quién cojones me mandaría a mí aceptar? Siempre estaba a tiempo a decirle que no. —Es catorce de marzo. —¿Y? San Valentín fue hace un mes, hoy no es día de citas. —¿Te vienes o no? No tengo todo el tiempo del mundo. Suspiré. Lena Rose era mi peor pesadilla. Sin embargo, era mejor que quedarme prisionero en casa. Oí que alguien carraspeaba. Me puse tenso de inmediato, la vena del cuello se me hinchó y dejé de respirar. Unos pasos se acercaron, parecía que en cualquier momento el edificio se derrumbaría. Uno, dos, tres pasos… Su aliento pegado en mi nuca. —¿Y tú eres…? —El olor a tabaco y alcohol que desprendía se mezcló en el aire. Quise vomitar. Desgraciado. —Lena Rose, encantada de conocerle, señor Martín —dijo Lena. No se le dibujó ni un atisbo de sonrisa—. Soy estudiante del Instituto Rodoreda. Noel y yo debemos hacer un trabajo de química para la nota final y habíamos quedado hoy. Puede venir a la biblioteca, ¿verdad? ¿Por qué Lena Rose estaba mintiendo? Se había hecho mayor de un momento a otro, se mantenía autoritaria y con la cabeza bien levantada. Sin temor. —¿Eso es verdad, hijo? —Me miró y puso una mano en mi hombro. Me sentí pequeño. Escoria infeliz. Tenía los puños tan apretados que los nudillos se habían vuelto blancos. Tragué saliva.

—Sí. —Pues hubieras avisado —exclamó dándome un manotazo en el hombro. Me encogí—. Anda, ve. A ver si así sacas buenas notas y me das alguna alegría. Fue una suerte que no le cerrara la puerta en la cara a Lena. Cuando la miré, ella tenía el ceño fruncido. Sus ojos brillaban, eran puro fuego. Los que hemos estado en el infierno reconocemos las llamas en las miradas. Me mordí la lengua. —Voy a buscar la mochila. *** Jamás en la vida había tardado tan poco. Me había vestido con una sudadera simple roja y unos tejanos rotos en las rodillas. La primera vez que Cristian los había visto me contestó que si era una nueva moda para enseñar los huevos. Le contesté que así sería más fácil que me los comiera por debajo del culo. Mamón. —¡Es mejor ir en moto! —me quejé. Lena Rose seguía caminando hacia la parada de metro. —Ha estado lloviendo y está todo mojado. La adherencia del suelo está reducida a la mitad y teniendo en cuenta que la moto solo tiene dos ruedas como punto de apoyo, la probabilidad de tener un accidente es más alta. ¡Es la segunda vez que te lo explico! Córcholis. —¿Y dónde vamos? —Me prometiste el día de la fiesta de Jolene que no harías preguntas. — ¡Ha llovido mucho desde entonces! Además, yo no dije nada. Eso lo dijiste tú. No habló más hasta que llegamos al andén del metro. Media hora en la que ninguno de los dos dijo nada. Fue un silencio cómodo, donde compartimos un momento de paz. Esos minutos de tranquilidad me ayudaron a serenarme. Era hora en punta y, aunque fuera fin de semana y estuviera el cielo grisáceo, el metro era una lata de sardinas. Casi a trompicones nos metimos en el último vagón, donde encontramos un asiento disponible. —Siéntate tú —dije. —No, gracias, prefiero estar de pie. —Pues vale. Me senté y comencé a morderme las uñas inquieto. Ya casi ni me quedaban.

Lo dejé de hacer cuando Lena me lanzó una mirada y castañeó los dientes, indicándome que me pasaría si seguía haciéndolo. Su célebre frase sobre los problemas que causaba morderse las uñas se me había quedado grabada a fuego en el cerebro. Llevábamos dos paradas cuando el metro frenó de golpe. Fue brusco. Lena se trastabilló y la cogí de la cintura antes de que se cayera, quedando sentada encima de mis piernas. Pestañé. Su rostro estaba demasiado cerca de mis labios. Tenía el pelo revuelto y las pecas desorganizadas. Era tan humana… Y, aun así, parecía de otro planeta. Salvaje e indomable. —Noel. Si en ese momento me hubieran preguntado que sentí no hubiera sabido que contestar. Vi la luna donde no existía. Como un gilipollas, me imaginé cosas que jamás pasarían. —Noel —volvió a decir. —¿Qué? —susurré. Sus mejillas estaban rosadas. Ostia puta, estaba demasiado cerca. Me mordí el labio, nervioso. —Gracias por ayudarme, pero ya puedes soltarme. ¡Joder! Mis brazos habían estado sujetando su cintura. La solté de inmediato. Mierda, mierda, mierda. Qué vergüenza. Los minutos hasta nuestra parada pasaron lentos y llenos de inseguridades. Fue incómodo e intenso. Hay que saber elegir con quien complicarse la vida. Casi lloré de alegría al llegar a nuestra parada. Respiré profundamente cuando salimos de la boca del metro, dejando escapar la ansiedad. La brisa marina me despeinó. El frío caló hasta los huesos y el vaho cubría el aire. Lena miró su reloj de pulsera y sonrió. —Llegamos puntuales, ¡como a mí me gusta! —¿Vamos a la playa? Ella asintió. Agradecí cuando pareció que volvíamos a la normalidad. —¿En invierno? Estás loca. —No estoy loca, no nos vamos a bañar. —¿Y qué quieres hacer? —sonreí burlón. —Por aquí cerca hay una zona nudista. ¿No lo sabías? Me ahogué. ¿Qué estaba diciendo? —Además, con el sol que hace seguro que nos pondremos morenos —

ironizó. —Estás mal de la cabeza. —Me hice el ofendido, pero sonreí para mis adentros ante el sarcasmo de Lena. Caminamos varios minutos, adentrándonos en la arena húmeda de la playa. Lena tuvo que esperar a que me quitara los zapatos. Para unas deportivas que tenía nuevas, no las iba a destrozar llenándolas de barro y agua con sal. Lena se negó a quitarse las botas de agua que llevaba. Dijo que la arena la incomodaba y que le tenía aversión (vamos, que le daba asco, pero en lenguaje… leniense). Guardé los zapatos en la mochila. Me sentí vivo cuando mis pies acariciaron la arena húmeda. El frío recorrió todo mi cuerpo, regalándole un instante de paz. Sentí lo mismo que cuando era pequeño y pisaba la arena en verano. Me quemaba los pies, pero me daba igual porque sabía que correría hacia el mar. Ojalá fuera siempre así. Saber que al final del camino encontrarás algo o a alguien que te acunará. Visualicé un grupito de personas y no tardé en darme cuenta. ¿Nos dirigíamos a ellos? ¿Por qué cojones íbamos hacía allí? —Lena, ¿dónde coño me has llevado? —A la playa —contestó—. Es obvio, ¿no? —No me jodas… Me cagué en todo cuando me di cuenta de que había un par de chicas en el grupo que conocía de clase. Tragué saliva. Si es que había sido una mala idea aceptar la propuesta de Lena. Con qué facilidad se va todo a la mierda. Observé a ambas chicas y recordé que eran gemelas. Alguna vez habían ido con Lena en el mismo grupo de trabajo en clase y las dos parecían igual de inaguantables. Unas sabelotodo. No me acordaba de ni de cómo se llamaban. —¡Lena! Menos mal que has llegado. Rubén me acaba de llamar diciendo que ya está llegando. Tiene el material en la furgoneta —contestó la chica morena. Fruncí el ceño, su voz taladraba cerebros. —¡Genial, Paola! —Así que Paola era la morena. La otra era peliazul y bajita, pero tenían un claro parecido—. Angela, Paola. Os presento a Noel —dijo sonriente. Paola, la morena, se encogió ante mi presencia. Angela, la peliazul, se irguió y frunció el ceño. Me miró de arriba abajo, sin miedo. No quería ser antipático, pero mi amabilidad era selectiva. —¿Qué miras? —bramé.

Lena se pegó una palmada en la frente, como si no supiera que hacer conmigo. En parte, tenía razón. Pero en ese mismo momento la odiaba. ¿Cómo había sido capaz de llevarme allí? Ahora habría gente que conocería la penosa relación que tenía con Lena Rose y mi baja reputación no necesitaba aquello. —¿Eso es una bruma? — contratacó la peliazul. —Déjalo Angela, está aprendiendo. —¿A ser un imbécil? —bufó. —Dale una oportunidad —contratacó Lena—. Él puede hacerlo, lo sé. Y me cogió de la mano mientras nos uníamos en el corro de personas que se había formado. Me saltó el corazón, no estaba entendiendo nada. Había otros grupos en varias áreas de la playa. El nuestro estaba formado por una treintena de personas. Angela y Paola se unieron a nosotros con desgana. Un chico alto y rubio se situó en el medio, enseguida supe que era Rubén. Él y varias personas más llevaban maletas llenas de guantes de tela, bolsas de un material biodegradable que no reconocí y diversos utensilios más. —¡Buenos días, querides! —habló Rubén. Levanté una ceja sorprendido. ¿Por qué hablaba de aquella manera?—. Antes de todo, gracias por venir. Ya sabéis que hoy es catorce de marzo y que, por lo tanto, 120 países se unen con un objetivo común: limpiar las costas y las playas contaminadas. ¡Y nosotres no somos menos! Hubo un aplauso colectivo y varios silbidos de admiración. ¿Había dicho limpiar playas? —Seguramente terminemos empapades y caminando bajo la lluvia. Y pido disculpas adelantadas por los posibles resfriados, y la cantidad de dinero que os tengáis que dejar en infusiones y sopas. —Risas—. La tormenta ha dejado un rastro de plásticos y basura descomunal. Si es que me sorprende que no nos hayamos extinguido. Las playas deberían prohibir a las personas y no a los animales. —Toda la razón —me susurró Lena al oído. —Así que, por favor, tomaros esto en serio —siguió diciendo Rubén—. Tenéis una pequeña parte del mundo en vuestras manos. A nuestro grupo le toca limpiar la playa de la Nova Mar Bella, ¿estáis preparades? —¡Sí! —gritaron al unísono. Me morí de la vergüenza.

Emprendimos la marcha. Lena iba hablando libremente con Angela, quien me ignoraba con todo su corazón. En cambio, Paola me observaba incomoda. Odié que me mirara así. Como si fuera un monstruo. —Paola, ¿verdad? —dije en un arrebato de confianza. Ella se sobresaltó y asintió. —No sabía que me conocieras… —susurró tímida. Me pasé una mano por el pelo. Maldije a Lena por hacerme pasar por aquello. —Vamos a la misma clase —contesté. Subí y bajé los hombros, como si fuera una obviedad. —Ya. El silencio nos volvió a invadir. Era incómodo intentar tener una conversación con alguien que parecía sacada de Saturno. Parecía que nunca hubiera visto una persona de carne y hueso. —¿Nervioso? —soltó de repente. —Nada, un poco. —¿Es tu primera vez? —¡No! Ya había estado nervioso antes. Si me hubiera comido una sopa de letras hubiera cagado frases mejores que esa. Paola se rio modestamente. —Sabes… No pareces tan inalcanzable como dicen en clase. Abrí muchos los ojos. —¿Inalcanzable? ¿Yo? ¿Por qué? —Eso dicen. Siempre vas con esos aires de superioridad y de chico rompecorazones… Eres un cliché —añadió tímida—. Das miedo, ¿sabes? Angela, mi hermana, dice que pareces una sardina con aires de caviar. —Qué maja tu hermana —contesté. Pero me dolió. Así terminó la conversación y mi cuerpo se desbordó. Me sentía fuera de lugar en ese sitio. Cómo si me estuvieran obligando a bajar las defensas. Me mordí el labio con fuerza, notaba un nudo en el pecho. Me clavé las uñas en las palmas. ¿Qué hacía allí? ¿En qué momento había terminado con esa gente? ¿Por qué tanto esfuerzo estaba resultando en nada? Tres ridículas normas: no hablar con los pringados; no tener nunca sentimientos; mantener mis secretos. Solo eran tres normas que se estaban

desmoronando, como la arena de la playa que revoloteaba por el aire frío. —¿Estás bien? —Me sobresalté. Lena me había cogido de la mano con suavidad y me miraba con el ceño fruncido. No sé en qué momento nos habíamos apartado del grupo. Noté cómo me faltaba el aire. Perlas de sudor frío me caían por la frente. Ella me puso una mano en el pecho. —Mírame, Noel. Mírame. —murmuró. Me obligó a mirarla, pero yo no veía nada—. Está todo bien. ¿Todo bien? Ni en sus sueños. Respiré hondo y, de un momento a otro, forcé otra capa de hielo dentro de mí. No quería romperme más, aunque el hielo cuando se derrite deja paso a un montón de grietas. —¿Mejor? —Sí —dije firme, y comenzamos a andar hacia la playa—. Solo ha sido una tontería. Ella me miró poco convencida, pero no dijo nada más. Llegamos a la playa que nos correspondía e hicimos subgrupos. Lena, Paola, Angela, dos chicos más y yo formamos un equipo. Nos tocaba limpiar la zona de las rocas. Comencé a recoger botellas y plásticos. Recé para no encontrarme condones utilizados. ¡La gente era una guarra! —Noel, es importante que te pongas los guantes de tela con plástico reforzado para evitar que te cortes —Paola quiso ayudarme. Angela me miró con rabia. —Déjalo. Si se corta será su problema. El odio que me tenía esa chica era inmensurable. Me pregunté que le había hecho para que le cayera tan mal. —¿En serio, Angela? —Lena me defendió, molesta—. ¿Por qué no intentas ayudarlo? Es su primera vez aquí. Deberías estar agradecida que haya más personas que se interesen por limpiar las playas. Angela bufó, se hizo una coleta desaliñada y cogió su bolsa de basura. —Bien, de acuerdo. Noel, vamos. Vendrás conmigo, comenzaremos por esa parte de las rocas. Pero si te caes entre ellas y te rompes el cráneo no será mi problema Busqué a Lena con la mirada. Ella me hizo una señal de que todo iría bien. —Qué confianza —murmuré, irritado. Morir joven no era mi opción

favorita. Seguí a Angela, que daba traspiés para llegar a la otra parte de las rocas. Nos pusimos manos a la obra, en silencio. La tensión se podía palpar en el aire. No pude aguantar más. —¿Por qué me odias tanto? Angela no se esperaba esa pregunta. —¿Me lo preguntas en serio? —De acuerdo, estaba irritada. —¿Tú que crees? — ella cogió aire. —De verdad, a veces no te entiendo. Y creó que jamás lo haré. No sé qué ha visto Lena en ti. Siempre tratas a la gente como si fuera una puta mierda, ¿sabes? Fue un golpe de puño en el estómago. Tenía razón… Aunque seguía pensando que si pisaba primero yo, nadie me haría daño. Me mordí la lengua y apreté los puños, para no irme corriendo. No quería abandonar a Lena otra vez. Angela se sacó los guantes, haciendo tiempo, y se me quedó mirando con las cejas levantadas. Suspiró. —Bueno, supongo que si Lena ha te ha traído es por algo. Ven, te contaré como hacerlo bien. Me acerqué a ella, con un nudo que me oprimía el pecho. La tentación de huir era cada vez más grande. Pero necesitaba intentar ser mejor persona. No por los demás, sino por mí mismo. Lena tenía razón en eso. —Primer punto: es importante saber qué debes coger y que no. Hay cosas que parecen basura o plástico, y puede que no lo sean. Como los huevos de algunos animales. —Apuntado —farfullé. —Segundo punto. ¡No cojas conchas! —¿Por? —protesté, extrañado. De pequeño mi hermano y yo siempre recogíamos conchas entre risas y la calidez del sol. Angela se puso otra vez los guantes. —Hay muchísimos organismos, como los cangrejos, que dependen de las conchas. Así que es importante que las conchas se queden en las playas. Si te las llevas habrá un impacto brutal en el ecosistema. Abrí mucho los ojos. ¿Cómo podía ser que un gesto tan inocente pudiera

provocar tanto daño? Comenzamos a recoger la basura. Angela cada vez me ayudaba y hablaba más. Yo solo la escuchaba, mordiéndome la lengua para no soltar ningún comentario sarcástico. Tenía que intentar no joderlo todo. Al finalizar, empapados hasta las rodillas y convertidos en cubitos de hielo, me sentí un poco mejor conmigo mismo. Fue como abrir un poco más los ojos ante una sociedad que no cuidaba el planeta. Habíamos convertido el mar en un basurero. Nos merecíamos la extinción. Busqué a la pelirroja, que tenía el cabello encrespado y una sonrisa que no le cabía en la cara. El cielo vibró, anunciando una tormenta eléctrica. La pelirroja pegó un pequeño respingo. —¡Nos vemos en clase, chicas! —dijo Lena risueña mientras les daba la mano a Angela y Paola. Me hizo gracia que se negara a darles dos besos. Hice un ademán con la mano, despidiéndome de ellas. Aún se me hacía extraño estar allí, pero una pequeña parte de mí estaba en paz. —¡Noel! —gritó Angela, la peliazul. Me asombró que se dirigiera a mí a grandes zancadas. Bajó la voz cuando estuvo a mi lado—. Eres bastante sinvergüenza, que lo sepas. Pero pienso que los aires de superioridad que llevas son porque en realidad eres una persona insegura. Lena tiene buen ojo, y sé que si ella confía en ti es por alguna razón. No la cagues. Me guiñó un ojo y se fue. Aún hoy en día pienso que marcó un antes y un después en mi vida. No sabría decir el por qué, pero mi corazón se derritió un poco. Caminamos deprisa, queriendo llegar al metro antes que empezara a diluviar. Pista: no llegamos a tiempo. Los truenos se volvieron más intensos y en un pestañeo estaba lloviendo a cántaros. Lena escondió su mochila bajo su chubasquero, lo cual no sirvió de mucho. Estaba empapada de la cabeza a los pies. Iba dando pequeños gritos cada vez que un trueno sacudía Barcelona. Me reí. —¡Corre! —chilló cuando un relámpago partió el cielo en dos. Empezó a correr sin esperarme para llegar a la boca del metro. Lamentablemente, nos habíamos alejado bastante. Estábamos perdidos en medio de una calle. —¡Espérame! —grité muerto de la risa al ver que parecía un cervatillo pelirrojo.

Comencé a correr detrás de ella y la cogí en volandas, situándola encima de mi hombro. —¡Suéltame, besugo! Frené bruscamente y ella chilló de la impresión. Se agarró a mi cuello. Nuestros rostros se rozaron. —¿Qué dices? ¿Qué quieres bailar bajo la lluvia? —le dije divertido. El corazón me iba a mil. —Dicen que el secreto de los días de lluvia es saber musicalizarlos — contestó con una sonrisa en la cara. Llevaba el pelo pegado en el rostro y sus ojos chispeaban. Sonrió, enseñando sus diminutos dientes que parecían de ratón. —¿Me estás diciendo que cante? —sonreí, colocándole un mechón que se le pegaba en la frente detrás de la oreja. Qué demonios. —Pruébalo. Total, no creo que pueda llover más. Mierda. La dejé en el suelo y me aparté, nervioso. Justo entonces la lluvia comenzó a apretar más. —Vamos. Hay una cafetería al final de la calle —me dijo. Nos refugiamos en la cafetería. Nos disculpamos por los charcos que dejamos en el suelo, que no tenían nada que envidiar al océano, y nos sentamos hombro con hombro. Estábamos congelados. Pedimos un chocolate caliente. —Cuéntame. ¿Cómo te sientes después de limpiar la playa? — Su sonrisa iluminó el local. Bien. Mal. Asustado. No lo sabía. Opté para esquivar esa pregunta. —Que sepas que eso solo ha sido una transacción de favores. — La pelirroja no pudo evitar fruncir el ceño. —¿De qué hablas? —Su rostro se oscureció. No le había hecho ni una pizca de gracia esa respuesta. —Ya lo hablamos, Lena. Tú me ayudas a ser mejor persona y a recuperar mi popularidad. Yo te ayudo a acercarte a Alek —escupí la última frase con rabia. No pude evitar sentirme molesto con mi propia respuesta. Mis labios se convirtieron en una línea muy fina. —Eres idiota, vecino. —Gracias por insultarme.

—No te he insultado, solo te he descrito brevemente. Lena se estremeció cuando la tormenta cayó encima de la cafetería. —¿Tienes miedo, pecosa? —¿Y tú, cabeza hueca? —contratacó. Se estremeció cuando sonó otro trueno e inconscientemente se acercó más a mí—Además, el punto número dos de la lista es: «Es inteligente tener miedo y aceptarlo. Lo importante es que no te impida seguir soñando». —¿Qué lista? Sacó una agenda de su mochila, que por suerte no se había empapado tanto. La había visto antes, la recordaba en su habitación. Rezaba el nombre de Nube. Alcé las cejas sorprendido cuando vi que tenía una página en la que reinaba el título: Guía para Noel. Había un punto anotado: «No agobiarás ni insultarás a las personas para sentirte superior. Ellas son tus iguales». —¿Guía para Noel? Ella se ruborizó, pero asintió conforme. —Es poco original, ¿no te parece? —fruncí el ceño. —¿Qué prefieres? ¿Guía para dejar de ser idiota? —se rio de su propia ocurrencia. No obstante, asintió y tachó las letras. Debajo escribió el nuevo título. Con una letra cursiva casi perfecta, apuntó el número dos: «Es inteligente tener miedo y aceptarlo. Lo importante es que no te impida seguir soñando». —Yo tengo miedo a las tormentas, ¿y tú? ¿Yo? ¿De que tenía miedo…? En el fondo lo sabía. Me acarició la mano, animándome a decirlo. Por primera vez, dejé que mi corazón se abriera con ella. Jamás olvidaría ese día. —Tengo miedo a quedarme solo. Lo peor es que ya lo estaba.

21 El amor está en el aire… ¡No respires! —¡El padre que me parió! ¡Me cago en todos mis muertos! —chilló Oliver. —¿Te puedes estar quieto? —¿Cómo quieres que lo esté? ¡Duele, joder! Me senté encima de sus muslos, intentando en vano que sus piernas dejaran de tener espasmos. ¡Era imposible! —Eres tú quién lo ha decidido, recórcholis. —¡Hazlo más lento! —Entonces te dolerá más… —¡Patriarcado de mierda! —gritó cuando tiré de la banda de cera, arrancándole los pelos de la pierna derecha—. No sé cómo lo aguantáis. —Fácil, nos lo imponen de tan pequeñas que ya no nos acordamos de lo mucho que dolió la primera vez. —Suspiré antes de volverle a poner otra banda de cera. Temía que en cualquier momento me diera una patada en la cara. —Vosotras estáis bien. Es el mundo el que está mal. —Lo sé. ¿Preparado? No le dio tiempo a decir que no. Otro alarido brotó de su garganta. Oliver y yo estábamos en el baño de su casa. Llevaba días diciéndome que se quería depilar por primera vez. Yo seguía sin entender cuál era su motivación para querer arrancarse los pelos por voluntad propia. Sinceramente, tampoco me lo pregunté demasiado. Oliver era un masoquista al nivel de mirar la última conexión en WhatsApp de sus crushes, o ver películas que sabía que le iban a destrozar. Pero como buena amiga, acepté. Y en qué momento decidí hacerlo… Después de varias horas, terminamos. Sudé la gota gorda. Y si fuera una creencia cierta que sudar es sinónimo de perder grasa, me hubiera quedado en

los huesos. Oliver, dolido hasta el alma, se bañó en crema de aloe vera (o la crema se bañó en él) y se enfundó dentro de unos pantalones de tipo chino. —¿Y… quién es tu media naranja? —pregunté entrecerrando los ojos mientras recogía el desastre que habíamos creado. —Yo no uso medias de este color —rebatió. Le tiré una bola de papel en la cabeza. —Suéltalo. Llevas semanas en las musarañas, ¿a quién estás cortejando? —Al príncipe de Inglaterra. —Le tiré otra bola de papel en la cabeza—. Está bien, está bien. Es que me lo pones a huevo. Nada, a alguien que he conocido. Puse los ojos en blanco. —¡No me digas! Eso ya estaba claro, querido mío. Cuando me lo quieras contar ya me dirás. ¡Vámonos, que llegaremos tarde a la sesión de la tarde! Habían pasado un par de semanas desde que había ido con Noel a la playa. Él había comenzado a saludarme en clase, con un escueto «buenos días» y «adiós». Era un gran avance para alguien tan sumamente ególatra, a pesar de que sabía que todo él era una fachada. Algunas veces nos habíamos encontrado en el portal. Entonces hablábamos hasta horas tardías, sentados en las escaleras del patio de vecinos, escuchando a Taylor Swift por norma mía y comiendo cacahuetes pelados. Él solía burlarse con que estar conmigo le pasaría factura. Que terminaría diciendo palabrejas como córcholis, cagaprisas o mequetrefe. Aun así, había comenzado a abrirse más y no podía ignorar el hecho que empezaba a confiar en mí. A veces lo que una persona necesita no es una mente brillante que le diga que hacer, sino un corazón paciente que le escuche. —El efecto de la luz del sol al proyectarse sobre las nubes de la tarde, otorgándoles tonalidades roji*zas, se llama arrebol. Lo leí ayer en un artículo. El cielo parecía estar en llamas. Las últimas luces del día se tragaban los edificios de Barcelona. Me abrigué bien. Abril estaba cerca, pero la llovizna diaria calaba hasta los huesos. Nos dirigíamos al cine del barrio, a ver la última película de Marvel. Habíamos quedado con Alek, quien no había dudado en apuntarse al tener fiesta los jueves por la tarde. —Eres un bicho raro. —Y por eso eres mi amigo —sonreí. —Exacto, así puedo ser lo más extravagante que quiera y nadie me juzgará

estando a tu lado. Eso se llama conveniencia —respondió. Le saqué la lengua. Hablamos de todo y de nada. De sus ganas de ser periodista y escribir sobra la moda, y de mis pocas ganas de que llegara la Selectividad. Aún no había decidido qué hacer con mi vida. —¿Sabes algo de Ronnie? —dijo Oliver sacándome de mis cavilaciones. —¿Verónica? No —murmuré. Otra mentira. Después de hablar con Oliver sobre ella me había hinchado de valor y le había enviado un mensaje, el cual no respondió. Y sí, lo había leído. Así que yo la había vuelto a olvidar. —Pues vaya… —exclamó. Llegamos al centro comercial del barrio, que albergaba los cines. Había una cantidad exuberante de gente que había decidido ir a ver la película. Jueves: el día del espectador. Normalmente, ese día de la semana los precios de las entradas estaban a la mitad de precio. Así que más de la mitad del Rodoreda estaba allí. Suspiré. —¡Oliver! ¡Lena! —gritó alguien. Alek se acercó corriendo. Me mordí el labio inconsciente, no me había dado cuenta de que los nervios que se iban apoderando de mí. Él era hipnótico, y no me gustaba esa sensación. Nos dio un abrazo. El vello de mis brazos se erizó. —Esto… Ahora vengo —dije cuando se separó. Arqueó las cejas, mirándome extrañado. —No tardes mucho en cagar, que la película empieza en diez minutos — comentó Oliver mientras me daba la entrada que habíamos comprado online y se dirigía a la sala principal. Me fui, maldiciéndole y jurando que la próxima vez le depilaría la cabeza. Caminé deprisa, solo quería mojarme la cara para espabilarme. Encima había dormido mal, y los quilos de teína que me había tomado no me despertaban. Los baños estaban en el primer piso. No quería perderme la película así que me di prisa. Marvel era uno de mis mundos favoritos, me ayudaban a desconectar de la realidad. A pesar de ello, estar con Alek no sabía si era la mejor opción. Él era diferente, un libro cerrado que me costaba descifrar. Conectábamos juntos, no podía negarlo. Cuando estaba con él las horas se me pasaban rápido. Y me moría de ganas de acariciar las tres pecas que tenía en la clavícula… De

hundir mi rostro en su cuello. Y, a pesar de ello, sentía que éramos polos opuestos. Estábamos en momentos diferentes de la vida. Entré en el pasillo que daba al baño. —Voy a hacer origami con tu papel de víctima —escupió una voz conocida. Era grave. Me ahogué cuando los vi juntos. Tuve ganas de chillar, aunque no entendía por qué. Y me sorprendí de los nervios que afloraron dentro de mí. Eran unos nervios diferentes a cuando veía a Alek… Unos nervios que me carcomían por dentro y que se camuflaban en el pecho. Jolene y Noel. Ella gritaba. Él parecía estar a punto de explotar. Y yo empecé a cagarme de verdad. De los jodidos nervios. Me escondí en la entrada para que no me vieran. —¿Pero te estás oyendo? —gritó ella, hecha una furia—. ¡Eres tú el capullo que decidió enviarlo todo a tomar por culo! Tus celos e inseguridades de mierda lo jodieron. Hacen una montaña de nada. —¡Fuiste tu quién me dejaste! Teníamos un acuerdo. Encima vas de víctima diciendo que yo soy un gilipollas celoso y posesivo. ¿Creías que no me enteraría de los rumores? ¿Un acuerdo? Estaba alucinando. —Eso es mentira. Y seamos sinceros, fue un acuerdo de mierda… No puedes estar siempre bajo mi sombra, niño. Te tienes que buscar la vida solo. —¡Pero si me estás diciendo que vuelva contigo! —chilló desesperado. Si hubieran dejado de gritar habrían escuchado un corazón resquebrajándose. —¡Porque nos necesitamos, joder! Somos la comidilla de la clase. Pero bueno, ahora tienes un juguete nuevo, ¿no? La pringada esa. Mierda, hablaba de mí. —¡No hables de ella así! —Su grito podría haber sacudido todo el edificio —. No te atrevas ni a nombrarla. Tosí de la impresión. Su respuesta me había descolocado. Me quise ir, pero no fui tan rápida. La voz grave de Noel preguntó que quién había. Mierda, mierda, mierda. Salí de mi escondite, avergonzada.

—¿Lena? —¡Rayos y centellas! ¿Qué tal? No os había visto —mentí. Intenté dibujar una de mis mejores sonrisas, aunque me dio la sensación de que se parecía a un huevo frito roto. Joder, las metáforas son para los poetas, no para mí. Menos en un momento de estrés. —¡La que faltaba! —No, no. No te preocupes, Jolene. Yo sobro en esta conversación tan sugestiva. —¿Sugesqué? ¿Te estás burlando de mí? —contestó. Su voz era fría como el metal y me dieron escalofríos. Qué temperamento. —Hazme caso cuando te digo que Lena habla así —añadió Noel, pasándose una mano por el cabello y mirándome preocupado. Entendí sus ojos. Quería que huyera. ¿Por qué? —¿Así que ahora defiendes a la rarita retardada social? En fin. Quería pensar que todo el mundo tiene una luz en su interior, pero alguna vez sufren de cortocircuitos. —Te he dicho que no la llames así. —A Noel le vibraba la voz, apretó los puños. Tenía la necesidad de acercarme a él y ponerle una mano en el brazo para tranquilizarlo. Jolene me repasó de arriba abajo, dibujó una media sonrisa. Una serpiente a punto de cazar. —Vaya. Así que es verdad que Noel tiene una nueva zorra a su alcance. —¿Te estás autodenominando zorra? —me reí por inercia—. Lo digo porque estuviste con él, ¿no? Como pareja. Sí. Lo admito. Yo podía ser bastante irritante. Ella se hizo la dolida. —¡No te preocupes, Jolene! Ser una zorra no tiene nada de malo. Es el lenguaje sexista quién ha decidido que zorra sea sinónimo de prostituta. Yo pienso que ser una zorra es algo bueno. —Estás fatal… —De verdad te lo digo. Son unos de los animales más inteligentes del bosque. Además, el zorro es uno de los tótems más venerados y apreciados por las culturas, ya que estos seres suelen salir airosos de cualquier tipo de circunstancias. ¡Y saben engañar a sus depredadores! Si es que son los mejores. Jolene me miraba perpleja. A Noel se le dibujó un atisbo de sonrisa. Ella se

aproximó a mí. Me sacaba un cabeza y media, gracias a las plataformas negras que llevaba. Me cogió un mechón y lo enroscó en su dedo. —Sabes, será interesante jugar contigo. Nos vemos pronto, rarita. No entendí aquellas palabras, aunque no era idiota. Tenían un significado oculto que no logré comprender. Se fue. —Estás como una cabra, pecosa —dijo Noel, acercándose a mí. —Yo prefiero pensar que simplemente tengo otro punto de vista —le sonreí —. ¿Todo bien, vecino? Él asintió. No obstante, no lo vi nada convencido. Dio un paso adelante. Demasiado cerca. Yo di un paso atrás. —Sí, todo bien. ¿Cómo es que estás aquí? —¿En el cine? He venido a ver una película que… ¡Mierda! Casi me caigo de culo. ¡Seguro que habían pasado más de quince minutos! La película habría comenzado y yo me estaría perdiendo la película de Marvel. ¡Menuda fan que era! —¡Me tengo que ir! —exclamé—. ¡Llego tarde! El panorama era evidente. Me giré y me sorprendí cuando vi esos ojos que me dejaban las piernas gelatinosas. Mierda. No allí. No en ese momento. ¡Tierra trágame y no me escupas jamás! —¿Estás bien, Lena? —me preguntó preocupado. Alek me puso las manos en los hombros, su mirada era profunda. Yo no pude evitar mirar de reojo a Noel, quien se estaba mordiendo las uñas frenéticamente, molesto. Tenso. Tenía el ceño fruncido. No quería más peleas, así que cogí a Alek por el brazo y lo arrastré hacia fuera. No me despedí de Noel. Creció un nudo en mi garganta; apretaba y apretaba. Me lo tragué. Di las entradas al chico que había en la entrada, quien me miró con horror. No lo culpo. Yo también me odiaba por haber llegado tarde a un de las películas más emblemáticas de Marvel. Quise odiarme más cuando Alek me sujetó de la mano y me hizo parar. —¡Llegamos tarde! La película ya ha comenzado —me quejé. —Lena, ¿estás bien? ¿De verdad? —Suspiré. No le podía contar nada sobre Noel. Nuestra relación de amistad era un secreto entre él y yo.

—¿Por qué debería no estarlo? —No lo sé, solo que me preocupa que él te haya hecho algo. Le he visto mal. «Noel está roto. Claro que está mal», quise decirle. Me callé. —Solo me ha saludado cuando he ido al baño. —¿Desde cuándo habláis tanto? —preguntó extrañado. —¿Desde siempre? Es mi vecino, Alek —añadí algo molesta. No me creyó, lo sé por la mirada que me lanzó. Aun así, no dijo nada. No era su estilo presionar a la gente. Entramos en la sala y buscamos nuestros sitios. Oliver me hizo una peineta cuando me senté junto a él. —Dejad de ligar, tíos. Me habéis dejado solo. Pedazo de inútiles —protestó, ganándose un par de improperios de parte de los espectadores Si él supiera… *** —Deja de llorar. Vas a provocar un tsunami. Oliver absorbió los mocos por la nariz. Alek le dio un pañuelo para que se limpiara las lágrimas. —¡Cómo puedes tener tan poca empatía! —Era una película—contesté, dándole golpecitos en la espalda como si así fuera a dejar de llorar. —Le ha dicho «te quiero, tres mil…» —gimoteó, y siguió llorando—. ¡Ahora voy a tener la cara hinchada de tanto llorar! ¡No quiero parecerme a una Bratz! Alek y yo nos miramos y esbozamos una sonrisa divertida. En ese preciso instante alguien envió varios mensajes a Oliver. Él abrió los ojos y dio un suspiro de sorpresa e irritación a partes iguales. —¿No vas a responder? —pregunté alzando una ceja. Me pareció extraña su reacción: se había quedado más blanco que el papel. —Nada, nada. Mis padres, que se van a cenar fuera —dijo, haciendo un ademán con la mano, restándole importancia. Mentiroso—. ¿Qué vais a hacer vosotros? Miré mi reloj de pulsera, eran las ocho de la noche. Moví los hombros. Supuse que me iría a casa.

—¿Y si vamos a los bolos? Como es día del espectador, la bolera se aprovecha y la partida está a mitad de precio —propuso Alek. Oliver fue rápido. Y odioso. —¡Vaya, qué pena! Yo me tengo que ir. En una hora empieza el nuevo programa de Ahógame y ya sabéis, la reina cotilla no puede vivir sin el salseo. —Oliver… —Le lancé una mirada asesina. Oh, no. No me dejaría allí sola con Alek para ver un programa basura. Un reality donde se echaban pestes unos a otros. Él se acercó y me susurró un «de nada, calabacita». Juré que si me tenía que leer treinta libros más de Agatha Christie para darle la muerte más terrorífica, lo haría. Y a mucha honra. —Qué os lo paséis bien, parejita —dijo la última palabra con la boca de piñón—. ¡No me echéis de menos! Y se largó. Alek y yo nos miramos, avergonzados por la situación. En ese mismo instante recibí un WhatsApp de Oliver. ¡Ni tres minutos había tardado! «El amor está en el aire. Ya me lo agradecerás», escribió junto a un montón de corazoncitos. «Te equivocas. En el aire solo hay nitrógeno, oxígeno y dióxido de carbono. Y mi odio por ti», le repliqué molesta. Traidor. Borinot. Boñiga de bovino. —¿Y bien? ¿Vamos? —Alek me sacó de la pesadilla que estaba viviendo. No me malinterpretéis. No es que no me gustase estar a solas con Alek. En fin, él era un chico atractivo y con el que congeniaba terriblemente bien. Solíamos hablar de todo, me entendía y le gustaba desvariar sobre la literatura. Sin embargo, estaba preocupada. Y aquí mi pequeño secreto: no me fiaba de él. No lo veía a venir. Era demasiado buena persona para ser verdad. Noel era un libro abierto, recubierto de espinas. Aunque, con tacto y mimo podías llegar a leer sus letras, a entenderlas y a quererlas. Podría decir que él era como el mar. Azul y oscuro. Profundo. Misterioso. No obstante, si te fijabas bien, en el infinito crecía una luz bañada en plata que te indicaba el camino. En cambio, Alek era todo un enigma; como una canción en inglés que te gusta, pero no la entiendes. —¿Lena? ¿Sigues teniendo el wifi de tu cabeza activado? —se burló, cogiéndome por los hombros y balanceándome.

Moví la cabeza varias veces. «No seas estúpida». —¡Sí, sí! Vamos. Entramos en la bolera. Las luces neón resplandecían e iluminaban las pistas. No iba allí desde que tenía diez años, en uno de los cumpleaños de Marcos. Miré a mi alrededor, nostálgica. El local estaba lleno de adolescentes que aprovechaban las noches más económicas para ir con su grupo de amigos y hacer las últimas quedadas antes de internarse en las bibliotecas para estudiar; o para planear un suicidio colectivo. Quién sabe. —¡Lena! —Un grupo de clase se acercó. Eran Paola, Angela y tres chicos con los que había hablado alguna vez—. ¿Vais a jugar a los bolos? —¡Paola! Sí. —Sonreí, contenta por haberlas encontrado—. ¿Vosotras también? Ellas y yo nos conocíamos desde que manchábamos los pañales, y aunque no teníamos un grupo de amigos en común, les tenía un especial cariño a ambas. Además, Angela estaba en el Club de letras del Instituto. Nos veíamos cada martes y jueves después de clases para prepararnos para las Olimpiadas. Ella sabía más que nadie que si las ganaba cumpliría uno de mis sueños. —¡Sí! ¿Os queréis unir? —preguntó Ángela, la peliazul. Repasó a Alek con la mirada y esbozó una sonrisa pícara—. Aunque no tenéis nada que hacer contra nosotras. —¡La bestia la llaman! —rio uno de los chicos que iban con nosotras a clase. Lo reconocí. Era Nadim, un joven marroquí que había llegado el año pasado de Casablanca. Le había dado clases de español durante un tiempo. Aprendió muy rápido. Sonreí al ver como había evolucionado, aunque su acento no se había perdido. —¿Me estás retando? —dije divertida—. Vamos Alek, les daremos su merecido. Lo arrastré a buscar los zapatos, los cuales me repugnaban. ¿Por qué tenía que meter los pies en una prenda sudada por otras personas? Alek se acercó por detrás y acercó su boca en el lóbulo de mi oreja. Era consciente de que lo hizo por el ruido de la bolera, pero no pude evitar sonrojarme cuando noté su aliento acariciando mi cuello y su voz ronca. —Me gusta que luches por lo que quieres. Tragué saliva.

—Cuando hay ganas, todo se puede —le respondí. Me giré de golpe, encontrándome en sus ojos. Tan cerca de los míos… «Oh, dios mío. Diosa de la dignidad, no me abandones ahora». La mirada que me lanzó me hizo temblar por dentro. —Las ganas que tengo yo de poder… No terminó la frase porque Angela y Paola vinieron corriendo a buscarnos para llevarnos a la pista. ¡¿Las ganas de qué?! Gritó mi yo interior. Silencié la voz. Estaba casi convencida que iba a decir la palabra ganarte. Y yo no le daría esa satisfacción. Él y yo éramos el caos cósmico que todo astronauta temía. Aunque, tal vez, el estallido que se formó a mi alrededor cuando mis ojos impactaron con los de Noel se escuchó más. Fue peligroso. Él y Cristian nos miraban desde la lejanía, mientras se bebían un refresco y cuchicheaban. Me mordí el labio. No entendía esos nervios tan extraños que se formaban, acompañados de un nudo en el pecho. —Parece que no le ha hecho nada de gracia a tu amigo —susurró Paola, mirando a Alek. Él había fruncido el ceño cuando vio a quién estaba observando. Hice un ademán con la mano, intentando olvidar por un momento que Noel estaba a allí. Fue difícil, aunque en ese momento no lo admitiría. No quería dramas infantiles. Alek y él podían no caerse bien. Odiarse. Pelearse. O lo que sea que hagan los chicos con las hormonas alteradas. Pero eso no significaba que yo tuviera que escoger entre ambos. Estiré a Alek por el brazo y nos situamos en la pista. Estuvimos jugando una hora, llenando el espacio de risas y recuerdos bonitos. Me sorprendió que Alek no dejara un cráter en la madera. Cada vez que tiraba la bola parecía un meteorito estrellándose contra la Tierra. Podría ser muy bueno para algunas cosas, pero los dedos tan mágicos que tenía para el básquet no funcionaban en los bolos. ¡Y eso que había sido él quien lo había propuesto! —¡Toma ya! —gritó Angela cuando hizo la última tirada, haciendo un pleno —. ¡Soy una bestia! Todos la abucheamos cuando el marcador indicó que había ganado. Nos reímos cuando se hizo la interesante, saludando como si fuera la mismísima reina. Me sorprendió que Angela no se separara de Alek. Le lanzaba miradas llenas de chispas. Él se reía y, sin embargo, no me dejó de mirar. Cuando nos fuimos, me di cuenta que yo estaba buscando a otra persona con

la mirada. Noel se había ido. El nudo de mi pecho se intensificó. ¿Era miedo? No podía ser. El miedo es cuando sale el agua fría y tú te quedas en una esquina de la ducha indefensa. Quise olvidar ese sentimiento. Pista: No lo hice. Nos despedimos de las chicas y sus amigos en las puertas del centro comercial. Prometimos que nos volveríamos a encontrar pronto, nos lo habíamos pasado bien. Le mandé un WhatsApp a doña Cecile, preguntándole si podía venir a buscarme. Alek vivía cerca del centro comercial y no quería obligarlo a que me llevara. —Pero me espero aquí contigo hasta que venga. —Se limitó a decir. Asentí, a decir verdad, no me importaba estar más rato con él. Una parte de mi gritaba que no me fiara… Pero estaba cómoda a su lado. Parecía que nos conociéramos de toda la vida. —¿Ya has hecho lo que hablamos? ¿Lo que hablamos? Pensé mal. ¿Qué tenía que haber hecho? Me sonrojé cuando recordé que me había tocado pensando en él hacía unas semanas. No me avergonzaba decir que me masturbaba. Al final, masturbarse es hacer el amor con la persona que más quieres. Sin embargo, no me esperaba que él me preguntara aquello. Aclaré mi voz y tragué la saliva que se me había acumulado. —Según un estudio científico la velocidad óptima para hablar es de 170 palabras por minuto. El día tiene veinticuatro horas. Resta las que estamos dormidos o trabajando y haz los cálculos. Entenderás que escuchamos muchas palabras al día, así que me gustaría que me disculparas por no acordarme de lo que hablamos. Alek se rio. Su risa provocaba que yo también lo hiciera. Era adictiva. Se quedó grabada en mi cerebro. —Me refiero a la lista de lo que te gusta y odias, para decidir qué hacer con tu futuro. Abrí la boca, sorprendida. ¡Ya no me acordaba! Negué con la cabeza. —Te sorprenderá porque sé que soy una persona muy inteligente, trabajadora y, como me suelen llamar, la empollona toca pelotas de la clase. Pero no sé ni por dónde empezar. —Se suele empezar por el principio…

Le hice una peineta. —Es broma, Lena —sonrió. Ladeó la cabeza—. Primero deberías pensar lo que te gustaría hacer todos los días de tu vida. Algo que te apasione, y analizar cuáles son tus fortalezas y debilidades. —¿Por ejemplo? A mí me encanta regar mi cactus. Aunque no me veo siendo jardinera. —Yo adoro los perritos. —No me importaría ser acariciadora de perros, jornada completa —me reí —. Creo que mi hurón se pondría celoso. —¡Eso es el sueño de cualquiera! Lo que me refiero, es que yo adoro los perros. Me parecen los seres más leales de la faz de la tierra. Pero me sería imposible estar en una clínica veterinaria. Empecé a comprender. —Me gusta la justicia… —dije sin pensar—. Pero no sería capaz de estar encerrada en un juzgado y sentada todo el día. Me gusta la educación y aprender, pero no sé si sería capaz de dar clases a niños repelentes come mocos. —Ahora debes hacer lo mismo con todo lo que te gusta un día que te sientas bien contigo misma, o con una persona de confianza. Cuando sepas para dónde quieres tirar, te informas de las oportunidades laborales que existen y preguntas sobre universidades o becas. Un coche se paró delante de nosotros, pitó varias veces. Doña Cecile. Me levanté como un resorte. —Gracias por todo, Alek —le dije. Yo no iba a darle dos besos, solo a darle la mano y despedirme. Él fue más rápido, me cogió por la cintura y me abrazó. Pareció un desliz, pero fue más que eso. Levanté la cara, su rostro estaba cerca del mío y sus ojos parecieron que me analizaban. Tan cerca… Él me acarició la mejilla, sus ojos parecían hacer la competencia a las estrellas del cielo. Volvieron a pitar. Mierda, mierda, mierda. No te fíes de él. Me aparté y subí al coche rápidamente. Mi madre me miraba divertida. —Ni una palabra —dije antes de que ella contestara alguna burrada. —¿Ya te has decidido con que chico te quedas? El vecino de los geranios o el primo de Oliver.

—¡Mamá! —Es broma. Soy una tumba. —Se selló los labios, como si tuviera una cremallera. No obstante, notaba las ganas que tenía de hablar y preguntármelo todo—. ¿Ha ido bien? —Sí —asentí y me acomodé en el asiento. Me hubiera fusionado con él, estaba avergonzada—. ¿Y a ti? ¿Qué tal el trabajo? —Bien, bien. Aunque han cambiado el médico de turno y es bastante tocapelotas. —¿El típico que se cree mejor por ser médico y no enfermero? —pregunté. Ella asintió. —Encima tu hermano no me habla —agregó frustrada. Abrí mucho los ojos. —¿Marcos? ¿Por? —Debe ser la adolescencia… No añadí nada más. Era extraño que Marcos estuviera enfadado con nuestra madre. ¿Qué podría haber pasado? Chasqueé la lengua, ya lo averiguaría. Llegamos a casa y cené rápido, necesitaba meterme en la cama y descansar los ojos. Tantas emociones en un día me habían vuelto demente, había sido una montaña rusa. Puse la alarma para levantarme el día siguiente, mi pijama de pingüinos y me estiré en la cama. Cuando Morfeo estaba a punto de arrastrarme a su mundo, mi móvil vibró. Lo desbloqueé. El nudo en mi pecho volvió a aparecer. Un número desconocido. Un solo mensaje. Una pregunta. «¿Y ahora qué?».

22 Más voz, menos eco Tap, tap, tap. Repiqueteaba nervioso con el bolígrafo. —¡Shh! —se quejaron. Tap, tap, tap. —Tío, ¿puedes hacer el favor de parar de dar golpes con el puto bolígrafo? Lo próximo es que te lo clave en el ojo —gruñó Aron. Aron y Sergio, dos compañeros de clase y jugadores de básquet, se habían unido a Cristian y a mí para estudiar juntos. Era otra vez lunes, menos mal que el día siguiente a pasado mañana ya era la víspera del viernes. Estábamos en la biblioteca del instituto, un espacio que olía a cerrado y del que estaba más frecuentado por bichos que libros polvorientos. —A ver, Cristian. Pregunta para ti. Tema cuatro, historia contemporánea — exclamó Sergio. Nos ganamos una mirada de odio de otros alumnos que también estaban allí—. Dime una colonia española del siglo XX. Cristian se quedó en blanco. En la hora siguiente teníamos examen de Historia. Lo llevábamos terriblemente mal. —La de Invictus de Paco Rabanne, o Nenuco —interrumpió Aron. —Mira que eres subnormal —contestó Sergio pegando una colleja a la nuca calva de Aron—. Si es que las neuronas se te resbalaron cuando te pelaste este cabezón. Cogí el móvil e, inconscientemente, volví a mirar el mensaje que le había enviado a Lena el jueves pasado. Había cogido su número de móvil del grupo de clase que habían creado hacía años. Desesperado, había enviado ese mensaje sin pensar, sin tener en cuenta que ella tal vez me respondería y yo me sentiría

gilipollas. Rectifico. Era gilipollas. Si es que el sentido común es como el desodorante, la gente que más lo necesita nunca lo usa. ¿Qué esperaba? ¿Qué leyera mi mente desordenada? Lena podía ser una lunática que remaba en sentido contrario que la sociedad, pero tenía claro que vidente o bruja aún no lo era. Lo releí todo. «¿Y ahora qué?». «¿Ahora qué de qué? Especifica», me había contestado. La había dejado en visto. Confieso que maté algunos sentimientos en ese momento; fue en defensa propia. Aún recordaba el momento en que vi como Alek la sujetaba de los hombros, preocupándose por ella y reclamándola. Como ella le sonreía, de vuelta, siendo tan trasparente y única. Yo solo quise darle una ostia a Alek, alejarlo de ella. De mí. Quería dejar de sentirme reemplazado por algo que jamás fue. Y odiaba la sensación. La sensación de un corazón resquebrajándose. Estaba jodido. —Noel, te toca a ti. Explica que significa la afirmación «todos somos iguales», y qué motivos tuvo el liberalismo para formularla —me preguntó Sergio. Alcé una ceja. —Creo que yo pondré alguna frase cursi de Pinterest —añadió Aron. No se callaba ni bajo el agua. —Cállate la boca, le toca a Noel. —Él no te contestará, ¿no ves que está en las arañas? —dijo Aron. —Se llama musarañas, listo. Que eres muy listo —me defendió Cristian. —Debe estar enamorado de la rarita. La pelo zanahoria —propuso Sergio. Le lancé una mirada helada. ¿De la rarita? —¿Qué has dicho? —murmuré enfadado. —Lo que has oído —contestó él, moviendo los hombros arriba y abajo, como si la conversación no fuera con él. —Últimamente se rumorea que os habláis mucho, hasta Jolene lo dice — añadió Aron.

Alcé las cejas. Oh, no. Yo no me iba a enamorar de nadie, ya era complicado hacerlo de mí mismo. ¿No dicen que el amor siempre está a la vuelta de la esquina? Pues yo prefería vivir en una rotonda; sin puntas, sin muros que derribar. —Buenos días, Noel, ¿cómo sigues de los dedos? Abrí los ojos como dos fauces cuando la vi detrás de mí, con los labios fruncidos. ¿Llevaba un jersey rojo con un dinosaurio, dentro de una taza, que rezaba la palabra Tea-Rex? La palabra lunática se quedaba en nada. —¿Cómo que de los dedos? —Pensé que te los habías roto… Como ya no me escribes y me dejaste en visto… —Y hablando de la reina de Roma… —murmuró Sergio con una sonrisa. Quise tirarle los apuntes en la cabeza. Con la cantidad de libretas y hojas que estaban esparcidas por encima la mesa le podría haber roto el cráneo. —¿La reina de Roma? —interrogó Lena, poniendo los brazos en jarra y lanzándome una mirada que desprendía chispas. Nadie contestó, los cuatro nos quedamos mirándola. Ella observó los apuntes que había encima de la mesa—. ¿Estáis estudiando Historia? Asentimos. —¿Cómo lo lleváis? Supongo que ya os sabréis las Colonias Españolas del siglo XX en Europa. —Agarró una silla y se sentó a mi lado. Los chicos sonrieron divertidos—. Sabíais que, en realidad, la locución «Hablando del Rey de Roma, por la puerta asoma» se debe al refrán «Hablando del ruin de Roma». Se refería a personas mezquinas que aparecían por sorpresa, para husmear. En fin, ahora se dice rey. Si mi cerebro tenía alguna oportunidad de contener neuronas, se habían suicidado todas después de ese discurso. —¿Qué quieres? —susurré enfadado cuando Sergio, Aron y Cristian se pusieron a hablar entre ellos. —Eso quiero saber yo. ¿De qué iba ese WhatsApp tan misterioso? ¿Te has convertido en poeta? ¿Eres descendiente de Antonio Machado y no me lo has dicho? —¿Y qué si lo fuera? —Pareces un fatuo.

—Habla cristiano, por Dios —exclamé en voz baja. —Que estás lleno de soberbia. Ridículo. —Su rodilla le dio un golpe a la mía. —Bicho raro —me defendí. —Malmirado. —¿Qué pasa entre vosotros? —Di un salto en la silla. Cristian nos observaba y sus ojos destilaban irritación. —¡Nada! —gritamos Lena y yo. Nos ganamos un reproche del bibliotecario, quién nos observó por encima de las gafas de pasta. Cristian arrugó la nariz, se levantó, se despidió y se fue. Fue un momento extraño. Lena, en contra de mi voluntad, se quedó un buen rato, contándoles a Aron y Sergio el temario de historia. Sonreí cuando vi la cara de preocupación de los dos chicos al ver que más del 80 % de lo que se había explicado en clase lo habíamos olvidado. Todos, menos ella. En fin. Los entendía, Lena era mucha Lena. El timbre sonó y me levanté como un muelle. Tenía dos opciones: darle una respuesta a Lena o huir. Obviamente, no iba a ser valiente. Huir era la mejor opción. En mi vida había tenido tantas ganas de ir a un examen, todo fuera para alejarme de ella. Entré corriendo por la puerta. El profesor Luciano Mafteiu estaba sentando en su silla, y su perro guía estaba mordiendo un hueso a su lado. Me senté lo más lejos que pude de ella, no podía distraerme con tonterías. Luciano se levantó. —Hay un examen tipo A, y uno tipo B. Así que ni os molestéis en copiaros del compañero. Todo lo que sale lo hemos hecho en clase. ¿Alguna duda? Victoria tuvo que levantar la mano. —¿El examen es fácil? —Si has estado atenta a clase, sí. Si has estudiado a la última hora, no. Ya sabéis, estudiar es como ir al gimnasio. Hay personas que creen que por ir una hora a la semana quemarán todas las calorías de la comida basura que se comen cada día. La clase entera rio. Luciano sabía cómo ganarse al alumnado y nadie se atrevía a copiar en su clase El examen fue más difícil de lo que me había pensado, aun así terminé satisfecho con él. Cuando quedaban diez minutos para terminar el examen Lena

se levantó y entregó su hoja. La miré de reojo. Suspiré para mis adentros. Era última hora, por lo tanto, seguro que se iría a casa y me dejaría en paz. Una silueta alta pasó por mi lado. Mordí la punta del bolígrafo cuando me di cuenta de quién era. Alek. Y por extraño que parezca, algo me quemó por dentro; más que el whiskey barato. Fui el último en terminar. Entregué el examen a Luciano. —¿Cómo ha ido? —me preguntó. —Creo que bien, señor Mafteiu. —¡Claro que sí! Si eres de los mejores alumnos que tengo. —No exagere —sonreí. —No exagero, Noel. Deberías comenzar a creértelo. Ser más voz, menos eco. —Yo… —Tu único límite es tu mente. Hay profesores que dejan huella, que cambian vidas. Y, a pesar de que siempre que dijera «examen sorpresa» me pasara la vida por delante de los ojos, le debía el mundo entero. *** Salí de clase, relajado, convencido que ella no estaría. Había sido el último. Me equivocaba. ¿Nunca se daría por vencida? En el pasillo, delante de las taquillas, me cogió del jersey y con una voz inhumana por ser tan poca cosa pidió que la mirara a los ojos. —Eres muy pesada, ¿lo sabías? —Solo los materiales pesan. Ah. Y tus ganas de no decirme que te pasa por esa cabeza de chorlito. —Frunció los labios de piñón. —¿De qué iba ese mensaje? —¿Qué mensaje? —Intenté hacerme el idiota, hecho que se me daba muy bien. —¡Noel Martín Álvarez, deja de huir! —Me sujetó por la capucha de la sudadera. Joder. Decenas de ojos se posaron sobre nosotros y no pude evitar recordar las palabras de los chicos: «debe estar enamorado de la rarita». No, no quería que nadie más me viera con ella. No quería que me juzgaran, que me señalaran

con el dedo y vieran que, en realidad, era un niño asustado. Debía ser más fuerte, con menos sentimientos. Empecé a sudar frío, me mordí el labio. De un arrebato, la cogí del brazo y me la llevé de allí. Me entraron ganas de llorar. De gritar. De querer estar solo y, al mismo tiempo, necesitar un abrazo. La arrastré hasta el baño de chicos de la segunda planta, sabía que a esa hora casi nadie iba allí. Ella también lo sabía. Me juzgó con los ojos. Y no sé por qué me dolió, si se suponía que ya me había acostumbrado a que me miraran de esa forma. Respiré hondo, intentando tranquilizar las pulsaciones que me martilleaban en el pecho. —Lena, deja de hacer eso. Alzó las cejas. —¿A qué te refieres? —¡De tratarme como si fueras mi amiga! Ella abrió mucho los ojos. —¿Por qué te engañas tanto, Noel? —murmuró. Dio un paso hacia mí. Joder. El corazón se me subió a la garganta. Temí que me viera por dentro. Los ojos no saben guardar secretos. —Deberías dejar de jugar con fuego —contesté—. Vas a quemarte. —Si no juegas con fuego, te mueres de frío. ¿Cómo lo hacía para tener siempre una respuesta? —Lo leí en una novela de Wattpad, ya sabes. Oliver es fan de esa plataforma de libros mamarrachos. Me obligó a leerla —añadió, como si me hubiera leído la mente. —No te entiendo… —farfullé, malhumorado. —¿Y qué es lo que quieres entender? —Se acercó más a mí. Estaba tan cerca… Tuve que bajar la mirada para observarla a los ojos—. ¿Que por qué tú? ¿Que por qué soy tan pesada? No tengo ningún reparo en decírtelo. —Quiero saber por qué no puedes alejarte de mí. ¿Te doy pena? ¿Es eso? Y, en realidad, quería preguntarle por qué yo no era capaz de distanciarme de ella. —Porque… De imprevisto, me puso una mano en la boca, tapándola y me estiró en el cubículo del baño, encerrándonos dentro. Quise preguntarle qué idea estúpida

había tenido, metiéndonos a los dos en un espacio de tres metros cuadrados. Más, sabiendo que tenía algo de claustrofobia. Ese momento podía terminar terriblemente mal. Noté como su cuerpo se pegaba al mío e, inconscientemente, me mordí el labio. Su cabello anaranjado me acariciaba el mentón. Un ruido me sobresaltó. Alguien había entrado en el baño. Ella alzó la mirada, divertida, y posó el dedo índice encima de mi boca, indicando que permaneciera en silencio. Sus labios estaban demasiado cerca de los míos. Tragué saliva. Efectivamente, aquello terminaría mal. Los ruidos se volvieron más intensos, dándome cuenta de que debían ser dos personas. Y entre golpes y pisadas, oí un sonido peculiar. ¿Gemidos? ¿Eran puto gemidos? ¿Quién iba a follar en esos baños? Abrí mucho los ojos. Me negaba quedarme encerrado en un cubículo minúsculo mientras oía como dos tíos fornicaban como conejos. Lena me sujetó por la cintura, impidiendo que me pudiera mover. —Pervertida —vocalicé en silencio, mientras la miraba a los ojos. Ella negó con la cabeza. —Prudente —añadió ella. Un móvil comenzó a sonar, era una canción de Nathy Peluso. Me puse blanco como la leche. Esa melodía… La había oído tantas veces. —Oliver, me están llamando, deberíamos irnos de aquí —dijo esa voz jadeante. —No me dejes así, todo palote —se rio el pelirosa. Noté como Lena se ponía la mano en la boca para no soltar ninguna exclamación de sorpresa. Tenía los ojos muy abiertos. Debíamos salir de allí, no quería que nos encontraran allí encerrados, confidentes de ese secreto. —Te lo compensaré en la fiesta del finde —oímos como le pegaba una cachetada en el culo el uno al otro. —¡Espera! Que llamaré a Lena, a ver si ya se ha ido a casa. Lena fue rápida, silenció su móvil antes que empezara a vibrar y nos descubrieran. —Mierda, no contesta. Vámonos. Lena y yo nos quedamos solos. Sus ojos se encontraron con los míos y, al contrario de lo que había pensado, soltó una carcajada. Su risa era tan peculiar

como ella, le salían gruñidos de cerdito. Era la primera vez que la veía así, tan ella a mi lado. Me contagió la risotada y terminamos los dos, encerrados en un cubículo maloliente, con los labios a punto de chocarse, compartiendo risas y momentos tan peculiares como ella.

23 Huye de las personas que apagan tu sonrisa El estómago aún me dolía, de la risa y de los nervios. Jamás, en mi vida, hubiera esperado vivir esa situación. Encerrada en un baño, con el chico popular toca pelotas que detestaba, escuchando como nuestros dos mejores amigos se intercambiaban fluidos líquidos de reacción alcalina complejo; saliva. Fue un momento tan sumamente estrambótico que no lo podría haber previsto ni siendo vidente. Y eso que a veces me llamaban bruja, por todo ese tema de tener un coeficiente intelectual más elevado que la mayoría; o porque la sociedad tiene miedo de las mujeres que son diferentes y vuelan libres. —Deberíamos salir de aquí —dijo Noel jadeante. Sus mejillas estaban arreboladas, su voz era grave, seguramente por el calor que hacía en ese pequeño cuchitril. Asentí. Lo miré de reojo, jamás me había fijado en él hasta ese momento. Tenía un mentón cuadrado y no dejaba de morderse sus labios ya enrojecidos, con un arco de cupido bien pronunciado. Sus ojos avellana me atravesaron como miles de agujas, interrogándome. ¿Qué estaba pasando? Podía ser la joven más inteligente y perspicaz de Barcelona, pero el caos que creó dentro de mí no tenía explicación. Fue un huracán arrasándolo todo. Yo era una persona excesivamente organizada. Planificaba mi vida día a día en una agenda de 365 páginas. Escribía en una pizarra magnética mi habit tracker para tener un orden y cumplir mis metas: beber agua, hacer un mínimo de ejercicio (lo único que no solía cumplir) o llevar al día los deberes y los apuntes. No obstante, en ese preciso instante, él fue el único caos capaz de poner mi mundo en orden. Caminamos hacia la puerta principal del instituto, bajamos las escaleras callados y traspasamos la puerta colosal de color ceniza.

—Creo que iré a hablar con Cristian. Tiene algo muy jugoso que explicarme. —Compartimos risas recordando los minutos anteriores. —No deberías —le propuse—. Es tu mejor amigo, Noel. Si no te lo ha contado es porque, seguramente, no está seguro de lo que quiere. Dale tiempo. —¿Y qué hago? ¿Mirarlo como si nada? —Obviamente —sugerí—. Él no ha cambiado, todos tenemos secretos. —¿Y cuáles son los tuyos? —sonrió divertido—. ¿Qué te dé como cajón que no cierra? —¡Noel Martín, serás atrevido! —me ruboricé—. Con un Satisfyer me conformo. —Eso dices ahora. Seguro que sueñas con ello cada noche. —Me guiñó un ojo. Un calor desconocido me subió entre las piernas, entrelazándose en mi estómago. Yo era virgen. Y no es que me avergonzara de ello, al final la virginidad es una mera etiqueta. ¿Por qué tenemos la obligación de sentir que perdemos algo cuando se tiene sexo por primera vez? Siempre he preferido pensar que es el inicio de algo, porque jamás perderemos nada. Y, a menos que seas aceite de oliva, tu calidad como persona no depende de tu supuesta virginidad. —Es irónico. —Noel alzó las cejas, interrogándome—. El hecho que pases de un extremo a otro. Dices que no somos amigos, pero me tiras indirectas para que imagine cosas turbias juntos. —Sobre lo de antes… Déjalo. —Según la RAE el verbo dejar es soltar algo, retirarse o apartarse de algo o alguien. Así que, ¿a qué te refieres exactamente? —Me refiero a que lo olvides, joder. Eres bastante insoportable, ¿sabes? —Me lo suelen decir —sonreí. —¿Y no te afecta? —¿Por qué debería hacerlo? Yo me quiero —añadí convencida—. Y tú deberías empezar a hacerlo. —¿Quererte a ti? Ya te gustaría. —¡Es que no se puede tener una conversación contigo, mendrugo! Me refería quererte a ti mismo. Se le llama autoestima.

Suspiró, abatido. Ser humanos nos convierte en el blanco perfecto para que las emociones ataquen. Seguro que Noel estaba pensando que quién pudiera ser robot para no sentir. Pasaron los minutos, silenciosos. El viento soplaba entre las moreras, el rumor de las hojas nos llamaba a nuestro paso. —¿Vas para casa? —pregunté cuando estábamos a punto de llegar a su moto. —¿Estás intentando convencerme para que te lleve? —farfulló. Subí y bajé los hombros, restándole importancia. Mis células grises (también llamadas neuronas) se volvían invisibles cuando estaba a su lado. Podrían haberme llamado loca; que me faltaba un tornillo. Tenían razón. —Anda, súbete, pecosa. Me tendió su casco, como si entre nosotros no estuviera pasando nada. Como si, realmente, hubiese sigo su amiga toda la vida, a pesar de que Noel lo negaba. Subí y me aferré a él, siempre intentando mantenerme en el eje central para que él pudiera conducir cómodo. —Agárrate bien. Aceleró de golpe y mi cuerpo impactó contra el suyo. Entonces, fui consciente de cada parte de su cuerpo. De sus abdominales compactos, a pesar de las capas de ropa que llevaba; de sus brazos musculados y bíceps marcados. Él se creía todo físico, pero no se daba cuenta de que era mucho más que eso. Daba pequeños acelerones para que mi cuerpo se pegara más al suyo, quise recriminárselo. Perversas hormonas de adolescentes. No obstante, el viento impedía que pudiera escucharme. Cuando llegamos me bajé de la moto de un salto y le entregué el casco. —Caminas como un pato mareado —se mofó. —¡No me extraña! Con los acelerones que dabas. Lo extraño es que no te haya vomitado encima. —Anda, no te quejes, pecosa. Si te ha gustado estar pegada a mí. —Lo que tu digas, vecino —refunfuñé, aunque noté un deje de diversión en mi voz. Me abrió la puerta principal para que pasara primero. Decidimos subir por las escaleras para no rememorar el día en que dos adolescentes que se odiaban se quedaron atrapados en un ascensor de tres metros cuadrados. Ascendimos tres pisos, pero a su lado me pareció que eran menos. El tiempo volaba. Me acompañó hasta el portal, agradecí el gesto, a pesar de que al ser mi

vecino tuviera que pasar sí o sí frente a él. —¿Sabes? La primera vez que te vi fue aquí mismo. Teníamos 10 años. Ibas vestida con un chándal de Bambi y llevabas unas trenzas ridículas. ¿Te acuerdas? —se rio incómodo. Guardé silencio un momento. Los últimos rayos de sol le acariciaban el rostro, la sombra de sus pestañas se reflejaban en sus pómulos. Largas y espesas. Me puse nerviosa. ¿Cómo podía recordar ese día? Marcos, mi hermano, jamás conoció al hombre que lo engendró. El mismo hombre que yo había llamado «papá» tantas veces como dedos tiene una mano. Nos abandonó cuando mi hermano nació. Así que, a mis diez años, decidimos trasladarnos. Dejamos atrás ese piso de paredes lechosas y recuerdos lúgubres en el centro de Barcelona. El sol jamás habría vuelto a salir en ese lugar, ni habría bañado de calidez cada rincón. Llegamos un once de noviembre al nuevo piso. Ese día me convertí en la vecina de un niño repelente que me quería robar las galletas; que me miraba por encima del hombro. De un niño cuyos ojos no sabían guardar secretos. Aunque no solo cambió toda mi vida, sino que aquel día me prometí que yo sería la responsable de mi propia felicidad. La calidez del recuerdo buscó un recoveco en mi corazón. Ojalá fuera eterno todo aquello que nos hace bien. —¡Claro que me acuerdo! —contesté inquieta—. Quisiste robarme una galleta con pepitas de chocolate. —Y tú no me dejaste. —¡Eran las galletas más buenas de toda Barcelona! La comida no se comparte. —Pero no hubiera hecho falta que me tiraras del pelo. Me dejaste casi calvo. —Oye, que tú me tiraste primero de las trenzas —me quejé. —Eso no es verdad. Yo siempre he sido un niño bueno. —¡Eso no te lo crees ni tú! —Su risa me contagió. Saqué las llaves de mi mochila azul-grisácea. Él me miraba con una sonrisa divertida que no le llegaba a los ojos. El dolor físico es caliente. Pero el que no se puede ver es el frío, se convierte en hielo y apaga tu fuego. —Punto número tres de la Guía para dejar de ser idiota. —Él bufó, pero yo no le hice caso—. Sonríe. La vida te puede sorprender si lo haces. Y huye de las

personas que apagan tu sonrisa. Antes de que se pudiera apartar estampé mis labios contra su mejilla. O ese era el propósito, porque él se movió y, sin querer, ese fue en la comisura de sus labios. Noté un sabor cálido, como cuando el sol acaricia tu cuerpo en un día de primavera. El corazón me dio un vuelco. Él se sobresaltó. Yo también. Pasaron tres segundos. Abrí la puerta, entré y la cerré de golpe. Sin despedidas, sin explicaciones. Dejé ir un suspiro. ¿En qué momento me había convertido en otra persona? Me sentía desinhibida. Alguien a quién que no le preocupaba subirse en una moto con un desconocido o, en este caso, con el vecino que odiaba porque siempre me miraba por encima del hombro. Maldita suerte la mía. Había decidido conocer a alguien roto, y aquello me aterraba. Las personas rotas no destruyen. Huyen. Y en cualquier momento él podría hacerlo. Me acaricié los labios. El fogonazo de calor que había notado al posar mis labios en la comisura de los de Noel me había impregnado por completo. Entré en el salón. Sinceramente, jamás hubiera esperado verla allí. Sus ojos grisáceos me miraban a través de un flequillo desordenado. Su rostro, antes rollizo y bordado por mofletes roji*zos, se veía pálido y huesudo. Olía a tabaco y sudor. ¿Había bebido? Marcos nos miraba, a una, a otra, a una, a otra, como si fuera un partido de pin-pon. —¿Qué haces aquí? —Lena… No la podía dejar fuera —respondió Marcos por ella. Como si tuviera que darme una explicación. —Verónica —murmuré—. ¿Qué haces aquí? Tres, dos, uno. Rompió a llorar. Empezó a farfullar frases inconexas, entre gimoteo y gimoteo. ¿Dónde había quedado la chica de los labios rojos? ¿Dónde estaba la chica de las risas y los chupachups de fresa después de clases? Quería volver a ver a la Ronnie que brillaba aun yendo con chándal y deportivas desgastadas. No pude evitarlo. Me lancé contra ella, abrazándola. —No puedo más —sollozó.

—Estoy aquí. —¡No puedo más! —comenzó a hiperventilar. —Marcos, ve a buscar un vaso de agua —le pedí asustada; él se fue corriendo, haciéndome caso. Cogí a Ronnie de los brazos, quién intentaba hacerse un ovillo para evitar que la angustia tomara vía libre en su cuerpo. Intenté que los abriera, que lo soltara todo. Que dejara de aferrarse al dolor que la consumía. —Respira conmigo, Ronnie. Respira. —No puedo, no… —Sí puedes, cariño. Respira. Coge aire. Un espasmo le recorrió el cuerpo, después vino la arcada. Vomitó. Verónica estaba peor de lo que pensaba. —Lo siento, lo siento. —No tienes que sentir nada. Respira hondo —contesté mientras mi pulgar dibujaba pequeños círculos en la espalda para que se tranquilizara—. ¿Quieres que llame a tus padres? —¡No! —chilló—. Ni harta de vino. Tuve que aguantarme la risa histérica con ese último comentario. «Querida, justamente venías harta de alcohol». Comenzó a respirar más tranquila, aun así, seguía temblando en el sofá. ¿Qué podía hacer? ¿Qué era lo mejor? Le acerqué el vaso de agua que Marcos había ido a buscar para ella. —Vamos, levántate, Ronnie. Te vas a pegar una buena ducha y después te tomarás un buen cappuccino con nata. Ella me miró con los ojos desorbitados. —Yo no quiero molestarte más, no sé en qué pensaba… Suspiré. Hasta respirar le dolía en el alma. —No me molestas, microbio. Anda, tira para la ducha. Le cogí la mano y la arrastré al diminuto baño. Le di una toalla. —Voy a limpiar eso, busco ropa mía para darte y vuelvo. Me miró asustada, como un perrito abandonado. —¿Seguro? Me puse una mano en el corazón y asentí, prometiéndole que así sería. Ella dejó ir el aire que se estaba guardando. A Verónica le daba miedo estar sola. La soledad es buena, pero también es peligrosa cuando te sientes vacío.

Cerré la puerta, dejándola allí y rezando para que no cometiera ningún locura. Fui hacia el comedor, donde me encontré a Marcos intentando limpiar el vómito de la funda del sillón. —Déjalo, renacuajo, ya limpio yo la emesis. Quiero decir, el vómito. — Intenté quitarle el trapo, pero se negó. El olor repugnante me hizo saborear mi propia bilis. —Deberías llamar a Oliver —soltó de repente—. Sabes, no conozco la historia completa, aunque recuerdo perfectamente que tu terminaste destrozada, calabacita. Esta vez no dejaré que pases por eso sola. Otra vez, no. Alcé las cejas. —Puedo lidiar con ello sola —me defendí. —Lo sé, eres la persona más fuerte y cabezota que conozco. Sin embargo, te prohíbo que te cargues todo el peso de la situación en tu espalda. Llama a Oliver, o lo llamaré yo. Además, Verónica es un títere roto. Solo le tienes que mirar a los ojos. Os necesita a los dos. Me convenció. Llamé a Oliver, quien con una mezcla de curiosidad y preocupación, accedió a venir. Siempre habíamos sido tres en ese grupo, y él también se merecía explicaciones. Igual que Ronnie se merecía apoyarse en alguien. Puse la funda del sofá en la lavadora, rezando para que doña Cecile no llegara antes de trabajar y viera el estropicio que había ocasionado mi ex mejor amiga. Puse una cafetera en el fuego, preparé la nata y el cacao en polvo para decorar la superficie. Si es que deberían haberme dado el premio a mejor anfitriona del año. Ojalá Ronnie empezara a entender que donde te quieran tal y como eres, ahí es donde debes estar. Fui a buscar un chándal ocre que me iba grande y se lo llevé. Llamé a la puerta, justo cuando llamaron al timbre. —¡Ya voy yo! —bramó Marcos. Tenía un tesoro por hermano. Verónica abrió avergonzada, tenía el pelo mojado y las mejillas rosáceas por el agua caliente. —¿Mejor? —le pregunté—. Te espero en el salón, ¿sí? Si necesitas alguna cosa gritas mi nombre —ella asintió, pudorosa. No la culpaba, llevábamos mucho tiempo sin hablarnos como antes. Y ella se había presentado allí, sin ningún aviso previo. Perdida y decepcionada con ella misma. Me dirigí al salón, donde me encontré a mi amigo. Me daba pudor verle

después de lo que había presenciado en el baño del instituto. Pero cuando vi al chico de los ojos caramelo me olvidé. ¡Lo que me faltaba! Le lancé una mirada interrogante. Alek llevaba un jersey tan ajustado que me podría haber sacado un ojo con sus pezones. ¡Por la madre del amor hermoso! —Oliver, ¿podemos hablar? —le susurré, colocando los brazos cruzados. Él me siguió a mi habitación y cerré la puerta de golpe. Lo miré desafiante. —¿Qué hace él aquí? —Me pasé una mano por el pelo—. ¡En qué pensabas! Verónica está muy mal, lo último que necesita es tener desconocidos aquí. Él levantó las manos en señal de disculpa. —Lo siento, calabacita. Estaba en mi casa. Además, estaba preocupado por ti — añadió moviendo las cejas. mientras intentaba abrir la puerta. Le bloqueé el paso —Deja de decir sandeces, ¡por el amor de mi madre! Oliver. No era el momento de traerlo a mi casa, podrías haberle dicho una mentira. O la verdad. Me da absolutamente igual. ¡Pero no era el momento! ¿Te gustaría a ti que un desconocido te viera sumergido en la mismísima miseria? ¿Verdad que no? Pues a Verónica tampoco. —Lo sé, lo sé... Y lo siento, ¿vale? No lo he pensado. —Pues primero piensa y después existe. Refunfuñé, dando la conversación por terminada. Abrí la puerta de golpe y me dirigí al salón, donde estaban Alek y Marcos. Me puse delante del pelinegro y estiré mi mano para encajarla con la suya. No esperé que fuera a abrazarme. Mi cuerpo impactó contra el suyo, fundiéndonos en uno. Mi cabeza estaba justo en la altura de su pecho. El corazón comenzó a martillear fuerte. —¿Es que no trabajas nunca, tú? —solté, intentando relajar el ambiente. O relajarme a mí misma. Ya no lo sabía. —Yo también me alegro de verte —añadió, mostrando sus dientes perfectos y blancos. Me alborotó el pelo—. ¿Estás bien? —Tortolitos, apartaros. Que me dais urticaria —bramó Oliver, poniéndose en medio. Le iba a soltar alguna perlita cuando oímos pasos. —Yo mejor me voy a preparar algo para beber. Al menos Alek sabía en qué momento se tenía que ir. Ronnie ya se sentiría

demasiado expuesta con Oliver y conmigo. Se dirigió con Marcos a la cocina; como Pedro por su casa. Ronnie apareció. Pude ver el momento exacto en que sus ojos se dilataron y las lágrimas amenazaron en regresar. —¿Lena? ¿Qué es esto? —murmuró, abatida. Sabía que no tenía escapatoria. —¡Ostia! Mi niña, estás hecha un mierda. Parece que vengas de un after. Oliver, a veces, tenía poco tacto. Le di un empujón en el hombro, lanzándole una mirada de advertencia. No era el momento. —Lo he llamado yo, Ronnie. Ven, vamos a sentarnos en los sofás. He preparado cappuccino. —¿A mí también? —Tú bebes agüita, que después de desperdiciar tanta saliva la necesitarás — le tiré un puya. Él abrió mucho los ojos, le susurré un «después hablamos». Nos sentamos en los sofás. Ronnie ya no temblaba, pero sus manos se aferraban con tanta fuerza a la taza de café que temí que la rompiera. Se agarraba como si quisiera fundirse con ella. —¿Quieres hablar de ello? —tanteé. Ella negó con la cabeza. Oliver y yo nos miramos, preocupados. Al final, ella había sido nuestra mejor amiga. Y, a pesar de que seguíamos enfadados porque no nos había escuchado en su momento y por olvidarnos, nos inquietaba verla así. —No quiero volver a caer. Pero, hoy no… Hoy no… Estoy tan rota. —Las lágrimas calientes le acariciaban la mejilla. Me senté a su lado y le limpié las lágrimas con los dedos. —¿Sabes cuál es la magia de las personas rotas? La luz que se cuela por sus grietas —dijo Oliver, rompiendo ese momento tan incomodo. —Y sabemos que tu raíz está intacta, volverás a florecer, Ronnie. Era así. Confiaba en que Ronnie juntaría sus pedazos rotos y construiría un mosaico que contaría las batallas que ganó. Justo en ese momento llamaron al timbre. —Ya voy yo —dijo Alek, quién estaba terminando de prepararse un té negro junto a Marcos. Oí como se dirigía a la puerta y la abría. El silencio que brotó entonces empapó la casa. —¿Qué coño haces aquí?

Mierda.

24 Los ojos besan antes que la boca Las personas tenían razón cuando me decían que era un idiota en potencia. A veces tenemos buenas intenciones, pero tomamos malas decisiones. Entonces nacen las ideas malas. Pista: esa fue terrible. Me había sorprendido cuando después de media hora seguía con los dedos encima de la comisura de mi boca. Allí donde la pecosa de mi vecina me había acariciado con sus labios roji*zos. Me habían quemado los míos. Pequeños fuegos artificiales callejeaban entre mis venas, revolviéndose entre la sangre caliente y los nervios que brotaban de mi pecho. Ella era puro fuego, el mundo ardía entre sus labios cuando reía. Y yo… Yo era un iceberg derritiéndose. La ironía estaba en que yo la quemaba; ella me derretía. Me sentí la persona más desafortunada del mundo. Todas las máscaras tienen un agujero, y es por ahí donde las verdaderas intenciones huyen. ¿Como podía estar pasando aquello? Tres meses habían pasado. Tres putos meses en que todo se había intensificado tanto que dolía. Y, como había leído en un poema francés, perdernos a nosotros mismos duele una vida. Así que no comprendí el impulso que me lanzó a llamar a la puerta de mi vecina. Tampoco entendí el sentimiento que me atacó cuando vi al pelinegro, con una sonrisa tensa y el puño apretado. «Reemplazado, inútil, despreciable», comenzó a gritarme el subconsciente. —¿Qué coño haces aquí? —solté sin pensar. La tensión se podría haber cortado con un cuchillo. «No sirves para nada, idiota; nadie te va a querer nunca». —Eso también me lo podrías decir tú. Comencé a temblar. Controlar las emociones no era mi punto fuerte. Apreté

los puños. «Te han utilizado, supéralo; para qué lo intentas, si ya sabes el resultado». —No tenías suficiente, ¿no? —le ladré a Alek. —¿De qué hablas? Quise darle una ostia, quitarle esa estúpida sonrisa que había dibujado. A pesar de que no era propenso a la violencia me acerqué a él. El pelinegro era más alto, pero yo era más intimidante. —Hijo de puta. Un destello de luz atravesó la puerta, su cabellera se mezclaba con el atardecer. —Alek, vente para dentro. Él la obedeció como un perrito faldero. Me desangré por dentro cuando vi como la acariciaba por la cintura y me miraba de reojo, una declaración de guerra en toda regla. Lo que él no sabía es que yo estaba a punto de abandonar esa jodida batalla de machos alfas que en realidad no llegan ni a la suela de los zapatos. La pelirroja no se merecía aquello. Ella era demasiado Lena. Se me encaró. —¿Qué demonios te pasa? —voceó. Se oyeron algunas persianas subiéndose en el patio de vecinos. Ridículos vecinos cotillas. —No pienso arrastrarme más. Me giré para irme, pero ella me agarró por el jersey. Se situó delante de mí y se puso de puntillas para observarme mejor. Me mordí el labio, tenerla tan cerca… Sus manos me cogían de los hombros, obligándome a que la mirara. Su media melena me hacía cosquillas en las mejillas. —¿Qué? —preguntó. Jamás la había visto tan enfadada. Me pregunté qué habría pasado dentro de esa casa—. ¿De qué hablas, Noel? —Lena, podrás ser muchísimas cosas. Pero ingenua no lo eres —escupí irónico. Levanté la vista al cielo, sus labios eran peligrosos. —Simplemente, a veces no entiendo cómo razonas. —¿Por qué no te puedes alejar? —supliqué—. Lo mejor es que dejemos de hablar. Ella frunció el ceño, dolida. Lo que no sabía es que quería que ella huyera, porque lo único que yo deseaba era quedarme. —Deja de huir.

—¡Deja de ser tan gilipollas, Lena! Abre los putos ojos —exclamé, situando mi frente encima de la suya—. Date cuenta de quién soy yo, de quién eres tú. Hay heridas que en vez de abrir la piel abren los ojos. No la culpo por que pensara que el problema era ella. Era todo lo contrario. La inseguridad destruye tu mente, y después empieza a destruir todo lo demás. —¡Y tú deja de joder, Noel! —se separó unos pasos, dejando un vació que sacudió mi vida entera—. Tienes razón, una es feliz entre menos gente. Una cuchillada en el corazón hubiera dolido menos. Me lo había buscado. El viento del atardecer del patio de vecinos le alborotaba el pelo. Sus pecas jamás habían brillado tanto. Era llamas rodeada de gente fría. Ella no necesitaba cerillas para prender el mundo entero. Podría haberla abrazado, pero la ira me cegaba. —Tú no sabes nada —me dirigí a mi piso. —¡El que no sabe nada eres tú, Noel! De hecho, sabes menos que nada porque si supieras que no sabes nada, eso sería algo. —Perfecto, tú lo has dicho. Me separé de ella y le cerré la puerta en la cara. Así fue, simplemente terminó… *** —¿Estás bien? —Sí. —¿Por qué mientes, Noel? Te conozco. —Porque decir que no estoy bien no cambiaría nada. Chasqueé la lengua y evité la mirada de Cristian. El mes de abril había llegado con todas sus fuerzas. El calor de la primavera mancillaba las calles, las flores silvestres se despertaban y yo… Yo estaba más frío que un día de diciembre. Era un puto bloque de hielo. Las tres últimas semanas desde que había hablado por última vez con la pelirroja se me habían hecho eternas. Estaría bien tener una pastilla para olvidar; lo que nadie te dice es que es difícil olvidar a un persona con la que hiciste algo por primera vez. Y con Lena Rose había empezado a ser yo mismo. —Estás distante —añadió—. Distante, apático, insulso, frío.

Ese día habíamos hecho un examen de Lengua castellana con un modelo de la Selectividad y un profesor que solo repetía: «esto no son errores, sino horrores ortográficos». Quedaban dos meses y una semana justa para las pruebas. Mis compañeros de clase estaban inquietos, y cada vez que estudiábamos para un examen la frase clave era «esto no entra para la Selectividad, así que no nos interesa». O, en mi caso, miraba los exámenes y seguidamente pensaba debajo de qué puente iba a vivir. Uno romano siempre era una buena opción. —Es que he decidido conquistar el frío, a ver si también se aleja —protesté. —«Él es frio como el hielo, pero póntelo en los labios y verás cómo arde» — recitó el rubio. Era una frase de uno de los poemas que habían salido en el examen, el cual tuvimos que desglosar, pero después de conocer su pequeño secreto con Oliver me desordenó las ideas. Yo aún no había sacado el tema, ni lo haría. Aunque odiaba admitirlo, Lena tenía razón en que no debía presionarlo. Él era mi amigo, yo no lo juzgaría, ni presionaría. —Deberías sonreír —contestó Cristian—. Te saldrán canas, que son un signo de estrés. Recordé con melancolía la tercera regla de la Guía para dejar de ser idiota: «Sonríe. La vida te puede sorprender si lo haces. Y huye de las personas que apagan tu sonrisa». Menuda mierda. —Y por eso mismo existe un invento extraordinario que no dejará indiferente a nadie: el tinte de pelo —bufé. Cristian dejó de joderme con sus preguntas de mierda y comenzó a abotonarse la camisa. Yo me puse una sudadera negra que me había dejado él, unos pitillos rotos blancos y unas bambas sucias de barro. Era siete de abril, una de las noche más esperadas del año. Desde el 1978 la Universidad Politécnica de Cataluña celebraba la Telecogresca, el festival universitario más grande de Cataluña. Y, obviamente, todos los alumnos que cursaban segundo de bachiller estaban ansiando saborear el futuro que se les aproximaba el año siguiente. Los nervios me carcomían por dentro. En el fondo concebía la posibilidad que la pecosa que me estaba sacando el sueño estuviera allí. Desde que Cristian y Oliver salían a escondidas, comprendía que era posible encontrármela en cualquier sitio. Incluso donde ella era un pez blanco en un mar de olas negras.

Me alboroté el pelo, como si así pudiera sacarla de mi mente. —¿Estás listo? Me despeiné con una mano (para qué ir a la peluquería teniéndome a mí), y le robé un poco de perfume. Dicen que el maquillaje se borra, la ropa se arranca, el pelo se encrespa, pero el perfume no se olvida. —Sí —forcé una sonrisa. Esa noche iba a arrasar con todo. El Fórum estaba a una hora en metro de la casa de Cristian, así que su madre se ofreció a llevarnos hasta allí, aunque después tuviéramos que buscarnos la vida para volver. Sus palabras literales fueron: «Ya sois mayorcitos, apañaros. ¡Y nada de emborracharos!». —Mayores para algunas cosas, críos para otras. Si ella supiera… Suerte que tengo dinero para el taxi —protestó mi amigo cuando su madre ya se había ido —. Por cierto, tengo que contarte algo… Arqueé una ceja. —¿Que eres un asesino en serie y yo soy tu próxima víctima? —Eres subnormal, eso no te lo confesaría —dibujó media sonrisa—. Es un pequeño detalle, nada de suma importancia. —Dispara. —Disparo. Hemos quedado con varia gente de clase. Abrí mucho los ojos. —¡Pero serás hijo de puta! ¿Quiénes? Tuve miedo de que dijera ella. —No te preocupes, son pocos. Lo que debía ser pocos resultó ser casi la mitad de la clase. Supe que ella quizás estaría allí cuando Cristian dijo que volvería al rato, dejándome con nuestros compañeros de básquet y algunas de las chicas. Me enfadé, porque habíamos ido juntos para disfrutar. «Sal, tequila y errores», era nuestra frase favorita. Mi mejor amigo desapareció entre la gente. Me giré de inmediato cuando vi su cabello azabache y sus ojos verdes. El veneno que la envolvía. La víbora de Jolene. Habíamos discutido la última vez que nos habíamos encontrado. Fue en los baños del cine, cuando Lena nos encontró. Mi exnovia, con su lengua de serpiente, quería que volviésemos a intentarlo. No porque estuviera enamorada. No porque nos necesitáramos. Sino

porque ella estaba tan sola como yo. Éramos personajes antagónicos que vivían en una misma historia. «Has venido a arrasar», me recordó una voz interna, «no a ser infeliz». Asentí. Entramos en el recinto. —¡Tío! —gritó Aron al verme. Se unió Sergio—. ¿Nos acompañas a por unas birras? —Eso es porque soy el único que ya tiene dieciocho, ¿verdad? Sois unos mamonazos —les contesté riéndome. Eran un par de lo más extraño. —Mentira —dijo Sergio—. Es para que pases de la ex al next en un sorbo. —Se cree que lo dice por ti. La realidad es que su crush le ha destrozado el corazón —me confesó Aron. —Cabronazo. ¿Qué dices? —atacó Sergio—. Yo soy alérgico al amor y a estas mierdas. —Eres alérgico porque la tal Paola te hace llorar y te deja sin respiración, ¿no? Puse los ojos en blanco. Vaya pedazos de inútiles. —Os consigo las cervezas si me invitáis. Después de dos jarras, cubatas ilegales que habían colado mis amigos en el recinto e indefinidas canciones cuya letra ya era borrosa, el juicio se me nubló. Salté y me desgarré la voz con la canción Volcans del Buhos. «Sense regles que ens prohibeixin ser qui son, com si a la nit d’avui se’ns acabés el món». Ojalá pudiera ser verdad: sin reglas, sin nada que nos prohibiera ser nosotros mismos. Ojalá fuese tan fácil. Y pedí ese deseo mientras el alcohol me quemaba el pecho. Me perdí entre las letras de esa canción; me perdí entre los fuegos artificiales que encendían el cielo; me perdí entre las burbujas de la cerveza que ella me dio; me perdí en los labios rojos de un pelinegra que me había pillado desprevenido. Las estrellas que titilaban en mis ojos por culpa del alcohol no me advirtieron de ese error. Comenzaron a cantar Barcelona se ilumina cuando me cogió del cuello y nuestras bocas chocaron. Fue un impacto que no provocó nada en mi interior. Y, a pesar de ello, seguí. Éramos dos personas destrozadas, intentando reconstruirnos entre la ira y el dolor. Queriendo alejarnos del mundo, perdiéndonos entre la locura. Nos besamos. Le mordí los labios. La pegué más a mí. Salvajes y rotos.

Nuestras lenguas se enroscaron feroces. Me agarró del cuello, provocando que nos saboreáramos más. —Noel —gimió ella. Dicen que es trágico un amor que no es correspondido; nadie te dirá que es peor un amor que existió y se rompió. Levanté la vista. ¿Cuántas veces se puede romper un corazón? Vi una melena naranja que se fundía entre las chispas y la multitud. Me separé de Jolene de inmediato, pero no era ella… No era Lena. Me pasé la mano por la boca, manchándome de carmín. Tenía que salir de allí. Huir, una vez más. No contaba con que mi exnovia me seguiría a las afueras. Caminamos en silencio, afectados por la bebida, alejándonos del rumor de la gente y de las miradas que callaban besos secretos. Nos sentamos en una rocas, al lado de la playa. El murmullo de una canción lenta sonaba a lo lejos, mezclándose con la espuma de las olas. El sonido de estas contra las rocas me recordaba a su risa de cerdito; olía a ella; las estrellas eran el calco de sus pecas. El mar siempre sabe a nostalgia con un poco de sal. Joder con mi vecina. ¿Qué me estaba haciendo? Suspiré. —¿Qué? —preguntó Jolene mientras se encendía un cigarro. —A veces desearía ponerme en modo avión e ignorar todo lo que hay a mi alrededor. —Ella dejó ir una carcajada—. ¿Por qué crees que somos adictos a lo que nos destruye? Después dicen que beber y fumar es lo que mata. —Realmente, se siente bien estar vacía por dentro. Deja más espacio para el alcohol —respondió Jolene divertida. —Cierto. He besado más botellas que personas, y una resaca duele menos que un desamor —confesé mientras pegaba un trago de mi botella. —¿Te arrepientes? —la miré a los ojos. Bajo la luna llena y con el rímel corrido parecía otra persona. Más ella, menos impostora. —Tal vez… Sí, sí y sí. Me arrepentía de haberla besado. No quise afirmarlo en voz alta. Ella tampoco era idiota. —¿Te has enamorado alguna vez? —preguntó indiferente a mi respuesta—. Y no digas que lo hiciste de mí, porque yo soy la hija del mismismo Pinocho y cazo las mentiras al vuelo. Sonreí triste.

—Creí estar enamorado una vez, pero… Pero ahora creo que jamás fue real. —Porque ahora lo has hecho por primera vez —añadió. —Es imposible… —No, no lo es, niño —me cortó. Siempre me había llamado con ese mote—. Tal vez, el secreto de todo es estar bien con uno mismo para poder amar al resto. Reflexioné. Punto número cuatro… —Punto número cuatro de la guía: «Estar bien con uno mismo para poder amar al resto…» —murmuré, recordando la guía que había escrito Lena en su libreta. Debía encontrarla. Dejar de fallarle; sobre todo, dejar de fallarme. Tenía que comenzar a quererme… Una lágrima caliente me recorrió el rostro. Jolene no preguntó. Nos levantamos y volvimos al recinto. —¿Cómo está tu madre? —pregunté. Astrid Ocaña, la madre de Jolene, siempre había sido muy amable conmigo. Y, aunque su hija y yo nos manipuláramos a nuestro antojo, siempre me había cuidado. —Se está viendo con alguien —se rio—. Y es alguien muy interesante. —Me alegro de que esté bien. Nos despedimos en la puerta. —Cuídate, Noel —dijo guiñándome un ojo—. Y cuídala, pero si me preguntan jamás afirmaré que he dicho esto. Mi boca formó una media luna. Así lo haría. Miré el móvil, eran las tres de la mañana. Cristian me había enviado la ubicación de dónde estaba. Me sorprendió que fuera tan lejos del recinto, más me asustaba poder llegar hasta allí solo. Un poco perjudicado sí que iba. Oí la discusión antes de doblar la esquina. Arrastraban las palabras entre gritos. —¡Déjate llevar! Cristian. Tienes que dejar de pensar en lo que dirán los demás. —No lo entiendes. —¡Claro que lo entiendo! Pero es que estoy harto de tu maldita indecisión. Vivo al borde del colapso: el miércoles me quieres ver, el jueves me evitas, el viernes follamos como conejos y hoy quién sabe.

¿Se estaba inspirando en el cantautor Sabina? Puse los ojos en blanco, me recordó a las canciones que escuchaba mi madre. Qué original. —Para ti es muy fácil… —bramó el rubio. —¿Fácil? Fácil tus cojones. Ya te diré yo lo que no es fácil. Salir con alguien que no acepta que le gusto. ¡Querer a alguien que no acepta lo que es! —¡El problema es que yo no te quiero, Oliver! Tragué saliva. Qué golpe más bajo. Esa respuesta no me la esperaba. Pensé que Oliver tampoco se lo había imaginado, ya que no contestó de inmediato. —Es por él, ¿no? —Mi mejor amigo no contestó. Yo iba tan borracho que no entendí nada en ese momento—. Sabes qué… Paso. Algún día, o día uno. Tú decides. Cuando sepas lo que realmente quieres me llamas. Pasaron varios minutos. Yo seguía flipando en colores cuando Cristian apareció. Su aspecto era lamentable. —¡Aquí estás! Qué mameluco que vas, tío. —Le rodeé los hombros para aguantarlo. Pedimos un taxi. Cristian era previsor y llevaba el dinero suficiente para que primero lo dejaran en su casa, y después en la mía. En fin, una vida de ricos. Nos sentamos a esperar en un banco cerca del metro. Lo miré de reojo. Tenía los ojos rojos. No dejaba de morderse los labios y movía las piernas con un tembleque nervioso. —Suéltalo —me descubrí diciéndole. —¿El qué? —Todo. Levantó el rostro demacrado. Cruzamos las miradas. Pasaron los segundos, lentos. Los ojos besan mucho antes que la boca. Y lo supe entonces. No me sorprendió cuando él poso sus labios encima de los míos. Un beso delicado y que, para él, estaba lleno de sentimiento. Las señales siempre habían estado allí. Me aparté suavemente, me sentía mal. —Cristian… Él se puso la mano en la boca cuando se dio cuenta de lo que había hecho. El exceso de alcohol es perjudicial para los secretos. —Lo siento, yo… ¡Joder, ostia puta! Puedo explicarlo. No te enfades. Suspiré. —Lo sé todo. No te preocupes.

Él me miró abatido. —No sé qué decirte —se lamentó el rubio—. No lo sé ni yo lo que quiero. Mis padres jamás lo aceptarían. —¿El qué? — quería animarlo a que hablara y lo soltara todo, pero él se cerró en banda. —Déjalo, es una tontería. —No, no es una tontería, Cristian. Es tu dolor, y solo tú sabes cuánto te afecta. —A veces, para que nada salga mal, es mejor no contárselo a nadie — susurró. No hablamos más. El taxi llegó y el silencio perduró hasta que llegamos a su casa. Yo estaba colapsado, no quería hacerle daño. Él era mi mejor amigo. Antes de irse añadió. —Sabes… No deberías huir más de ella. Se que finges que no te importa, pero en realidad te mata por dentro. Jamás supe si lo decía por él, o por mí. El trayecto hasta mi casa fue una mancha borrosa. Tenía tantas preguntas… Y ninguna respuesta. Llegué al portal donde vivía. Pagué al taxista y me quedé inmóvil delante de la puerta. No podía entrar en casa. No con aquella sensación que me carcomía por dentro. Necesitaba hablar con ella. Decirle que lo sentía, que no quería alejarme; que no podía. Antes que me diese cuenta de lo que estaba haciendo subí por las escaleras de emergencia, las que daban justo en su ventana. Comencé a darle golpes con mi puño. —¿Pero qué demonios…? —gritó una voz. Eso me pregunté yo. ¿Qué cojones estaba haciendo? No me dio tiempo a huir, sus ojos impactaron con los míos. Había algo en la forma en la que me miró que me hizo dudar de si saldría en vida de allí. Ella era mucha mariposa para mi estómago. Abrió la ventana, enfurecida. —Pecosa. —Vecino —dijo con un deje a pregunta—. ¿Es que eres un lunático? —Pensé que estarías en la Telecogresca. —Pues te equivocaste, cabeza de chorlito. Estaba durmiendo y soñando con cosas bonitas. ¡Y seguro que esto es una pesadilla! —Anda, si me echabas de menos. No lo niegues, pecosa.

En realidad, era yo quién la echaba de menos. Me colé en su habitación sin ninguna invitación, aunque me llevé algún moratón en el proceso de saltar su ventana. En fin, el alcohol. —¿Qué crees que haces? —protestó bajito la pelirroja para no despertar a nadie—. ¡Hueles a alcohol! ¿Vas borracho? Y encima vas manchado de pintalabios… Mierda. El pintalabios de Jolene. Tragué saliva. —Yo no huelo nada. Hei-Hei, el hurón de Lena, bufó y se escondió bajo el escritorio. Me detestaba. Sin que Lena me diera permiso comencé a rebuscar por su habitación, hasta que lo encontré. Allí dentro es donde nacían los sueños y las nuevas oportunidades. Cogí a Nube, su agenda, y la abrí por la página que rezaba el título Guía para dejar de ser idiota. —¿Noel? No le contesté. Cogí un lápiz de su ordenado escritorio y escribí temblando: «Punto número cuatro: el secreto está en quererse a uno mismo para poder amar a los demás». Ella me observó en silencio. Cuando terminé de escribir dejé ir el aire y todo el cansancio que llevaba acumulado. Me sorprendí al notar su mano encima de la mía. Un relámpago me recorrió hasta las entrañas. Los fuegos artificiales tenían el pelo alborotado, pecas y un nombre. —Me alegra saber que lo has entendido, Noel. —Te he echado de menos, pecosa —confesé por culpa del alcohol. —¡No me puedo creer que me hayas dicho eso! —soltó una risotada—. Estás peor de lo que pensaba. —¿Tú no lo has hecho? ¿No me has echado de menos? —pregunté inseguro. —Yo… Eh… Nunca he dejado de hacerlo —declaró arriesgándose a que yo, al día siguiente, lo recordara todo. Recorrí su labio con forma de corazón con el pulgar. Tenía los ojos brillantes, o igual eran los míos. —¿Tú y yo que somos? —Pronombres —sonrió ella nerviosa y con la voz aguda. Se aclaró la voz—. Deberías ir a dormir, Noel. —Tienes razón.

Me tiré encima de su cama sin esperar ninguna respuesta. Escuché sus gruñidos quejándose de que se refería dormir cada uno en su cama. Me estiró de la camisa varias veces para que me levantara. Intentó arrastrarme por los pies. No pudo moverme; yo tampoco le hice caso. La cabeza me pesaba. Finalmente, vencida por el sueño, se colocó a mi lado. Era una cama pequeña, así que me coloqué en silencio; la pensé a gritos. La rodeé con un brazo. La calidez de su cuerpo hizo sentirme en casa. Cuando estaba con ella llegaba el verano y se fugaba el frío. Me estaba enamorado y eso me aterraba.

25 Quien tiene magia, no necesita trucos Noté un peso encima de mí. Intenté removerme, pero no conseguí levantarme. «¿Dementores, sois vosotros? ¿Habéis venido a por mí?», me lamenté, haciendo referencia a las tenebrosas criaturas que arrebataban las almas en Harry Potter. —Deja de moverte, pecosa. Quiero dormir —gruñó Noel. Sus labios me hicieron cosquillas en el cuello. Me asusté. ¡Había olvidado que él seguía allí! Estaba detrás de mí, pegándose a mi trasero. Del sobresalto moví la pierna tan deprisa que le di en la espinilla. Noel, aún adormilado, se quejó herido. —Atrás, satanás —chillé. Acto seguido me puse las manos en la boca, no quería que Marcos o Doña Cecile entraran en mi habitación. Esta no tenía pestillo. Sin embargo, no pude salir de bajo sus brazos. Noel me estaba sujetando como si fuera un oso de peluche. —Lena, hay dos formas geniales para despertarse —refunfuñó—. La primera es con un buen desayuno, me conformo con un café cargado y una tostada de queso. La segunda manera es con un buen polvo. —¡Gorrino! ¡Marrano! —contesté dando un manotazo en el aire. Él me giró con facilidad, dejándonos cara a cara. Incluso dormido y con legañas era atractivo. Qué abominación de persona. —Así que, como podrás observar, ninguna de ellas incluye darme una ostia como si fueras un puto caballo. —Se llama coz. —¿Qué?

—Lo que tú llamas la «ostia» del caballo —dije entre comillas—. Se llama coz. —¿Son las ocho de la mañana y ya me estás dando lecciones de vida? —Primero, son las nueve de la mañana. —Hora de dormir —dijo remolón apretándome más entre su brazo y su cuerpo. —Segundo, ¿puedes hacer el santo favor de dejarme levantar? Si no, no me haré responsable de tu alopecia instantánea. —¿Alo- qué? —¡Qué te dejaré calvo! ¡Pelón! Suéltame —dije autoritaria. Él accedió. Pensé que se levantaría y se iría. Me descolocó cuando cogió la almohada y se la puso encima de la cabeza. La luz le molestaba. Puse los ojos en blanco. Habíamos estado tres semanas sin hablar. Evitándonos. Odiándonos delante de todos, echándonos de menos en secreto. La distancia más larga entre dos personas es el orgullo. Así que seguía en shock de que hubiéramos dormido juntos. Esos veinte días me había refugiado en las vivencias de Ronnie, las sandeces de Oliver y él. Alek. El pelinegro ya era oficialmente un componente más de nuestro grupo de amigos. Ronnie, aún no nos había contado lo que la había impulsado a dejar a Lidia. No estaba preparada. Pero cuando estuvo mejor, decidió que quería conocer a Alek. Así que se había unido a nuestros planes cotidianos: cotillear sobre los últimos rumores en el Central Pork; alimentar a las palomas en el parque laberinto de Horta; quejarnos de la gente de clase, y lamentarnos de la vida. Era divertido estar con ellos. Aun así, no había sentido un ápice de lo que estaba experimentado ese momento observando a mi vecino. Miedo con un regusto a paz. A su lado no importaba si era lunes o sábado; si la lluvia nos calaba o el sol nos acariciaba. No importaba, porque estar con él era como estar en una eterna primavera. Bueno. Era una eterna primavera con un ligera alergia. En ese momento llamaron a la puerta de mi habitación. —¡Lena! ¿Estás despierta? ¿Puedo pasar? Mierda, mierda, mierda. Marcos. —¡Un momento! No sé si la situación era por culpa del karma o por aquella cadena de buena

suerte de WhatsApp que no reenvié cuando tocaba. Tapé a Noel con el edredón y lo cubrí con todos los peluches, mantas y ropa que encontré en la cesta de la ropa sucia. Esperé que no se ahogara allí dentro, aunque tampoco me hubiera importado. Arriba del todo, coloqué a Hei-Hei, quién erizó su cola enfadado. —Aguanta la respiración —murmuré en voz baja a Noel. —Moriré antes ahogado o por culpa de la mordedura de esta rata —balbuceó él. No le hice caso. Fui a la puerta y la abrí poco a poco. —Buenos días, hermanito de mi corazón —sonreí inocente. —¿Con quién hablabas? —interrogó, arqueando una ceja. —Hablo en sueños. —Y yo he adoptado un gato. —¿En serio? Eso es mentira… —Marcos puso los ojos en blanco—. Ah, ya lo he entendido. Era ironía. Mi hermano recorrió con la mirada la habitación. Me mordí el interior de la mejilla cuando posó sus ojos encima de la cama. Entornó los ojos. Hei-Hei estaba mordiendo un calcetín. Un sucio calcetín que llevaba puesto mi estúpido vecino. Noel, escondido bajo toda esa boñiga de mantas y ropa, gruñó. Me puse a toser, intentando esconder los quejidos de Noel. —La polinización —intenté excusarme, roja como un tomate, ajustando la puerta para que dejara de mirar dentro—. Ya sabes. Primavera. Flores. Los antófilos, también llamadas abejas. —Lo he pillado. La abuela Pilar llega en cinco minutos. Vístete rápido y ven, Cecile nos espera. No se me pasó por alto que se refiriera a nuestra madre con su nombre de pila. Él siempre le había llamado «mamá». ¿Qué me había perdido? Era verdad que se habían distanciado. Aunque siempre pensé que era por un pequeño desliz de la edad del pavo. Marcos se giró y se dirigió al comedor. En medio del pasillo se paró, pronunciando una palabra que provocó que me ardieran las mejillas. —Sola. ¡Por todos los rayos y las centellas! Cerré la puerta rápido y me puse a buscar ropa en el armario para cambiarme. La pila de prendas y mantas se dispersaron por el suelo, dejando a la vista un Noel exasperado que buscaba aire. Hei-Hei se escondió bajo la cama, enfadada.

—¡Me cago en todo lo que se menea! —Se sentó encima de la cama, con una mano en la cabeza y ojeroso. Me atraganté con mi propia saliva cuando cogió una prenda de ropa haciendo pinzas—. Anda, tus bragas de Winnie the Pooh. Aún me acuerdo de ellas. —¡Dámelas! —Se las arrebaté—. Y no te quejes. La que tendrá que lavar las sábanas soy yo. Me las has dejado babadas y huelen a sudor. ¡Y tú hueles como la barra de un bar! Ahora, levántate. Fui hasta allí y lo sujeté fuerte de las piernas, estirándolo fuera de la cama. Fue difícil, pero Hei-Hei me ayudó. El hurón blanco, enfadado con Noel por haberle arrebatado el sitio en la cama la noche anterior, le mordió el culo. El moreno dejó ir una exclamación y perdió la fuerza, permitiéndome sacarlo de la cama. Se cayó en el suelo. —¡Tu rata me ha mordido! —se quejó. —Shh. No grites. Además, no es una rata. Es un hurón. —Cogí a Hei-Hei en brazos, quien se enroscó entre ellos, haciéndose una bola. —Bien, ya me voy. ¿Dónde están mis pantalones? Quise darme una palmada en la frente. Qué bochorno. Con tanto alboroto no me había dado cuenta de que iba vestido con un jersey y unos bóxers negros que le resaltaban el culo. Y joder, que culo. Me mordí el labio ante ese pensamiento. —¿Me puedes explicar por qué no los llevas puestos? —me sentí tonta por no haberme dado cuenta. —Era bastante incómodo dormir con ellos. Los encontró entre todo el caos de mantas y sábanas. Se los puso enseguida. —Por cierto, ¿te han dicho que roncas un poquito? —me preguntó. Tragué saliva. —Mentiroso. Yo no ronco, solo respiro con alegría. El timbre de mi casa sonó. Noel y yo nos miramos. La abuela Pilar había llegado y mi misión era echar al moreno a patadas. —¿Has traído churros? —oí que gritaba mi madre contenta. A Noel se le iluminaron los ojos. Dibujó una sonrisa socarrona. —¿Ha dicho churros? ¿Son con chocolate o con azúcar? Me gusta más la segunda opción, pero me conformaría con la primera. —Oh, no. ¡Oh, no! Tú te vas para casa. Lo empujé hasta la ventana, y aunque me costó horrores lo conseguí. La abrí

de canto a canto. Noel puso cara de cachorro abandonado, pero me hizo caso al ver mi cara de súplica. —Nos vemos antes de lo que te piensas, pecosa. —Fueron sus últimas palabras antes de saltar por la ventana. Lo perdí de vista entre las escaleras de incendio. Respiré hondo y me masajeé las cienes, implorando a la vida que no me diera estas sorpresas que me convertían en un saco de boxeo ideal para mi corazón. Me puse un chándal rosa salmón y me hice un intento de coleta. Me fui al baño corriendo, gritando un ya voy que fue respondido por una risotada conjunta. Llegué al salón derrapando. —¿Es que ahora eres un coche de carreras? —me regañó doña Cecile—. ¡Me vas a rallar el suelo! —Y aquí llegó la ratoncita. Ya veo que vas acelerada. Anda, siéntate y come, que te vas a quedar en los huesos —añadió Pilar. Observé la mesa, llena de churros con azúcar y una jarra con zumo de naranja natural. Marcos estaba sentando, a punto de hincar el diente a los churros. La abuela le zurró en las manos, riñéndole porque no estábamos todos. Justo en el momento que me senté, llamaron al timbre. Bufé. Seguro que eran los Testigos de Jehová. —Déjame, ya voy yo. Así me muevo. Ya sabéis, moverse es maravilloso para la salud —dijo Pilar. Se levantó con gracia y moviendo la cadera, presumida, se fue a la puerta. Observé a doña Cecile y Marcos. Ella lo buscaba con la mirada, pero él la esquivaba a toda costa. Intenté hilar los últimos acontecimientos en mi cabeza. Era verdad que mi madre hacía meses que no estaba tanto en casa, aunque se la veía más contenta. Marcos, en cambio, no dejaba de tener la frente arrugada. Pensaba demasiado. —¡El chico del parque! —oí que gritaba mi abuela. Alguien contestó, pero no oí que decía—. Pasa, pasa. Estábamos a punto de empezar a desayunar. Los tres que estábamos en la mesa nos miramos, confusos. ¿Quién era el misterioso chico del parque? Se me desencajó la boca. ¡Ya me lo podría haber imaginado! Endemoniado niñato mimado. Mi madre y Marcos me lanzaron una mirada interrogante. Solo pude mover los hombros, igual de sorprendida que ellos. —Siéntate, siéntate, niño. ¿Cómo te llamas?

Él se sentó a mi lado y me puso una mano en la rodilla por debajo la mesa. Me hizo temblar. ¿Cómo había logrado acicalarse tan rápido? ¡Llevaba incluso colonia! —Noel, señora. —Llámame abuela Pilar —sonrió ella. —Así que son con azúcar, pecosa —ronroneó en mi oreja. —Observo que las células fotorreceptoras de tus retinas que transforman la luz en señales eléctricas funcionan perfectamente —contesté sarcástica—. ¿Qué haces aquí? —Tomaros rápido el zumo, chiquillos. Que se le irán a las vitaminas —cortó Pilar. Noel sonrió, sabiendo que en ese momento no tendría que darme ninguna explicación. Comenzamos a comer los churros. ¡Bendita mi suerte! Estaban deliciosos y mis papilas gustativas bailaron. —Y dime, abuelita, abuelita —canturreé con la boca llena de churros. Me gané un bufido de mi madre—. ¿De qué conoces a Noel? —Del parque —Noel asintió. —Sí. Y me acuerdo de que me dijo: «No hay fracaso, salvo dejar de intentarlo» — añadió él, arqueé una ceja. —Eso suena como otro punto de la guía. Marcos, doña Cecile y la abuela nos miraron, como si fuera un partido de pin-pon. —¿Qué guía? —preguntó Marcos guasón y con retintín—. ¿Una guía tipo kamasutra? ¿Como la que encontré el otro día en el cuarto de Cecile? Doña Cecile se atragantó con un churro que se estaba comiendo y yo le lancé una mirada de advertencia a mi hermano. ¡Teníamos invitados! —¡Ya le gustarí…! —fue a decir Noel. Fue silenciado con un rodillazo de mi parte. —¿Qué es eso de la cama sueca? —soltó Pilar. —Mira, abuela Pilar —comenzó a decir el simpático de mi vecino—. En esta vida solo hay dos libros importantes. La Biblia que dice que nos amemos, y el kamasutra que nos dice como hacerlo. El segundo es como un tutorial que te enseña a hacer yoga a través del amor y la pasión. Hay días tontos… y tontos todos los días. ¡Cómo se le ocurría decir aquello!

Yo era la primera que creía que el sexo no era un tema tabú. Es increíble que todo el mundo se sorprenda cuando se habla de sexo. Curiosamente, las personas nacen a partir de un polvo. ¡Pero córcholis! Era mi abuela. Y era peligroso, porque estaba segura de que se informaría sobre ello. A pesar de todo, una pequeña parte de mí agradeció a Noel haber amenizado el mal rollo entre Marcos y Cecile. Debía hablar con ellos más tarde. —Entiendo, es algo así como «ama al prójimo como a ti mismo». Tendré que comprarme ese libro. —Mamá… No es buena idea que te lo compres. Ya te lo dejaré yo —añadió Cecile satisfaciendo la curiosidad de la abuela, aunque yo sabía que jamás se lo dejaría—. ¿Por qué no pones la radio? La abuela se levantó y la encendió. Comenzó a sonar la canción Estrella Polar de Pereza. Inmediatamente me puse a cantarla. Existen canciones que al cerrar los ojos se convierten en personas, y esa era la de nuestra pequeña familia. —«A la Avenida de la Estrella Polar llega primera el invierno. Sobre las hojas muertas cae el sol, que no calienta los huesos…» Doña Cecile y la abuela, empezando a destornillarse de la risa, subieron el volumen. Y yo, que vergüenza tenía poca, me levanté y comencé a interpretarla con un churro en la mano como si fuera un micrófono. —«Con los pies fríos no se piensa bien. ¡Algún delirio nos hará volver!» — seguí cantando. Cuando terminó todos aplaudieron y yo hice una reverencia. —Eh… Eso… —habló Noel con la boca sucia de azúcar. Marcos, Cecile, la abuela y yo lo observamos. Estallamos de la risa. —¡No te lo creerás, Noel! Pero Lena es de lo más peculiar —comenzó a narrar la abuela Pilar. —¡Ostras! No lo hubiera dicho nunca… —contestó él, sarcástico e inocente. —Hace años, cuando Lena tenía siete años, se escapó de casa en Nochebuena. —No conocía yo esta faceta tuya —Yo le saqué la lengua e hice una señal para que se callara. La abuela siguió explicando esa anécdota. Era de mis favoritas. —Para entonces, hacía poco más de medio año que habían sacado la canción que estaba sonando en la radio. ¡Por favor, que tortura! La cantaba día sí, día

también. Si lo extraño es que no nos sorprendiera un huracán. De hecho, dejamos de colgar la ropa mojada en el balcón por temor a que se presentara un diluvio universal. —Gracias, abuela. —Shh. —Me mandó a callar—. La cosa es que la encontramos en el tejado del bloque mirando las estrellas. Le cayó una buena regañina. Entonces, recuerdo que preguntó: «¿Crees que la estrella polar pensará que he sido buena este año?». Obviamente, nos quedamos a cuadros. Le contestamos que el caga tió1, el tronco al que le damos golpes con un bastón para que nos cague regalos, y los Reyes Magos, seguro que creían que sí. Aunque estarían enfadados porque se había ido sin decir nada. Pero ¿por qué debería saberlo la estrella polar? »Como decía el Principito, las personas mayores jamás serán capaces de comprender las cosas por sí mismas, y es muy aburrido para los niños tener que darles explicaciones. Solo decimos que somos personas serias, que no tenemos tiempo para estupideces. Lena nos miró y, convencida, dijo. «Porque la estrella polar es la más importante del cielo. Dicen que, si te pierdes, te ayudará a encontrar el camino» —Noel se rio—. Mi nieta, que luces tiene muchas, contestó: «Esta mañana he oído quejaros porque no os dejaba poner villancicos y solo cantaba esa canción. Yo no quiero que la estrella polar se enfade y desaparezca. ¿Entonces como encontraré el camino?». —Así que, indiscutiblemente, esa noche permitimos cantar esa canción a Lena porque nos dio pena —añadió doña Cecile—. ¡La muchacha la cantó cincuenta y cuatro veces! Después no nos sorprendió que estuviera una semana lloviendo. —Ahora la cantamos cada año, es un tradición navideña. Y no tan navideña, porque ya lo ves, la cantan siempre que encuentran una oportunidad —terminó Marcos. Las sonrisas nostálgicas iluminaban la mesa. —Y tú, Noel, ¿tienes alguna tradición navideña? —preguntó doña Cecile. Mi vecino chasqueó la lengua y negó con la cabeza. —Lamentablemente, jamás celebramos la Navidad en familia —murmuró afligido. Mis tres familiares y yo nos miramos apenados. —Escúchame bien lo que te diré, la familia no depende de la sangre. Depende de quién esté allí para sostenerte la mano cuando más lo necesites, y aquí serás bienvenido siempre —nos sorprendió la abuela Pilar. Noel tenía los

ojos vidriosos—. Pero bueno, piénsatelo bien. Que aquí tienes a alguien que te taladra la cabeza cantando la misma canción cincuenta veces, y eso no es moco de pavo. Lo miré de reojo mientras se reía y el corazón se me deshizo. Me ablandé. Si todos hubieran visto la sonrisa que nació de esa risa, como lo hice yo, nadie habría vuelto a buscar las estrellas en el anochecer. Porque quien tiene magia, no necesita trucos. *** —¡Me quiero rascar la cabeza! —protestó Oliver. —Es que teñirse el pelo en tu casa no era buena idea, capullo —bufó la malhablada de Ronnie. —Además, lo has decidido tú —me quejé yo. Estábamos los tres en casa de Oliver quién, impulsado por un corazón roto del que nos hablaría más tarde y varios cafés de malas decisiones, se había atrevido a cambiar de look. Nos estábamos lavando las manos, pegajosas por culpa del tinte para decolorarle el cabello. —Pareces un pollo —dijo mi amiga al final. —Muchos pollos… Pero pollas ninguna —se lamentó Oliver rencoroso. Esa tarde de domingo, después de haberme despedido de Noel y haberlo echado casi a patadas de mi casa, mi mejor amigo nos había enviado el mismo mensaje a Ronnie y a mí: «Tenemos un código 123». Ronnie me había llamado alarmada. Ese código era la clave para gritar a los cuatro vientos que había problemas amorosos. Y antes de que decidiera acariciar a alguien bajo la lluvia con un cable pelado, nos presentamos en su casa. Llevamos palomitas, refrescos y un tinte de pelo que nos había pedido Oliver. «Quiero sentirme libre. Necesito un buen cambio de look», nos había dicho. Un cambio que consistía en cambiarse el color de pelo por un azul eléctrico. Pero primero le habíamos desteñido el cabello rosa chicle que llevaba, para no mezclar ambos colores. De verdad, siempre he querido leer una investigación científica sobre los cambios mentales y físicos que provoca en un cuerpo el hecho de cambiar de estilo. Nos sentamos los tres en el sofá de su casa. Sus padres se habían ido de

excursión al campo, aprovechando el buen sol que hacía. Alek también se había ido con sus padres. Ronnie cogió una revista que había encima de la mesita de cristal. —¿Estás mirando los horóscopos? Lee el de Escorpio —pidió a Ronnie. —Seguro que dice que eres un intensito de la vida. ¿De qué signo es el destroza corazones? —Ella aún desconocía que el ex ligue de Oliver era uno de los chicos más populares de la secundaria. —Creo que Sagitario. —¿Qué te pasa por la cabeza? ¡Pedazo de idiota! Es obvio que los escorpios y los sagitarios no se llevan bien. —Sigo sin entender por qué creéis en esas memeces —pregunté incrédula. Los dos pusieron los ojos en blanco. Fui a hablar, pero Oliver me cortó. —«El horóscopo es una ilusión cultural masiva que hace creer a la gente que la posición arbitraria de una constelación al momento de su nacimiento afecta su personalidad» —me imitó—. Ya nos lo has dicho. Eres un aguafiestas. —Además, según el horóscopo de las revistas siempre tienes ligues y novios. ¡Y dijo que me crecerían las tetas! Ya no serán dos kikos. Si es que son una gran fuente de motivación —contestó divertida Ronnie. Dejó la revista a un lado—. Además, vamos al meollo del asunto. Código 123. Cuéntanos todo. Los cotilleos podían contra ella. A pesar de que seguía vistiendo con bolsas oscuras bajo los ojos que no tenían nada a envidiar a los bolsos de Coco Chanel, me alegraba que se estuviera reencontrando. Reconstruyendo. Oliver se mordió la mejilla nervioso. —Tuve una pequeña aventura con… Cristian… —confesó de golpe. Obviamente, no me pilló de sorpresa. —¿Qué Cristian? ¡Espera! Joder, no me jodas. Ostia puta —Era demasiado deslenguada—. ¡El populacho! ¿El amigo del idiota de Noel? ¿El rubio que está como un tren? Me cago en dios. No sabía que era gay. Me mordí la lengua cuando habló así de Noel. —Creo que aún no tiene claro si es hom*osexual o bisexual. —O heterocurioso —añadió Ronnie. —No creo que sea esta última, es imposible. —¿Por qué? —preguntamos ambas a la vez. —¡Seréis perras! Dejadme empezar por el principio, coño —se quejó él—.

La cosa es que un día de aburrimiento y de pajas mentales me hice Tinder. ¡Y sorpresa! Allí lo conocí. Utilizaba un seudónimo y no se le veía la cara, pero descubrí que iba a la fiesta de Jolene y quedamos allí. —¡Pero qué cojones tienes! Podría haber sido cualquiera —nos quejamos. —Shh. Bueno, así que decidimos quedar. ¡No sabéis lo que flipé cuando me di cuenta de que era él! Nos emborrachamos, demasiado, y lo demás ya es historia. Siempre supe que no era mi media naranja, pero anda que no le di un buena exprimida ese día. —¿Y cómo la tiene? —preguntó Ronnie divertida. —¡Ronnie! —comenté exasperada—. Los detalles no los queremos, gracias. Además, ya me traumaticé bastante cuando los pillé en el baño. Me tapé la boca con las dos manos. Mierda. No fue intencionado, se me escapó. Oliver me interrogó con la mirada. Él aún no sabía que ya conocía su pequeño secreto. Tan prevenida para algunas cosas… y bocazas para otras. —A qué te refieres… ¡Oh, no! ¿Tú lo sabías? —Me tiró el cojín que había encima del sofá—. ¡Pedazo de guarra! —No fue nada, Oliver —me excusé. —Además, ¿por qué te metiste en el baño de chicos? —Me ruboricé de inmediato—. No me jodas. ¿Estabas follando allí? Cerda. Puse los ojos en blanco. —No he follado nunca, cabezón. Ya lo sabes. Además, ¡eres tú el que estaba a punto de fornicar! —No me dirás que tu boca es virgen, ¿no? —preguntó Ronnie, quedándose con lo primero que había dicho. Me atraganté con mi propia saliva—. ¡Lena! ¿Pero qué has hecho todos estos años sin besos? —¿Vivir? ¿Respirar? ¿Aprender? ¿Quererme? —Eso no es lo importante —Oliver entrecerró los ojos y me señaló con un dedo acusador—. ¿Con quién estabas? Tragué saliva. —¡Lo sabía! Estabas con alguien, y sé que Alek no era porque él se fue a trabajar —me di cuenta cuando ató los cabos. Sus ojos lanzaron destellos—. ¡Me cago en todo lo que se mueve! Por la virgen de Guadalupe que, si no follo que me la chupe, ¡seguro que Noel! Ya sabía yo que algo pasaba entre vosotros dos. —¿El mismo que odiabas? Me acuerdo de que hace un par de años dijiste

que el mundo está lleno de imbéciles distribuidos estratégicamente para que encontrarte uno cada día, y que Noel era uno de ellos —preguntó Ronnie. —El mismo —confirmó Oliver. Le hice una peineta. —¿Y cómo te lo tenías tan callado? ¡Detalles! —No existen detalles, ¡porque no hay nada! —me quejé—. Pero él no es como pensáis. Es… humano. —Lena, si yo fuera tu iría me olvidaría de él… —Alcé una ceja, desconfiada —. ¿Sabéis que ayer fui a la Telecogresca? —ambas asentimos—. Cristian me dijo que le habían dicho que Noel se estaba liando con Jolene. Fue un golpe directo y frío. Todo encajó. Él borracho. El carmín que manchaba su jersey. El perfume que llevaba. Una parte de mí que desconocía se rompió. La sonrisa se desdibujó. Dolió. Pero dolió aún más la sensación de creer que había perdido algo, cuando realmente jamás existió nada. Noel y yo solo éramos amigos. Amigos cogidos con pinzas. —¡Qué hijo de puta! —chilló Ronnie, montándose historias en su cabeza. —Y eso no es todo. Cristian está enamorado de Noel, pondría la mano en el fuego —añadió Oliver, entristecido—. Si es que todos son unos auténticos capullos. Solo saben crear ilusiones falsas para después pisotear tu corazón, como si fuera un juguete roto. —¡Joder! ¡Payasos! —se quejó Ronnie—. ¿Sabéis qué? Esto se merece una tarde de películas ñoñas y palomitas. Por lo que se fue y por lo que vendrá. Se levantó para ir a la cocina y prepararnos un cubo de palomitas saladas. Oliver se levantó y se acurrucó a mi lado. Se le veía dolido. —Lo siento, Lena. A veces hay que dejar ir, para poder ser… Pero yo solo podía pensar en él. En sus pestañas largas, los mechones rebeldes y el sol acariciándole las mejillas. Nuestra silueta corriendo por las calles de Barcelona a contraluz. Su imagen se dibujó en mi mente, perdido entre silencios y sueños extraviados. Estúpido vecino. ¿Qué me había hecho? Me asusté. Filofobia se llamaba. Comenzar a enamorarme jamás estuvo en mis planes. 1 El tió de Nadal

Cataluña.

(«tronco de Navidad») es una tradición navideña asentada especialmente en

26 Y es contigo cuando brillo más Creí que un café lo arreglaría todo, pero no. Seguía siendo una semana de mierda. De esas en que te golpeas el meñique del pie o donde la paciencia no es tu mejor virtud. Todo junto se convierte en un cóctel molotov. Sinceramente, he llegado a la conclusión que la vida es como un 2 × 1. Cada dos días malos te regalan uno de mierda. Bachillerato se estaba convirtiendo en un infierno; los exámenes estaban a la vuelta de la esquina, y Lena Rose me evitaba. Lo extraño es que mi cerebro aún no hubiera explotado. Estado civil: cansado de la vida. Era sábado y me había levantado con ganas de regresar a la cama. Apenas había dormido. Ni esa noche, ni las pasadas. El sol había teñido el cuchitril al que llamaba habitación. Hacía pocos días que se había roto la persiana que daba al patio de vecinos. Y aunque había colgado una sábana blanca para que la luz no me molestara, el invento no había funcionado. Eran las doce de la mañana. Estaba sentado en el taburete de la cocina. Mezclaba el café solo con una cuchara, como si así pudiera sacarle la amargura. —¿Qué vas a hacer hoy? —preguntó Montserrat, mi madre. —Existir —contesté apático. —¿No has quedado con la vecina? La miré por primera vez desde hacía mucho. Estaba más pálida y ojerosa. Hundida, como un barco a la deriva que se va sumergiendo. Mi madre tenía la mala costumbre de aferrarse a las personas que no la querían. Se olvidaba que su marido no iba a cambiar. Y también se olvidaba que, pese a que las nubes pueden borrar el cielo, las estrellas jamás dejan de brillar. —¿Qué vecina? —me hice el iluso. —Sabes a quién me refiero, hijo. Lena. La hija de la señora Álvarez.

—Ni idea. —Arqueé una ceja. Mi madre esbozó media sonrisa, triste. Apagada. —Está bien. Es mi compañera de clase y, alguna vez, hemos quedado — confesé. Decidí confiar porque, a pesar de todo, mi madre seguía allí. Viviendo. Cuidándome. Queriéndome a su manera. Y si ella no se quería, yo lo intentaría por ella. Dejarse querer también es de valientes. —Parece buena chica… —Lo es —suspiré. —Demasiado. Mi madre se mordió el interior de la mejilla. Respiró profundamente antes de soltar la siguiente frase, atropelladamente. —Las buenas personas se merecen buenas personas, Noel. Se merecen que les regalen sonrisas, tranquilidad en el alma y amor bonito. —Le brillaban los ojos, destapando la tormenta que anidaba en su interior—. Se merecen que hablen de ellas como si hubieran llegado a la luna. Se merecen… que las quieran bien, no a ratos. Hablaba de ella misma. De su fatídica relación con Pablo. La familia no es de sangre, me lo había dicho la abuela de Lena hacía una semana. Pablo se había ido hacía dos días y aún no había vuelto. En el último mes se había convertido en una costumbre. Desaparecía y volvía, más enfadado, más patético. Más monstruo. Me sentí violento. —Creo que Lena me está evitando… —Cambié de tema. —Ve a buscarla. Habla con ella. —¿Cómo haría yo eso? —exclamé avergonzado. Le di un sorbo al café, que se había enfriado. —Cariño, a veces, no hay próxima vez. A veces, no hay segundas oportunidades. A veces, es ahora o nunca. Inténtalo. Me anoté la frase mentalmente para escribirla como el punto número seis en la Guía para dejar de ser idiota. Mi madre tenía razón. Me pregunté por qué no aplicaba esa frase en su vida. Ahora o nunca. Me até las bambas negras, me puse la chupa de cuero y unas gafas de sol. —Tienes razón, mamá. Ella se emocionó. Había llovido mucho desde que la había llamado así. Le di

un beso en la frente, queriéndola bien. Me dirigí a la puerta y la abrí apresurado, yendo a buscar a la pelirroja que me quitaba el sueño. No tenía previsto chocar con ella en la entrada de mi piso. Se cayó de culo, exclamando improperios. —Me gustaría manifestar mi descontento y decepción por los acontecimientos que augura mi vida —exclamó, acariciándose el culo. —¿Qué? —estaba sorprendido. —¡Que me cago en todo! La ayudé a levantarse. Tembló el mundo cuando sus manos me agarraron y acaricié su piel. Me separé de inmediato, asustado por aquella sensación, y la observé. Iba cargada con una mochila, casi a reventar, y un bolsa de tela en uno de sus brazos. Llevaba unos pantalones a rayas de diferentes colores y cenefas, y un jersey blanco de manga corta con mariposas. Se le entreveían unos calcetines amarillos chillones que contrastaban con sus deportivas blancas. Lena: peculiar y diferente. —¿Dónde vas? —Me mordí los labios. —¡Pues a buscarte! ¿No ves que estoy delante de tu puerta? Abrí la boca, desconcertado. —Pensaba que me estabas evitando. Fue su turno de avergonzarse. Le comenzaron a arder las mejillas. —¡Lena! Encantada de verte. ¿Cómo estás? Apareció mi madre inesperadamente, dándome un susto de muerte. —Bien, ¿y usted, señorita Fuster? —Puedes llamarme Montse, corazón. Noel estaba a punto de ir a buscarte, ¿verdad, hijo? La fulminé con la mirada. ¡Chivata! Ni Judas era tan traicionero. Negué con la cabeza. Mi madre le guiño un ojo a Lena, quién soltó una risita tímida. —¿Noel está libre, señora… Montse? —preguntó inocente la pelirroja. ¡Inocente mis huevos! Mi madre dijo que sí, contenta. —Pues prepárate, Noel, y ponte cómodo. Tenemos que caminar un buen rato —sonrió Lena. Dichosa la vida. Cogí una bandolera, donde puse las llaves de la moto por si la necesitábamos, la cartera y el móvil. Estuve tentado de enviar un mensaje a

Cristian, por si Lena había planeado mi muerte. Cristian había ido a pocas clases esa última semana. Evitaba a Oliver a toda costa, pero aún no me había contado nada sobre ellos dos. Mi mejor amigo necesitaba pensar, descansar la mente y reencontrarse. Yo le dejaría el espacio que hiciera falta, aunque lo echaba de menos. —¿Estás listo? Asentí. —¿A dónde vamos? —¡Sorpresa! Estate tranquilo —añadió Lena. —Cada vez que me dicen «tranquilo», mi nerviosismo se dobla —bufé—. Vamos en mi moto, ¿no? Ella negó con la cabeza. —¡Iremos caminando! Así te despejas. Esos últimos días en clase parecía que te fuera a explotar el cerebro. ¡Demasiado cortisol! Cuando piensas demasiado y te estresas, el organismo produce esta hormona del estrés. Con el tiempo, esa liberación constante de cortisol provoca agotamiento y desgaste — soltó de carrerilla. —Leí que dormir con semejante pibón disminuye el estrés —contesté burlón —. Así que deberías repetir lo del domingo pasado. Lo de dormir conmigo. Puso los ojos en blanco. —Presumido. —Y guapísimo. Si es que lo tengo todo —seguí molestándola. —Se nota que es primavera —contraatacó ella. —¿Por? —Porque los capullos se multiplican. Caminamos una hora, picándonos entre miradas furtivas. Podíamos fingir todo lo que quisiéramos, pero los ojos son el espejo del alma. La calidez del abril nos abrazaba, los pájaros cantaban y el olor de las flores era embriagador. Las observé bien. Recordé lo que decía Leo, mi hermano: «Podrán cortar todas las flores, pero jamás podrán detener la primavera». Lena era la mismísima primavera. Un enorme jardín se mostraba majestuoso delante de nosotros. El famoso Park Güell, con sus elementos arquitectónicos tan famosos, brillaba esplendido. —¿Habías venido alguna vez?

Negué con la cabeza. Era un barcelonés que jamás había ido a uno de los parques más famosos de su propia ciudad. El Park Güell había sido diseñado por Gaudí, uno de los arquitectos más famosos del modernismo. Entramos en los jardines y subimos las escaleras blancas, mezclándose entre las enredaderas y columnas de mosaicos coloridos. Aquel lugar era como un cuento de hadas. La magia estaba en los pequeños detalles. Las golondrinas revoloteaban encima de nuestras cabezas. —Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar, y otra vez con el ala en sus cristales jugando llamarán —recitó Lena. —¿De qué me suena esta frase? —¡Salió en el último examen de Lengua castellana! —dijo divertida. —Con razón casi suspendo ese examen. No entendí un mierda. Nos sentamos en uno de los bancos del parque. Nos quitamos los zapatos y los calcetines. Jamás podré poner nombre a la sensación de acariciar el césped con los pies. Me sentí libre, como el agua del mar. Lena sacó un mantel amarillo de su mochila y comenzó a preparar un picnic. Y no existieron nervios más bonitos que ver que había preparado todo aquello para mí. —Si querías una cita conmigo me lo podrías haber dicho —me atreví a decir. —Es imposible que sea una cita —contestó como si nada. —¿Por? —Es obvio, vecino. —Para ti todo es obvio, pecosa. —Mira. Una cita es una reunión o encuentro entre dos o más personas, previamente acordado —señaló—. En este caso ha sido una sorpresa, porque te ha pillado desprevenido. Ahora siéntate. Le hice caso. No porque quisiera, que también. Sino porque me moría de curiosidad de saber que había dentro de aquella mochila y la bolsa de tela. En primer lugar, sacó un altavoz pequeño. ¿Qué me habría preparado? Tragué saliva cuando Lena comenzó a sacar fiambreras de acero, dificultando que adivinara lo que había dentro de él. —Cierra los ojos. —¿Qué? ¡No! —¿Confías en mí?

El corazón brincó y el pecho se me contrajo. Recordé la primera vez que habíamos intercambiado más de dos palabras. Fue en la fiesta de Jolene, cuando ella vomitó, manchándome los zapatos. Habíamos terminado saltando una valla para colarnos en un parque. Asentí y los cerré. Pasaron los segundos lentos. ¿Me besaría? Joder, joder, joder. Era Lena, no podía besarme. Seguro que era algo más enrevesado. ¿Me dejaría allí plantado, con los ojos cerrados? Estúpido. Me lo merecería. Así que no esperé que sucediera aquello. Me sobresalté de mala manera cuando me puso algo en la cabeza. Percibí su respiración cerca de mi cuello. Los pelos se me pusieron de punta. Intenté tocarme la cabeza para ver que me había colocado, ella me dio un manotazo, prohibiéndomelo. Oí como se alejaba y se sentaba delante de mí. Pasaron varios minutos. —Me voy a quedar dormido. —Eres un impaciente. Ya puedes abrir los ojos. Cuando los abrí un destello me nubló la vista. Lena se carcajeaba, enseñando los dientes. El sonido de cerdito apareció. ¡Me había hecho una foto! Me mezclé entre sus risas cuando la vi allí delante de mí con un gorro de papá Noel. Reímos hasta que nos dolió el corazón. El mantel amarillo estaba cubierto de tápers repletos de comida. Tartaletas rellenas, quesos con dátiles, jamón serrano, una tortilla de patatas y aceitunas. Me palpé la cabeza, encontrándome con una diadema de reno verde y roja. Dábamos el cante delante de tantos turistas que nos miraban sorprendidos. —¿Qué es todo esto, pecosa? —Tenía un nudo en la garganta de la emoción. —La semana pasada me dijiste que hacía años que no celebrabas la Navidad, así que aquí estamos —contestó, señalando su alrededor. —¿Navidad en primavera? —No existe un día exacto para comenzar a vivir. Es primordial disfrutar de las pequeñas cosas. Comenzamos a comer. La tortilla de patatas con queso de cabra se me deshizo en la boca. Lena cogió el altavoz y puso villancicos. No dejó de tatarear. Cuando sonó la canción de Pereza me descojoné. No se cortó cuando comenzó a cantarla a pleno pulmón. La gente nos miraba y se quedaba alucinada. ¿Qué dos tarados celebran Navidad en abril? Nosotros.

Hablamos de todo y de nada. Hay personas con las que conversarías toda la vida. Con Lena era literal, no se callaba ni bajo el agua. Ella era una de esas personas raras de las que aprendías a no rendirte. —¿Lo has cocinado todo tú? Ella asintió. —Con ayuda de mi madre —agregó feliz y orgullosa. —Un día tienes que probar mis huevos fritos. Es lo que sé cocinar mejor después del agua hervida. —Así que tus huevos… Me di cuenta de cómo había sonado. —¡Qué mente más sucia! —Aprendo del mejor. Cogió un táper rojo, se levantó y se sentó a mi lado. Nuestros brazos se rozaron. En mi piel estallaron fuegos artificiales. —Sabes que en Navidad es tradición la sopa de galets, ¿verdad? —asentí—. La cosa es que era difícil llevármelo de picnic. Así que… Levantó la tapa de la fiambrera. —Nunca dejas de sorprenderme —estallé de risa. —¡Espaguetis a la boloñesa con albóndigas! —aplaudió—. Pensé que como también es pasta con carne serviría. ¿Te apetecen? Lo que pasa es que me he olvidado de traer más platos… Ambos comenzamos a comer del mismo táper. No pude evitar acordarme de la escena de La dama y el vagabundo. —¿Preparado para Selectividad? —preguntó. Resoplé. Llevaba los exámenes mal. Mi cerebro me había jugado malas pasadas en los últimos que habíamos hecho. Siempre recordaba las respuestas del examen cuando quedaban cinco minutos para entregarlo. Solía raspar un seis sobre diez. Menos en historia, que se me daba bien. —Decir que estoy hasta los cojones es poco. Me cago en las farolas que alumbran las tumbas de los muertos que crearon la Selectividad. Lena se atragantó con uno de los espaguetis. —Ahora en serio. Es una prueba siniestra para reconocer los conocimientos de unos estudiantes que no saben qué hacer con su patética vida. Cómo voy a saber yo con 18 años a lo que quiero dedicarme toda la vida…

La pelirroja frunció la nariz. Pensé que la había cagado con mi respuesta. —Yo tampoco sé que estudiar —confesó. Abrí muchos los ojos. ¿Lena Rose, la aplicada pelirroja que era mi vecina, que siempre decía que había deberes cuando nadie los había hecho, no sabía qué hacer con su vida? Estaba bien jodido. Si ella no lo sabía, los demás estábamos apañados. —Hice una lista como me dijo Alek. —No pude evitar que se me resquebrajara un poco el corazón cuando oí ese nombre—. Escribí todo aquello que me gusta y lo que odio. Aun así no encuentro algo que me motive. Al final tendré que escoger algo que me ayude a vivir, como el derecho. —Lena, no se trata de vivir, sino de sentirse vivo. Hasta yo sabía que eso era una realidad. —¿Tú que ves en mí? —preguntó de repente. Alcé una ceja—. Me refiero, ¿qué crees que podría hacer en un futuro? Necesito encontrar opciones. Cerré los ojos e inspiré profundamente. —Solo te puedo decir que es precioso que existan personas como tú, que intentan hacerte reír en medio del caos. —Le brillaron los ojos—. Así que supongo que el trabajo de payasa te quedaría como anillo al dedo. —¡Eres un experto en romper los momentos bonitos! —exclamó. Cogí una albóndiga y me la comí. Casi la vomito cuando añadió lo siguiente. —Hablé con tu madre hace unos días. Me la encontré en el rellano y… —¿Qué te dijo? —la corté. Mi madre y Lena jamás habían hablado. ¿Por qué entonces? Me contestó con una sonrisa triste. —Que hacía días que no salías de tu habitación… —Parece que todos me evitaban esta semana —declaré molesto. Debía controlar mis emociones. Ella murmuró una disculpa. —Yo… necesitaba pensar —admitió—. Pero, a veces, si piensas demasiado aún lo complicas todo más. —Cristian me besó. Levantó la vista de golpe. —¿Qué? A mí me dijeron que había sido Jolene —declaró casi sin respirar. Se me heló el cuerpo. El rumor se había esparcido como la pólvora. Lo peor es que era cierto. Cuando la pelirroja se dio cuenta que yo no negaba que era

verdad, las chispas de sus ojos se ahogaron. —Así que es verdad… —dijo ella, indiferente. Me dolió ese desinterés. Comencé a intentar explicarme, a pesar de que no tenía ninguna razón para hacerlo. Lena me detuvo. —Noel, no tienes que darme ninguna explicación. Punto número seis de la guía. —En realidad sería el número siete, tengo otro apuntado. —Se lo conté. —Entonces, el punto número siete de la Guía para dejar de ser idiota: «Una persona que no es libre, no será capaz de vivir plenamente. Date permiso para volar». —El problema es que tanto ella como yo somos puro cuento. Y aunque le demos mil vueltas, cuando no es, no es. Intentaba absorber cada pequeño detalle de mi alrededor cuando percibí que Lena cogía un paquete empapelado de rojo y me lo ponía entre mis manos. —Un detalle pequeño. Como regalo de Navidad en abril. Rompí el papel de regalo, encontrándome con una novela. Leí el título. Me pasé una mano por el pelo, nervioso. —¿El Principito? —Es mi libro favorito —dijo contenta con su elección—. Ábrelo. Cuando lo hice descubrí en la primera página su letra redonda y perfecta. «Je me demande si les étoiles sont éclairées afin que chacun puisse un jour retrouver la sienne» - Le Petit Prince. En una esquina de la página había dibujado varias estrellas, una luna y su firma, con un bolígrafo plateado. —Está en francés, como el libro original. Dice: «Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin…» —«…de que algún día cada uno pueda encontrar la suya» —terminé por ella —. Lo sé. —¿Sabes francés? —preguntó sorprendida. Asentí. En ese momento no pude explicarle porque sabía esa lengua. La ilusa idea de que así podría irme a vivir con mi hermano en Francia se había desvanecido hacía mucho. Acaricié la letra con la punta de mis dedos, resiguiendo los relieves y imaginándome junto a Leo. —Gracias, pecosa. Y que sepas que los pequeños detalles nunca son

pequeños. Terminamos de comer, en silencio. Sopesando las palabras que habían nacido de nuestras bocas. Nos estiramos en el césped, observando el cielo. El viento nos acariciaba, su mano tocaba la mía y yo solo podía pensar en que quería quedarme allí para siempre. Ella me sumaba. Un avión traspasó el cielo, creando una estela blanca. La pelirroja lo señaló. —Sé que no son las uvas de fin de año, ni las luces de las calles de Navidad. Podría servir igual. Pide un deseo. Cerramos los ojos, absorbiendo cada momento de paz y tranquilidad. Deseé sanar, ser feliz. Y entonces me di cuenta: tenía el deseo a mi lado, con el cabello desordenado y la piel hecha de mil constelaciones —Lena, ¿te puedo pedir una cosa? —¿Qué? —Que no te rindas conmigo… A veces, soy estúpido. —Hace unas semanas me preguntaste que por qué tú —reveló Lena—. Me gusta lo que dejas entrever, a pesar de que intentes esconderlo entre hierbajos. —No te lo he dicho antes —dije—. El punto número seis es: A veces, no hay próxima vez. A veces, no hay segundas oportunidades. A veces, es ahora o nunca. Inténtalo. Nuestros ojos coincidieron en el momento perfecto. Nuestras miradas se acariciaron. Me gustaba cuando éramos. Sí. En plural. Porque era con ella cuando yo brillaba más.

27 Busca lo que encienda tu alma —¡Me niego! Antes muerta que con la pringada —oí que gritaba Jolene a sus amigas. Era última hora y la clase se había convertido en un martirio digno de la Edad Medieval. El día había comenzado bien. Había ido con Noel caminando a clase porque él tenía la moto en el mecánico y, asombrosamente, no se había apartado de mi lado al llegar al instituto; Oliver parecía más animado que las últimas semanas, aunque era un terco con la idea que Cristian había jugado con su corazón, y yo me había comido un buen bocadillo caliente de queso en el bar. Pero, cuando menos te lo esperas, las cosas pueden llegar a torcerse de una forma sobrehumana. En ese momento parecían acróbatas a punto de caerse de la cuerda floja. Ya se dice que los miércoles es como un vaso que puede estar medio lleno o medio vacío. Depende de cómo lo mires: puede ser el augurio de un viernes maravilloso, o el primo segundo tocapelotas del lunes. —Señorita Soler —exigió la profesora Blanca, nuestra tutora y profesora de Biología, con su voz monstruosa—. Tiene casi dieciocho años. ¡No me venga con estupideces de parvulario! Debe aprender a trabajar en equipo. El mundo hubiera sido un sitio más bonito si los mosquitos en vez de chupar sangre absorbieran la tontería de algunas personas. Ojalá Oliver hubiera estado en esa clase. Sin embargo, él asistía a las asignaturas para cursar el Bachillerato de Humanidades. Yo me había metido en el científico porque me maravillaba esa parte del mundo, aunque las letras eran uno de mis puntos débiles. Busqué inconscientemente con la mirada a Noel. No esperé encontrarme con la de Alek, quién mordía un bolígrafo. ¿No sabía todos los peligros que causaba chupar o morder un objeto de plástico? El pelinegro arqueó las cejas y dibujó

una media luna con sus labios. Disimulé la punzada de nervios. —Pero, pero… —Se quejó la diva. —Pero nada. Tenéis hasta la semana que viene para presentarme el trabajo sobre un artículo del Journal of Medical Virology. Inspiré profundamente, aguantando mis espantosas ganas de darle con una enciclopedia en la cabeza. ¡A ver si así se le aclaraban las ideas! El timbre sonó, salvándome de la chapa que estaba a punto de soltar Jolene a sus aliadas. Mi cabeza no tuvo en cuenta las estadísticas que enumeraban todas las posibilidades de que ella se acercara a mí. —Pringada. —La palabra pringada según la RAE es una persona que se deja engañar fácilmente —contesté sarcástica—. Me atormenta pensar que tienes esa visión sobre mí, Jolene. —Mira que eres rarita… Sonreí inconscientemente. Noel me había dicho lo mismo hacía meses, cuando recién empezamos a hablar. O a insultarnos. Yo le había contestado que no es que fuera extraña, sino que era una edición limitada. —¿Encima te ríes sola? Bicho raro. —No existen bichos raros, solo bichos desconocidos. ¿Me vas a decir ya qué quieres? —le pregunté, cruzando ambos brazos encima del pecho. —Vamos a la biblioteca a hacer el trabajo. —¿Ahora? —¿No eras tú la aplicada? Vamos, quiero terminar ya con este martirio —fui a quejarme—. ¡Y no me vengas con la definición de martirio! Que ya la sé. Gruñí entre dientes. Muy a mi pesar, ella tenía razón. Cuando antes empezáramos, antes terminaríamos. Nos fuimos juntas. Nuestros compañeros nos observaban extrañados, difamando. Seríamos el cotilleo principal de la próxima semana. Jolene tenía que ir a su taquilla para coger algunos de los apuntes. Nos encontramos a varias chicas de primero de bachiller que nos miraban curiosas. —Si queréis hablar de mí avisadme. Yo misma os contaré los detalles más morbosos de mi vida —soltó Jolene a las jóvenes—. Ahora, largo. Acobardabas, se alejaron casi corriendo. Justo en ese momento una mano me rozó la cintura. Di un pequeño salto. Él se dirigió a la taquilla del lado de Jolene

y, en contra de lo que pensaba, mi corazón se encogió. Verlos juntos… No quería pensar todo lo que implicaba experimentar esa emoción, más me dolió. Y dolió el doble pensar que seguramente solo yo sentía aquello. Hacían una pareja perfecta. Recordar que hacía apenas unas semanas que se habían besado me ataba a sensaciones que me atemorizaban. «Ridícula. No tienes tiempo para estas sandeces, céntrate en tus estudios», pensé. —¿Ya me echabas de menos, niño? —preguntó Jolene. —Casi nada —Noel le lanzó una mirada que no pude descifrar. Me mordí la lengua. Por primera vez en la vida quise huir—. Solo quería desearte buena suerte. —La necesitaré —protestó Jolene. Puse los ojos en blanco. —Creída. Se lo decía a la pecosa. —Se giró, y me guiñó un ojo—. Buena suerte con esta presumida. O como dirías tú, pedante de mujer. —¡Oye! Si soy un encanto —reprochó. Empujó, entre risas, a Noel, quien divertido, se apartó y se fue. Fruncí el ceño, ¿en qué momento se habían reconciliado? ¿Entre beso y beso? Arrugué la nariz, más molesta de lo que quería admitir. Pero no le pediría explicaciones a Noel, yo no era esa clase de persona. Él era libre y yo jamás le cortaría las alas. Además, entre él y yo jamás existiría nada. Éramos dos estrellas fugaces que estaban de paso y que se habían encontrado en medio del camino. Jolene y yo nos dirigimos a la biblioteca. Pedimos prestado un ordenador y nos metimos en una sala para trabajos en equipo. Allí podíamos hablar y no molestar a nadie, sobre todo en el caso que ambas perdiéramos la paciencia y termináramos a grito pelado. Que era muy posible. —Joder, este ordenador es más viejo que la virginidad de mi abuela. Resoplé. Estuvimos una hora discutiendo sobre el artículo que íbamos a escoger. Yo prefería tratar el virus del papiloma humano, pero Jolene estaba empeñada en escoger un tema más fácil. —¡Estudiar la psicobiología de las personas que tienen miopía es mejor! — se quejó—. Las personas miopes deberían dar las gracias. Pueden escoger no saludar a la gente y tendrán una excusa perfecta. ¿Tú lo haces? —Eso no lo vas a poner en un trabajo de biología.

—¿Por qué no? Es un tema interesante. Arqueé una ceja. Jolene me desesperaba. Comencé a teclear la primera idea que tuve. Lo acepto, me costaba trabajar en equipo. Más si era con personas que no daban palo al agua. Jolene me miraba, fingiendo interés por lo que estaba escribiendo. —Por cierto, ¿qué tienes con Noel? No me esperé esa pregunta. Dejé de teclear y giré sobre mí misma, quedando cara a cara con ella. —Especifica. —Eso, que qué tienes con Noel. —¿Cómo que qué tengo? No sé interpretar esta pregunta —contesté hastiada —. Somos vecinos, ¿te refieres a eso? Jolene sacó un pintalabios rojo escarlata y comenzó a retocarse. El silencio era incómodo. Decidí seguir avanzando con el trabajo, necesitaba marcharme cuanto antes. —No te hagas la tonta, zanahoria. ¿Estáis liados? Una risa irónica brotó de mis labios. —¿Y me lo preguntas tú? —Vaya, así que ya te lo han contado —dijo con suficiencia—. No quería que te enteraras así, cariño mío —añadió burlona. —Me complace ver que te preocupas por mí —la imité, sarcástica—. No te preocupes, tus aventuras con él me traen sin cuidado. Si quieres mi bendición la tienes. —Vaya, sí que estás ciega… Levanté la vista del ordenador. Jolene me observaba con los ojos entrecerrados. —Soy miope, no ciega —me defendí. —¡Ostia puta! ¡Realmente no te das cuenta! —comenzó a desternillarse. —¿Qué te parece tan divertido? —Me estaba sacando de quicio. —Tan lista que eres para algunas cosas… ¿Quién lo diría? —¿Has terminado de vacilarme? Guardé el trabajo en un pendrive y cerré el portátil. Jolene se levantó y recogió sus cosas. —Solo te puedo decir que los corazones más complicados siempre son los

más interesantes —añadió guasona antes de irse. Me guiñó un ojo—. Nos vemos pronto, zanahoria. *** —Lástima que no pueda utilizar Photoshop para modificar su personalidad… —dijo Ronnie. —Es que gastó los treinta días de prueba arreglando su físico —añadió Oliver. Era por la tarde y estábamos yendo a la mercería de los padres de Oliver. Él tenía que ir a buscar unas prendas para llevarlas a casa, así que nos habíamos unido los tres. Yo me había desahogado bien, estaba alterada. —Dime Oliver, ¿ya has hablado con Cristian? —cuestioné. Él se pasó una mano por la cabeza. Se había tintado de un azul eléctrico encima del rubio pollo. Parecía un Sugus de piña. —¿Por qué debería hablar con él? —Tragó saliva—. No hay nada de qué hablar. ¡Me lo dejó muy claro! Y tú, calabacita, ¿has hablado con Noel? Movió las cejas de arriba abajo. Negué con la cabeza. No les había explicado que el sábado pasado le había preparado un Navidad primaveral. Era nuestro secreto. —No hay nada de qué hablar, amigo mío. —Forcé una sonrisa. —Mejor, deberías olvidarte de él. Ahora entiendo por qué Cupido lleva pañal. ¡Siempre termina cagándola! —Eso es verdad —Ronnie lanzó una risa sarcástica—. Ya se dice que el cerebro solo funciona desde que naces hasta que te enamoras… —¡Yo no estoy enamorada! Y Oliver tampoco, no lo niegues. —Claro que no estoy enamorado. ¡Pero es que follaba tan bien! Deberíamos ir de fiesta y enrollarnos con otros. —Oliver, un clavo no saca otro clavo… —le reprendió Ronnie. —¡Claro que un clavo no saca otro clavo! Pero si te la clava bien ayuda muchísimo. —Nos guiñó un ojo. Ronnie y yo nos miramos e, inmediatamente, pusimos los ojos en blanco. ¡Menudo despropósito! Llegamos a Chic Lingerie, la tienda de los padres de mi mejor amigo. Era un local antiguo que había pasado de padres a hijos. El cartel

estaba medio descolgado y las vidrieras ralladas. Aun así, tenía su encanto. Al entrar vimos a Alek atendiendo a un par de chicas, quienes le coqueteaban con disimulo. Él no dejaba de regalarles sonrisas de dientes perfectos, labios carnosos y hoyuelos. —¡Deja de ligar mientras trabajas! —gritó Oliver cuando las chicas se alejaron, dándole un codazo amistoso —Encantado de verte, primo —saludó Alek, despeinando a Oliver—. ¡Chicas! —¿Qué haces después de trabajar? —le preguntó Ronnie. —Me queda una hora para terminar. Hoy es miércoles e iré con mi padre a ver las estrellas. ¿Os apuntáis? Los tres nos miramos, indecisos. —Nosotros no podemos, pero Lena sí —soltó de repente Oliver. ¡Traidores! —¿Qué? —Me atraganté con mi propia saliva. —Perfecto Lena, quedamos en una hora fuera —sonrió Alek, coqueto. Justo en ese momento sonaron las campanillas de la entrada, anunciando la llegada de unos nuevos clientes. —Un clavo bien gordo saca otro clavo —me susurró mi mejor amigo en la oreja. Tuve ganas de matarlo. Lo que le iba a sacar a él era ese cerebro de chorlito. Pasó la hora. Oliver y Ronnie se despidieron de mí y yo, sintiéndome una payasa, esperé a Alek. Me había quedado porque el pelinegro me había confiado hacía meses lo que le había sucedido a su padre. Un accidente le había jodido la vida, pero ellos seguían sonriendo. Y yo le había prometido que algún día iría con ellos. No quería hacerle el feo. A fin de cuentas, Alek también era mi amigo. Salí del local, decidida a esperarlo fuera en un banco. Le envié un mensaje a mi madre de que llegaría un poco tarde porque estaba con unos amigos. Ella confiaba en mí, así que no tuve que darle más explicaciones. —¿Preparada? Alcé la vista, encontrándome con sus ojos —Supongo —sonreí. Subí a su Ford Fiesta verde oliva. Olía a cítricos, a él. Alek conseguía ponerme nerviosa, pero era una emoción diferente. Una vez leí que cuando

conoces a la persona indicada no sientes el manojo de nervios, sino que experimentas paz porque te sientes seguro del todo. Con Alek no desaparecían esos nervios, no me sentía aliviada. Y con Noel me sentía especial, porque él conseguía hacerme sentir todo. De un extremo a otro. Junto a él me sentía más humana. —Primero iremos a mi casa a buscar a mi padre. Puedes subir. —¿Cómo se llama? —pregunté. —Ricard. Su casa estaba cerca de la de Oliver, de hecho, eran bloques casi idénticos. Subimos caminando por las escaleras porque Alek dijo que el ascensor era muy lento. ¡Diez plantas! Si mi propósito de año nuevo hubiera sido hacer más ejercicio, lo hubiera cumplido. Era un piso viejo y rústico. Ellos estaban de alquiler, ya que habían llegado no hacía ni medio año. Así que me sorprendió encontrarme juguetes de madera en las estanterías del comedor. Desde trenes, hasta balancines con forma de potrillo. —Antes mis padres trabajaban en una juguetería —me explicó Alek mientras acariciaba varias piezas—. Mi padre se dedicaba a moldearlos y venderlos en un pequeño local de Reus, una ciudad de Cataluña. Pero cuando tuvo el accidente que lo dejó parapléjico tuvo que dejarlo, y como mi madre no se podía encargar sola del local vinimos para aquí. Con la familia de Oliver. Asentí, sorprendida. —Olá Pollito! Como foi o dia? Era una voz femenina. ¿Eso era portugués? Me pregunté que me había perdido. ¿En qué momento Alek había comenzado a hablar otro idioma? Estar con Jolene había provocado que comenzara a desvariar. —Muito bom, mãe. Eu trouxe alguém —contestó Alek. No estaba entendiendo ni media sílaba. Nos dirigimos a la cocina y apareció una mujer. Debía ser la madre de Alek, eran idénticos. —Así que es ella —sonrió. Estuve considerando la oportunidad de decirle que claro que era yo, ¿quién sería sino? —Encantada de conocerte, Lena. —Igualmente, señora…

—Llámame Sabina. Pasa, pasa. —Sonrió—. Voy a buscar a tu padre, hijo. Nos dejó un momento a solas. —¡No me habías dicho que tenías raíces portuguesas! —No había surgido la oportunidad —protestó él. —Para nada. Solo han pasado seis meses… Pasaron pocos segundos. Volvió a aparecer Sabina con el que supuse que era Ricard. Un hombre mayor que iba en una silla de ruedas. —¡Hijo! ¿Cómo estás? —Pues sigo de una pieza, así que perfecto —bromeó Alek—. ¿Y tú? Su padre tosió varias veces. —No puedo decir lo mismo. Hoy no estoy demasiado bien. El cambio de tiempo me tiene muy chafado… —se sinceró—. No creo que pueda ir a ver las estrellas. Alek frunció el ceño, preocupado. Debía ser la primera vez que su padre le decía aquello. —Pero id a pasear vosotros. Llévala a nuestro rincón —dijo su padre animado—. Aprovechad, que hoy hay luna llena. Alek asintió. Nos despedimos de sus padres, Ricard y Sabina, y nos dirigimos con el coche a ver las estrellas. No sabía si era buena idea, pero me apetecía. Hablamos y nos escuchamos, entre silencios cómodos. Aparcamos donde pudimos y comenzamos a subir la pendiente, dirigiéndonos a los búnkers del Carmel. Barcelona se alzaba imponente. Las luces centelleaban, atractivas y únicas. Saltamos la barandilla que daba a un mirador y nos sentamos en la punta, con los pies colgando y el alma libre. Quería ser una persona de alas, no de jaulas. Medité un par de minutos sobre un hecho que me había cuestionado últimamente sobre Alek. Casi no sabía nada de él, a pesar de que se había colado en nuestras vidas. Él me gustaba, pero a la vez me sentía lejos de lo que él buscaba. —Realmente me he dado cuenta de que hay muchas cosas que no sé de ti — tanteé. —Dispara. —Por ejemplo… ¿Algo que no sepa de ti? —Me gustan los elefantes, dan buena suerte. Y suelo leer los finales de los

libros antes de leerlos. Debo prepararme por si termino sin estabilidad emocional. —Se rio. Me uní a él. —¡Estás loco! —La locura es un cierto placer que solo el loco conoce —parafraseó—. Me toca. ¿Tu color favorito? —El naranja. —Él arqueó las cejas, instándome a que siguiera explicándome —. Según un estudio psicológico dice que es el color de la energía física y mental, y transmite juventud, creatividad y diversión. —Todo lo que eres tú. —Todo lo que soy yo. ¿Por qué te llamaron Alek? Hinchó los pulmones y exhaló profundamente. —Mis padres siempre han adorado viajar. Se conocieron en Grecia, ella es portuguesa y él de Cataluña. Se enamoraron del nombre de Alexander, así que me pusieron su diminutivo. —Alek… —acaricié su nombre—. Es original. —Más original es llamarse Lena Rose Quilla. Abrí mucho los ojos. Enrojecí de inmediato. ¿Cómo lo sabía? Al momento quise culpar a mi mejor amigo. —No culpes a Oliver, no ha sido él —añadió, leyéndome la mente—. La profesora de Química te llama por tu apellido original, que es Quilla. Solo tuve que unir piezas. ¿Nadie se ha dado cuenta jamás que te llamas rosquilla? —No, la gente no escucha — refunfuñé, poniendo la boca de piñón—. Peor es para mi hermano… —¿Se llama Marcos, ¿verdad? —se puso a pensar, entrecerrando los ojos—. ¡La ostia! Marcos Quilla… Cosquilla. —Mi madre es una cachonda. Comenzamos a troncharnos de la risa. —Venga. No cambies de tema. Me toca preguntarte a ti, ¿qué es lo que más te desespera? —La desorganización. Él cerró los ojos y se tumbó en el frío suelo. Los reflejos de la luna descansaban entre sus mechones azabaches. Los hoyuelos se le marcaban en las mejillas, dándole un aire jovial y despreocupado. —Me siento identificado.

—¿En serio? —Me quedé observándolo, absorta. —Sí. Justo cuándo crees que lo tienes todo organizado, el destino te lanza un reto inesperado. Así que tienes que improvisar. —Se mordió el labio. Abrió un ojo, sospesando mi reacción. Y se volvió a sentar, acercándose. Nuestras piernas se rozaban. Alek cogió un mechón de mi cabello que revoloteaba y lo enroscó entre sus largos dedos. Me acarició los labios con la punta de los dedos. El tiempo se detuvo. —E improvisar mis sentimientos hacia ti no es fácil, Lena. Me quedé helada. ¿Lo había entendido bien? Sus ojos centelleaban y la luna nos iluminaba. Entreabrí los labios, con el corazón en la boca. Él se acercó. Intenté hablar, pero no pude. Sus labios estaban demasiado cerca de los míos. Su mirada se perdió en ellos. Un pinchazo de nervios anidó en la boca del estómago. Me cogió del mentón y sus labios acariciaron los míos. Una descarga eléctrica me recorrió la piel. Me besó. Fue lento, suave… Agridulce. No sabía qué hacer. ¿Seguirle el juego? Y de repente, otra persona apareció en mi mente. Me quedé inmóvil, sobresaltada. El corazón martilleaba en mi pecho. Alek se apartó. No sabía que decir. Qué hacer. —Yo… No puedo. Me había robado mi primer beso. Joder. —Lo sé… —Suspiró. Se volvió a tumbar encima de su espalda. Observamos las estrellas en silencio. Deseé vaciarme y que el universo me llenara. Estaba atacada de nervios. Pasaron los minutos. Nos levantamos. Yo seguía sin saber que decir. Balbuceaba, histérica. ¿En qué momento él se había encaprichado de mí? ¡De mí! Cerré los ojos e inspiré profundamente. Y maldecí el momento en que me fijé en él. Le podría haber parado los pies, pero no lo hice. Nos sentamos en el coche. Él condujo hasta mi casa. Fue cuando me dejó delante de mi portal cuando habló. —Lena, me gustas mucho. Muchísimo. Así que no pienso rendirme. Además, me debes una cita. —Hablaba deprisa sin dejar de alborotarse el pelo. —Más bien, tú me la deberás a mí —contesté nerviosa. Era un momento extraño—. Ganaré yo. Parecíamos dos niños pequeños que los habían pillado después de hacer una

travesura. —Mentira, porque pienso conseguir todo lo que me proponga —dijo vacilón. —Lo que tú digas. Salí del coche, pero antes que pudiera bajar él me cogió de un brazo y me acercó a él. Temí que me volviera a besar. Me soltó una frase en portugués. —Eu poderia dizer mil palavras, mas nenhuma vai traduzir o quanto vocé é uma pessoa maravilhosa. —¿Qué? —pregunté extrañada—. Solo he entendido que soy una persona maravillosa y algo sobre mil palabras. —Búscalo en Google. —¡Pero no me voy a acordar! —me quejé. —Buenas noches, trébol. ¿Trébol? No lo entendí. Bajé del coche y esperé que él arrancara, perdiéndose entre las calles de Barcelona. Miré al cielo. La luna brillaba, deseé que me mostrara el camino a seguir. Retiré este pensamiento rápido cuando me dirigí al portal y me encontré a quien me quitaba el sueño apoyado en la pared. Se mordía las uñas, inquieto. —¿Qué tal la cita? —preguntó malhumorado. —También me alegro de verte, Noel. ¿Qué haces aquí? —Acabo de llegar. Asentí. Abrí la puerta y apreté el botón del ascensor para que bajara. Noel me pisaba los talones. —Así que Alek. Qué calladito te lo tenías —protestó cuando subimos en el ascensor. Se cerraron las puertas —. ¿Ya has aprovechado para comerle la boca? —¿Qué demonios te pasa, Noel? —Estaba molesta —. Yo no te pedí explicaciones cuando besaste a Jolene. ¿No? —Así que te ha besado… Joder. ¡Mierda! Comenzaba a enfadarme su reacción. Uní cables. —No me jodas, ¿estás celoso? Porque ahora mismo noto un poco de frase entre tus celos. —¿Qué? ¡No! ¡Claro que no! ¿Yo celoso de ese cabrón? No. Solo que… — suspiró. Lo vi abatido—. Tienes razón. Soy un idiota. Intenté averiguar qué le pasaba por la mente. Lo vi abatido. El ascensor era pequeño y el impulso de darle un abrazo me nació de dentro. Yo también lo

necesitaba. El abrazo. A él. A Noel le pilló por sorpresa, pero me acogió entre sus brazos. Hundí mi cabeza en su clavícula, aspirando su olor embriagador como la miel. Comprendí entonces que toda la vida había tenido frío. —Busca lo que encienda tu alma. —Fue un susurro casi imperceptible, más para él mismo. La mujer de la panadería, Lucinda, se lo había dicho hacía mucho tiempo. En ese momento se abrieron las puertas del ascensor. Dos gritos de sorpresa. Noel y yo nos giramos. No sé quién pilló a quién. —¡Lena! —gritó mi madre, manchada de pintalabios y sujetando la cintura de otra persona. Me quedé sin aire. No, no podía ser. Ella no.

28 Firmarte con un beso —Gracias por venir —dijo el rubio antes de cerrar la puerta. Llevaba barba de varios días. Bueno, eso si se le podía considerar así. Apenas era una pelusilla de un adolescente entrando en la pubertad. —No me las des —añadí—. Los amigos están para las buenas, y para las malas. Entré en su casa. Cristian estaba solo. Sus padres se habían ido de viaje a Turquía a supervisar varias campañas nuevas para su empresa de máquinas de café. La cocina estaba hecha un desastre: platos apilados, tazas manchadas y cajas de pizza. —No sabía que esa bola de mugre y todas esas cajas de pizza aceitosas son tus nuevos compañeros de piso. —No he tenido tiempo para limpiar. —Entiendo que te hayan roto el corazón —Cristian me miró cansado y molesto. De acuerdo, había una posibilidad que se lo hubiera roto yo—. O lo que sea que te hayan hecho. ¡Pero es que parece que haya pasado una puta estampida! —Hazme el favor de callarte y siéntate en el sofá. Voy a cambiarme y a por unos refrescos. Me tiré encima del sofá y estiré las piernas en la mesilla de madera que estaba delante de mí. En ese preciso instante recibí un WhatsApp. Sonreí como un idiota. «¿Dónde te has metido?» «¿Ya me estás echando de menos, pecosa?». Envié el mensaje. Adjunté varios emoticonos de una cara haciéndole ojitos.

«¡Claro que no!». Escribiendo, escribiendo… Dejó de escribir. Me pregunté qué me quería decir. «Solo estoy inquieta por tu integridad moral. ¡Hacer campana no es una buena señal!». Era 23 de abril. Sant Jordi y, por lo tanto, fiesta nacional en Cataluña. Era un día festivo donde se regalaban rosas y libros. Las calles de Barcelona se vestían de letras y flores. Todo había empezado con una leyenda poco creíble. El caballero mataba al dragón que se comía a las personas para salvar a la princesa, y de la sangre del animal nacía un rosal con unas rosas rojísimas. Yo siempre fui del equipo del dragón. De algo se tenía que alimentar, ¿no? Pobre bestia. Ese día del año el instituto siempre hacía talleres que eran tediosos para un adolescente con las hormonas alteradas. Así que me las había saltado. «No me mientas, te estás aburriendo y no sabías con quién hablar», le escribí. «Tienes razón», vi aparecer en la pantalla. Me mordí el labio. «Es demasiado aburrido ver a los chicos de clase intentando hacer Taichi. No sé qué necesidad tienen de quitarse el jersey para enseñar sus abdominales». «Lo que te pasa es que preferirías verme a mí sin camiseta. Solo me lo tienes que pedir, pecosa», tecleé sin pensar. Esa conversación estaba subiendo de tono. «O igual te dejo sin ojos. Todo depende de la chorrada que me digas». Recibí el mensaje junto a un sticker de un perro que me juzgaba con la mirada. Cristian regresó, se había cambiado de ropa. Al menos ya no parecía un gato mojado. Guardé el móvil, después contestaría a Lena. Él puso música en su tablet. Comenzó a sonar la nueva canción de Nathy Peluso. Gruñí por lo bajini. —¿Qué? —me preguntó. —Mira que eres cansino con esta mujer. Me sé todas las canciones por tu culpa. —Él abrió mucho los ojos, ofendido. —Si no te gusta, te largas, tan fácil como eso. Levanté las manos, rendido. —Estoy tan agotado… Quiero dormir —añadió. Cerró los ojos y se dejó caer a mi lado del sofá. —Es tan fácil como descansar. —¡No te jode! Lo que pasa es que tenía que hablar contigo. —Ostia, tío. ¿No te das cuenta de que esto se parece un relación a punto de

romperse? Me vas a destrozar —lloriqueé expresamente. Quería quitar hierro al asunto. Cristian hacía días que no se movía de casa. Me había enviado un mensaje para que les dijera a los profesores que estaba con gastroenteritis. «Una cosa es cagarla y otra cosa es vivir con diarrea», le había dicho. Me contestó que ya se encargaría él mismo de falsificar las firmas de los médicos. —Eres gilipollas, Noel. —Gracias por darte cuenta. ¿Cuándo vas a volver a clase? —El día que se me caiga la polla. Estaba peor de lo que pensaba. —Si quieres te la corto —resoplé—. Ahora en serio. No puedes vivir aquí encerrado. ¡Qué tienes casi dieciocho años! Y una polla que te funciona bien y que, por lo visto, debes utilizar bastante. —Y unos padres homófobos que como se enteren que su único hijo es bisexual se pasarán el día santiguándose, intentando invocar a la Santísima Trinidad de mis santos cojones para que «arregle a su primogénito». —Hizo las comillas con los dedos. —¿Y eso que tiene que ver con que no puedas ir a clase? —No quiero que Oliver vaya hablando y se entere todo el Instituto —Me palmeé la frente—. ¡Qué! Sí, me lie con él. Examiné sus palabras. Era la primera vez que reconocía que también le gustaban los chicos. Aunque, obviamente, yo lo sabía gracias a un beso no correspondido. Asimismo, era un gran paso. —Eso… Ya lo sabía —confesé divertido. —¿Qué? ¡Payaso de mierda! Te voy a partir la cara. ¿Cómo que lo sabías? Y yo pasándolo mal porque te lo quería explicar. —Podemos decir que escuché cierta discusión el día del festival. Obvié el hecho que los había oído intercambiarse saliva en los baños del instituto. —Me lo podrías haber dicho. —Se encogió en el sofá. —¿Por qué? ¿Para hacerte sentir peor? Pensé que era mejor esperar a que me lo contaras tú porque te sentías preparado. —Déjate de tantas palabras ridículas —se quejó—. La cosa es que si voy al instituto voy a ver a Oliver y podemos decir que le dije algo un poco

desagradable. —Le dijiste que no lo querías. Fue un golpe bajo, la verdad. Lo friendzoneaste bien, cabrón. —¡No ayudas! —Se sentó derecho y me fulminó con la mirada—. Si él me ve puede que se le vaya la lengua. Si se le va la lengua la gente se enterará, y entonces correrá la voz de que estuvimos liados. ¡Y este rumor llegará a mis padres! —¿Acaso has estado viendo películas ñoñas estos días? Te has montado un culebrón que flipas. —¡Noel! —Me golpeó exasperado. —Vale, vale. —Levanté las manos—. A ver Cristian, tus padres te quieren y lo sabes. —Mis padres quieren un heredero, no te engañes —escupió resignado—. Quieren que sea el hijo perfecto. El mujeriego, que sabe de cócteles. El que adora escuchar jazz mientras fuma un puro y bebe un Martini. ¡Y adivina! Yo estoy puto pillado de alguien que tiene nabo y odio beber Martini. —Y qué buen nabo… Ideal para enterrar en los huertos —me reí. Cristian se sonrojó e intentó darme lo que debería haber sido ser un golpe amistoso en las costillas. Se pasó tres pueblos. —¡Hijo de puta, que daño! Qué mañana tenemos entrenamiento de básquet —me quejé. Sin embargo, Cristian agradeció que yo aliviara ese momento de tensión con bromas. Sobre todo, por el hecho que él estaba pillado de mí. Pero era mi mejor amigo, y yo no quería perderlo. —Te lo merecías. —Se sentó bien—. Pues eso. Jamás lo entenderían, tío. Ni, aunque Jesucristo bajara de la cruz y les diera dos ostias. Y no me refiero a las galletas que dan en las iglesias. —Están malísimas esas galletas… —pensé en voz alta. Bad Blood de Taylor Swift comenzó a sonar. Me quedé petrificado. ¡Maldita pelirroja! Me había cambiado el tono de llamada del móvil el día anterior, cuando la acompañé a casa después de clase y me lo pidió para buscar algo de matemáticas en Google. —Qué canción más pegadiza, pensaba que eras más de reguetón. ¿No vas a contestar?

Incrédulo, descolgué la llamada. —Ahora tenemos problemas —Lena parafraseó la letra de la canción—. Y no creo que los podamos solucionar. —¡¿Cómo se te ocurre ponerme esta canción de tono de llamada?! —Taylor Swift es una reina y a ti te gusta. No lo niegues vecino. —Parecía divertirse con la situación. —No. La cosa es que ya me la aprendí porque me obligas a escucharla todo el día. Ella comenzó a hablar. Cristian frunció el ceño, concentrándose para captar alguna cosa de la conversación que tenía con mi vecina. —¿Es Lena? —asentí. —¿Pero me estás escuchando? —vociferó la pecas desde el otro lado del interfono. —Sí. En realidad, no. Hacía rato que había desconectado, cavilando sobre mis pensamientos y lo extraño que era hablar con ella delante de mi mejor amigo. Mejor: mi mejor amigo que estaba pillado por mí. —¿Y qué he dicho? —Qué no me puedes bajar la luna, pero sí los calzoncillos —contesté guasón. Hice mis mejores esfuerzos para intentar poner una voz sensual—. La cosa es que yo te deje hacerlo. No soy tan fácil, cariño. Cristian dejó ir un grito de sorpresa. «¿Habéis follado?», me preguntó entre susurros. Levanté una mano, instándole a que esperara. —¡Yo no he dicho eso! ¡Gorrino! ¡Marrano! Eres peor que una discoteca hetero —Cristian escuchó esa parte y dejó ir un carcajada—. Y te seguiría insultando, pero eres tan básico que te tendría que explicar su significado. —Si tu miembro viril fuera igual de grande que tu arrogancia… Entonces igual sí que ella te rogaría —soltó Cristian, algo incomodo con la situación. —No ruegues tanto, Lena. —Hice oídos sordos a ambos—. ¿Por qué me has llamado? Sé que me echas de menos, pero es mi día libre de ti. —Gilipollas —sopló—. Te iba a proponer ir a pasear esta tarde por Barcelona. Mis amigos no pueden, y Sant Jordi es mi festividad favorita. —Así que soy tu segundo plato. —Me hice el dolido. —Podríamos decir que eres el postre… —Me siguió el juego.

—Obvio. Soy el que está más bueno. Cristian resopló y puso los ojos en blanco. Lena se calló un momento. Escuché como alguien le hablaba. Me dieron ganas de partir caras cuando oí como le decían «¿En serio lo besaste? ¿Por eso estás sonriendo tanto? Joder, cómo te mira. Me corro sola». Era la voz de Nia, la cotilla de la clase y amiga de Oliver, el cuál era el primo del pelinegro. Até cabos. Puto Alek, putos celos. Lena le susurró un «ahora no», intentando tapar el micrófono. No lo consiguió, lo había oído todo. —Te paso a buscar en el instituto cuando terminen las clases. A las tres. —Perfecto. Colgué. Cristian me observaba, entre cabizbajo y divertido. —Creo que la última frase, de la cuál no me he enterado, te ha puesto un poco celoso. —Inclinó la cabeza—. Bienvenido al club. —No estoy celoso —me defendí—. Solo estoy un poco hasta la polla del hijo de puta de Alek. Primero Jolene, después me jodió en básquet y ahora que he hecho algo parecido a una amiga se pone en medio. Me ha convertido en el hazmerreír de la clase. —¿Y no tiene nada que ver que te empiece a molar Lena? —Se levantó para encender la tele—. Quién diría que los dos chicos más populares de la clase terminarían enrollados con los pringados… —No estoy enamorado —protesté. —Primer síntoma de enamoramiento: cada vez que hablas con ella se te iluminan los ojos. ¡Y no me jodas con que es la lámpara del techo! —comenzó a canturrear. —No es verdad. Solo me ha entrado polvo en los ojos. —Segundo: notas mariposas en el bajo vientre. De aquí a que le digas cosas tan sexuales para picarla, porque el que realmente lo desea eres tú. —No son mariposas, es diarrea por la mierda de refresco que me has dado. —Y tercero —Hizo caso omiso—: Estás celoso no, lo siguiente, porque Alek está intentando conquistar a la chica que te gusta. Date cuenta, amigo. —¿Es que ahora te crees psicólogo? —suspiré—. Oye, ¿y no te interesaría seducirle para que deje en paz a Lena? Me dio una colleja y me insultó de mil maneras diferentes. —Sabes, deberías besarla hoy. —Cambió de tema—. No creo que te cambie

de sapo a príncipe encantador, pero seguro que se te quita esa cara de oler mierda. Me imaginé besándola despacio. Enroscando mi lengua entre la suya. Cogiéndola de la cintura para que se pegara más a mí. Sintiéndola. Saboreándola. Mordiéndole los labios hasta dejarle claro que no me interesaban ningunos otros. Igual Cristian tenía razón… ¡Qué horror! Me removí incómodo. —Ni de coña tío. No lo veo —mentí. Mis mejillas estaban ardiendo—. Antes, que me atropelle un camión. —Si quieres seguir mintiéndote, allá tú. ¿Una partida a la Play? Asentí. Cristian cogió el Call Of Duty, la última versión que habían sacado a la venta. Lo observé de reojo. La tensión entre nosotros había disminuido, pero no podía olvidar sus sentimientos y sus confesiones. Me sentí mal por él. —Sabes, yo nunca me convertiría en un zombi o vampiro. —Cogió el mando de la Play. —¿Por qué? Si debe molar mazo. Puedes arrancar cabezas —contesté. —Pero piensa que, si ya cuesta levantarse de la cama, imagínate de una tumba. *** La esperé fuera del Instituto, apoyado en mi moto y sujetando otro casco para ella. Lena estaba tardando muchísimo, se me dormiría la pierna como siguiera en esa posición. Así que, en contra de mis estúpidos principios de chico popular que no se puede codear con pringados, decidí entrar en el instituto, a ver si la encontraba. Hacía mucho tiempo que había olvidado mis tres normas básicas. —Vaya, el absentista. —Era una voz femenina que reconocía demasiado bien. —Jo —saludé. —¿La has visto? No hizo falta decir su nombre. Jolene sabía perfectamente de quién hablaba. —Sí que te ha pillado fuerte. Quién diría que hace unos meses éramos pareja y lo único que hacíamos era fornicar como conejos —se mofó—. Creo que la ha atrapado Alek al salir de clase. He oído que quería hablar con ella.

Cada vez había más posibilidades de que me pusiera a repartir puñetazos. «Cálmate», pensé. —Anda, te acompaño a buscarla antes de que le saques los ojos a alguien o lo jodas todo. La encontramos enfrente de los baños, esos mismos donde hacía pocas semanas habíamos oído a Oliver y Cristian besuquearse. Alek le susurraba algo en la oreja. Lena, en una de las manos, llevaba una rosa más roja que la sangre. —Van a volar cabezas —canturreó Jolene. Me hervía la sangre al verlos juntos. Me pasé una mano por el cabello, revoloteándolo. Oh sí. Iban a volar cabezas. Aparté a Jolene a un lado, encaminándome hacía ellos. Alek hizo una mueca con la boca cuando me vio. Lena se incomodó. —Pensaba que te habías perdido, te estaba esperando fuera —me situé a su lado y le pasé un brazo por los hombros. Igual sí era verdad que el problema lo tenía yo. —Nos vemos mañana en clase, trébol —Alek se largó Trébol de qué. Pensé que era un payaso. Lena me apartó a un lado y me empujó con las dos manos. La rosa se le cayó al suelo. —¡Qué te pasa! ¿Qué ha sido eso de pasarme una mano por los hombros? ¡¿Qué querías demostrar?! ¡Si es que tenéis una masculinidad muy frágil! Flipando me hallo. Me mordí el labio. Tenía razón. Pero mi cabezonería era algo natural en mí. La agarré de los brazos, impidiendo que siguiera dándome golpes suaves en el pecho. Acerqué mi rostro al de ella. —No tengo que demostrar nada —le murmuré en la oreja. Mi voz sonó como un ronroneo. —Tanta tensión en el aire me aburre, a ver si os coméis la boca ya. —Jolene se puso una mano en la boca, simulando un bostezo y se situó entre los dos. Los dos la miramos Lena sonrojándose al segundo—. Zanahoria, a ver si aprendes de mí, que ahora somos de la misma familia. —Eso se está pasando de castaño oscuro —protestó la pelirroja, deshinchándose—. No somos hermanas. —Admítelo. Lo mejor que te podía pasar es que yo fuera tu hermana — sonrió, enseñando todos los dientes—. Anda, os dejo solos. ¡Y hacedme el favor

de hacerlo con protección! No quiero ser tía. Lena se tapó los ojos, intentando respirar profundo. Aguantándose las ganas de mandarlo a la mierda todo. No llevaba nada bien que Jolene se hubiera convertido en su posible hermanastra; ni tampoco haber pillado a su madre morreándose con otra persona. Encima, me había contado que Marcos estaba muy molesto, hacía meses que sabía lo de Cecile y no lo asumía. —¿Cómo lo llevas? —Ella recogió la rosa que estaba en el suelo, la guardó en la mochila y comenzamos a caminar hacia la salida. —¿Lo de que mi madre esté liada con la madre de Jolene? Dicen que el tiempo pone cada cosa en su lugar… ¡Pero es que llevo días intentando que se ordene mi vida y no pasa nada! —Estaba casi fuera de sí. —¿Te animarían un café en el centro? Sé de un sitio que los hacen buenísimos —propuse. Sabía que Lena era más de teína que de cafeína, pero tenía la necesidad de animarla. Ella asintió. Nos subimos a la moto. Arranqué y pusimos rumbo al centro de Barcelona, al Passeig de Gràcia. Por primera vez ella se agarró bien a mí, sin mantener distancias y sin necesidad de frenazos. Nos unimos al tránsito de hora punta y tardamos bastante en encontrar aparcamiento. —Joder, hay demasiada peña —me quejé. El centro estaba petado. —¿Por qué te sorprendes? Es Sant Jordi, lo extraño es que no hubiera nadie. Comenzamos a caminar hacia la cafetería. Lena me contaba lo mal que lo estaba pasando en casa después de enterarse que el ligue de su madre era la mismísima Astrid Ocaña, la madre de Jolene. Me explicó que se habían conocido en la reunión de padres de septiembre. Se sentaron juntas y lo demás ya era historia. El local estaba lleno, pero conseguimos una mesa. Estábamos sentados en unos taburetes, muy pegados. Casi no teníamos espacio, pero no me importó estar pegado a ella. Pedí un café con leche, Lena un poleo menta. Si es que hasta para eso tenía que ser peculiar. —¿Cómo está tu hermano? —Me extrañé ante su pregunta. Le dio un sorbo a su té. Hizo una mueca desagradable, se había quemado. —¿Te acuerdas de él? —Noel, soy tu vecina desde hace ocho años. Él se fue hace cuatro, ¡pues

claro que me acuerdo, mentecato! —Pues está bien. Sigue siendo el hijo perfecto y mimado incluso estando lejos… Daría una mano para conseguir lo mismo que ha conseguido él. Irme de casa. —Era difícil admitirlo. —Noel, deberías dejar de compararte con los demás. Solo se tú mismo, eso nadie lo podrá superar. Nos acabamos las bebidas y decidimos ir a caminar. El Passeig de Gràcia estaba rebosante de gente. Los turistas no dejaban de hacer fotos a la Casa Batlló de Gaudí, la cual habían adornado con centenares de rosas. Había tenderetes en todas partes, vendían libros a punta pala y rosas de todos los colores que resplandecían bajo el rocío artificial. Era todo un espectáculo. —¡Espera, espera! —Lena se detuvo delante de un tenderete de una editorial. Comenzó a dar saltitos—. ¿Es la mismísima escritora de No se encaja con cualquiera? —No sabía que te gustara la romántica. —Jamás me lo había comentado. — ¿Quieres hacer cola? —Trata muchísimos más temas que la romántica, Noel —contestó feliz—. Qué va, no nos dará tiempo. ¡Espera! Eso se lo tengo que contar a mi madre. Ella también es muy fan. Espera aquí. Se perdió entre uno de los callejones. Sabía que tardaría, ella y su madre hablaban por los codos. La locura jamás había formado parte de mí. Seguramente Lena estuviera pegándome algo, porque me dirigí por detrás de la carpa, dónde firmaba la escritora, y me encontré a una chica morena que estaba organizando sus libros. —Disculpe, señora. —¡No puede estar aquí! —exclamó. —Lo sé, lo sé… Pero necesito ayuda. —Me inventé. La chica suspiró y me indicó que me explicara. —Hay una chica que… Bueno. Es una chica peculiar, estrambótica. — Hablaba demasiado rápido, nervioso—. ¡No se puede ni imaginar cómo se viste! A veces sus conjuntos son un puñetazo en los ojos. Además, adora decir frases raras, siempre avisa a los profesores cuando había deberes y tiene un hurón bastante feo, a decir verdad. Le llama Hei-Hei. Total, que le tuve que pedir ayuda. En realidad, iba medio borracho. Bueno, los dos lo íbamos. ¿Por qué demonios me estaba abriendo con una desconocida? Al hablar de

Lena con un extraña me liberó. —Continúa… —Me miraba extrañada, asimismo, apareció la sombra de una sonrisa. —Ahora creo que me tiene conquistado hasta las trancas. O eso dicen mis amigos. No sé explicarlo… Es un sentimiento extraño —farfullé—. Es como estar… No me había dado cuenta de que la puerta que daba a la carpa se había abierto y alguien me observaba, ensimismada. —Es como estar en las nubes. —Me volteé al escuchar la voz, la escritora tenía dibujada una sonrisa de oreja a oreja—. Me recuerdas a mí. ¿Cómo se llama la chica? —Eh… Eso… Lena. Lena Rose, señora. —Llámame Marta. Jamás esperé que pudiera pasar. Marta cogió uno de sus libros, el más reciente, y comenzó a escribir una dedicatoria. —Cuidaos mucho. —Me tendió el libro y regresó por donde había venido. ¡Me había regalado el puto libro! Lo abrí, leyendo la dedicatoria. Para Lena, Para cuándo no te acuerdes de que no eres lo que logras; eres lo que superas. Jamás dejes de soñar. Y cuídalo. Personas como él ya no quedan. Tú sabes a quién me refiero. Espero que disfrutes de esta nueva aventura. Con cariño, Marta. Agradecí la amabilidad de la chica y, muerto de vergüenza, regresé donde había dejado a Lena. Me agobié cuando no vi su cabeza pelirroja entre la multitud. —¡Zoquete! ¿Dónde te habías metido? —Me sobresalté. Al ver que era ella volví a relajarme—. Te he estado buscando. ¡Y no contestabas al móvil! ¿Para qué lo tienes? ¿Para adornar? —Es que tardabas demasiado y… Ven. Vamos a un sitio donde no haya tanta gente. Nos resguardamos en una plaza que había cerca, camuflados entre el gentío. No lo había planeado, simplemente le tendí el libro. —¿Qué es eso? —balbuceó entre las emociones que la embriagaron. —Hay gente que le llama regalo. —No podía casi ni hablar.

Abrió el libro, encontrándose la dedicatoria. La leyó con una mano en la boca y, entonces, saltó encima de mí. Me abrazo tan fuerte que me recompuso. —¡Te quiero! ¡Te quiero! —gritó, sin ser consciente que esas palabras me removieron por dentro—. Por el amor de mi madre, es tan bonito… Lo voy a guardar para que no se ensucie. Nos sentamos demasiado juntos en un banco. Intentó guardar el libro en la mochila cuando emitió un grito. Se había pinchado. Aún llevaba la rosa de Alek. Un hilito de sangre comenzó a brotar de su dedo. —Mierda… Le cogí el dedo y sin pensar me lo puse en lo boca. Lo chupé y lo besé. Ella abrió mucho los ojos. No soltó palabra, me dejó hacer. Dejó ir un pequeño gemido que no me pasó desapercibido. Le solté el dedo. Inconscientemente, mis ojos se dirigieron a sus labios. Podría haberme lanzado en ese preciso instante… De cabeza y sin paracaídas. Me levanté, intranquilo. Ella, sabiendo lo que me estaba provocando, también se levantó. Se acercó más a mí. —He pensado que… También podrías firmármelo tú, me gustaría recordar este día. —Sabía que se refería al libro que le había regalado. Sus iris verdes se clavaron en los míos. Fue justo ese estallido el que provocó que confirmaba que estaba enamorado de ella. Esa mirada que se colaba entre el pensamiento de «no quiero puto pillarme de nadie». La quise besar, joder. —Si quieres… Te puedo firmar con un beso. —Los nervios a flor de piel. Las palabras salían atropelladas. La rodeé con los brazos. Situé mi frente encima de la suya. Nuestras respiraciones estaban agitadas. Estaba tan cerca que podría haber contado todas las pecas de su cara. Todas las motas doradas que se camuflaban entre el verde de sus ojos. —No sé cómo se puede hacer eso… —Notaba su corazón martilleándole en el pecho. El mío estaba peor. Posó la mirada a mis labios. Se los mordió, indecisa. Me acerqué, suavemente. «Bésala, y punto». Cerré los ojos. Me agarró de la nuca. Me acerqué más. Notaba su respiración acariciándome.

Bad Blood.¡Puto móvil que siempre suena cuando no toca! Fue Lena la primera que se apartó, se cogió de las manos temblorosas. Joder. Miré de quién era la llamada. La sangre dejó de correr por mis venas. Descolgué, frustrado. —¿Qué quieres? —Estoy en casa. ¿Dónde estás? Me quedé en blanco y olvidé que había estado a nada de besar a Lena Rose. La misma chica a la que había prometido no acercarme.

29 Las cicatrices al aire libre se curan mejor —¡Le han hecho deletrear electroencefalografía y no lo ha sabido hacer! — Estaba enfadada. Muy enfadada. La semana siguiente eran las Olimpiadas nacionales de letras. Ricky, mi compañero del club, y yo, practicábamos cada día después de clase. ¡Y él había fallado al deletrear esa palabra tan fácil! No nos podíamos permitir equivocarnos. ¡Imposible! Además, si ganábamos me darían más puntos para obtener la matrícula de honor del instituto. Y todo el mundo sabía que Alek y yo estábamos compitiendo por ella. Odiaba perder. Cuando pensé en el pelinegro tuve que respirar hondo. Me había besado hacía días. ¡Pero no podía dejar de pensar en que mi primer beso había sido robado! Eso me desanimaba porque, aunque fue bonito pensar que le gustaba a alguien, no fue con la persona que me ocupaba la mente día sí, día también. —¿Electroencefaloqué? —dijo Ronnie despistada. No dejaba de observar la sala de espera. Sus dedos repiqueteaban encima de sus rodillas, nerviosa. —¡Es súper fácil! E-l-e-c-t-r-o… —comencé a deletrear. Ella alzó un dedo, inquieta. —Cariño mío, te quiero mucho. ¡Mucho! —exclamó—. Pero ahora mismo necesito centrarme con lo que le diré a la psicóloga. Estoy acojonada. Ronnie, después de varios meses, había decidido ir a la psicóloga. Había sido una sorpresa muy grata. En un primer momento, cuando Oliver y yo intentamos convencerla para que fuera, se cerró en banda. Tenía miedo de abrirse en canal. La miré y no pude evitar sentirme orgullosa de ella. Había ganado algo de peso y su cabello volvía a brillar. Llevaba pequeñas trenzas africanas adornadas con abalorios de colores. ¡Y sus labios volvían a estar pintados de rojo! Estaba reconstruyéndose a pasitos, sintiéndose más viva que nunca.

—Irá bien, Ronnie —quise animarla—. La salud mental es necesaria y se debe trabajar en ella. Jamás pienses que es un signo de debilidad o que te debes avergonzar por ello. —¿Creerá que he sido una gilipollas? —se lamentó—. Porque lo he sido… —¡Claro que no! Lo más importante, y por lo que deberías estar orgullosa, es que te has dado cuenta. Has abierto los ojos. ¡Y eso es un triunfo! —¿Y a qué precio? —La abracé—. He salido bien quemada. —Pero no todo el mundo puede decir que ha salido de una relación tóxica. Lo importante es que ahora te hayas dado cuenta. Que hagas lo posible para volver estar bien. ¿Cómo era esa frase? —Resurgiré de las cenizas —añadió mientras me devolvía el abrazo —. Gracias por acompañarme, Lena… Y por quedarte a mí lado a pesar de todo. En ese preciso instante abrieron una de las puertas blancas. Una mujer mayor de pelo blanco la llamó. —¿Verónica Doménech? Ronnie me observó. Le sonreí, animándola. Le prometí que no me movería de allí. Ella entró y me quedé sola en esa sala de paredes color huevo podrido. ¿Por qué no las pintaban de otro tono más alegre? Según la psicología los colores son representaciones visuales de la vida. Mi favorito era el naranja porque creía que estaba subestimado. Ese color era divertido, cálido y exótico. ¡Y siempre se olvidaban de él! Sigo pensando que tenía algo que ver con que mi cabello siempre fuera de esa tonalidad. Cogí mi agenda y comencé a garabatear todas las ideas que tenían que ver con mi futuro. Intenté hacer la técnica japonesa ikigai, que consistía en encontrar el objetivo vital de cada persona. ¡Debía darme prisa! Esa misma tarde, a las siete, debía regresar al instituto porque tenía una tutoría con Blanca, mi tutora, para hacerme una orientación académico-profesional. Recibí una llamada en el móvil. Me saltó el corazón al ver quién era. —¿Haces algo el uno de mayo? —Sonreí como una idiota. —Quedar contigo, ¿por ejemplo? —me aventuré a decir—. ¿Por qué? —A Cristian le han regalado dos entradas para ir al Tibidabo, el parque de atracciones. Pero él no puede ir y me las ha dado. ¿Te apuntas? —Deja, que le pregunto a mi madre y te digo. —Espera, un momento.

Oí gritos de fondo. Noel le pasó el móvil a alguien. —¡Hola, cariño! —No pude evitar atragantarme con mi propia saliva—. ¡Claro que puedes ir! No tienes ni que preguntármelo. —¡¿Mamá?! —pregunté al borde del pánico, casi chillando—. ¿Qué haces con Noel? El joven secretario del gabinete levantó la vista, arqueando las cejas. —Me ha visto llegar con la compra y me ha venido a ayudar. —Su tono era de orgullo y felicidad—. Es un muy buen partido. Me sonrojé de inmediato. Las orejas me ardían y el secretario me preguntó si estaba bien. ¡Ojalá la tierra me hubiera tragado y me hubiera escupido en otra parte del mundo! En las Maldivas hubiera estado bien. —¡No exageres, Cecile! —Escuché a Noel de fondo tuteándola—. La cuidaré bien, lo prometo. Lo visualicé poniéndose una mano en el corazón. Me alboroté mi melena enmarañada, alterada. —¿Has visto? Si es que es atento y todo… —agregó mi madre—. Por cierto, hoy vienen a cenar Astrid y su hija. Vente pronto, que me tienes que ayudar. ¡Te paso a Noel! Tragué saliva e intenté tranquilizarme. —¿Qué? Te noto algo nerviosa, pecosa —Noel se estaba divirtiendo a mi costa—. El que debería estar preocupado soy yo. Rezaré diez padrenuestros y quince aves marías para que no me tires de la montaña rusa. —Creo que prefiero arrojarte de lo alto de la noria. Dicen que es más alta. —Me lo apunto: no subir a la noria. Y menos con un chimpancé gruñón sabelotodo. —¿A quién llamas chimpancé gruñón? ¡Cascarrabias! —¿No me dijiste tú que todos veníamos de los simios? Lo recuerdo —Se hizo el pensativo. Su voz se volvió ronca—. Ayer. En la biblioteca. Estudiando Biología. O eso creo, porque no dejaste de mirarme los labios. ¿Acaso estabas pensando en cómo sería un beso mío? Oh, no. Oh, no. ¡Por allí no pasaba! —Estoy convencida, tanto como que la tela de araña es el material más resistente creado por la naturaleza, que eras tú quién no dejaba de mirármelos. —Podría ser. —Alcé las cejas, nerviosa, al imaginarme como sería ese beso

—. ¿Y no te dan miedo las arañas? —Adiós, vecino. Colgué y gruñí. Estaba desesperada porque me gustaba tenerlo todo controlado, y mis emociones eran una endemoniada montaña rusa. La imagen de él acercándose volvió a dibujarse en mi mente. Como sus ojos cafés se habían desviado en mis labios, sus brazos rodeándome y la frase que se había grabado con fuego en mi mente: «te puedo firmar con un beso». Lo hubiera hecho. Besarle. O eso pensé hasta que me di de bruces contra la realidad gracias a una llamada en su móvil. El imbécil de su hermano rompió el momento. Sí, Leo Martín había regresado a su casa después de cuatro años y Noel estaba que se subía por las paredes. Lo extraño es que aún no hubiera mordido a nadie. —¿Quieres un vaso de agua? —El secretario me asustó. Era un chico joven y rubio que debía tener pocos años más que yo—. Te veo un poco pálida. —No, no gracias. Estoy bien —farfullé. En fin. Las cosas entre Noel y yo se habían enrarecido. Nos pasábamos las horas juntos: en la biblioteca, en la cafetería o en mi casa. Según él era porque necesitaba la ayuda de mi cerebro (que no la mía) para estudiar. Decía que mis sesos eran iguales que los de un simio en un laboratorio: aprendían rápido. Aunque no podía obviar el hecho que lo veía más atento. Y me gustaba. —¡Hey! —Ronnie salió de la consulta. Tenía los ojos rojos. Había llorado a mares y era normal. Sabía que la primera vez siempre dolía. Recordar tus experiencias, que te digan cosas que no quieres escuchar, desgarrarte por dentro mientras lo sueltas todo… Era aterrador. Lo había vivido en mi propia piel. Cuando mi padre nos abandonó yo había ido a un psicólogo que me ayudó a sentirme mejor. —¿Cómo ha ido? —la agarré de los hombros y la miré a los ojos, buscando cualquier indicio de dolor. —Ha sido… —¿Aterrador? —Ella negó con la cabeza. —Doloroso. Y muy liberador. Yo… Sonreí de oreja a oreja. —No hace falta que me expliques nada, hazlo cuando te sientas preparada. —Me lo agradeció—. En una hora tengo que ir a la tutoría con Blanca. Así que

si quieres te invito a un helado de stracciatella, ¿aún es tu favorito? —¡Perfecto! Tarde de chicas —dijo Ronnie contenta, mientras se frotaba los ojos rojos—. Menos mal que no me he puesto rímel… —Sigo sin entender por qué os ponéis plástico en los ojos… Una vez vale, ¿pero cada día? —la piqué. —Corazón, mejor cierra esta boquita de piñón. La heladería que estaba a quince minutos del instituto era la mejor del mundo. Nos sentamos en la terraza. El calor había llegado para quedarse y hacía días que habíamos comenzado a vestirnos con ropa de verano. Me había puesto un vestido de cuadros de cuello cuadrado que me sentaba espectacular. Me sentía bien. Cerré los ojos, aprovechando el sol, quien nos acariciaba. Mis pecas se estaban volviendo más oscuras. Probé una cucharada de mi helado favorito: el de limón. ¡Gloria bendita! Tuve un org*smo mental, aunque pasó rápido. Se me había quedado el cerebro congelado. A Ronnie le pasó lo mismo. —¿Sabes por qué se te congela el cerebro cuando comes helado? —Ronnie puso los ojos en blanco. —Y ahí va… —dijo burlona. Le hice caso omiso. —En realidad es una condición conocida como ganglio neuralgia esfenopalatina. —¿Y en cristiano? —tanteó. —Es una reacción del cerebro para protegerse de los cambios drásticos de temperatura. Las arterias que se localizan en la garganta aumentan el flujo sanguíneo y… —¿Así que hablamos de flujos? —me cortó. Supe en el preciso instante que dibujó una mueca que pretendía ser sensual, que iba a hablarme de Alek. Había corrido el rumor de que él me había besado. El pelinegro se lo había contado a Oliver, quien se lo contó a Ronnie y a Nia. Esa última se había encargado de distribuir esa información, aunque un poco distorsionada. Algunos decían que yo le había engañado con otro chico, otros que él había aceptado una apuesta para besarme. Vaya, todos denigraban a la mujer, para variar. Jolene, ahora que era mi supuesta hermana, ya me había dicho que me haría un manual para sobrevivir a los rumores.

—Ahora cuéntame, ¿qué flujo te aumentó cuando te besó el pelinegro buenorro? Moví con tanto ímpetu el brazo que le lancé un trozo de helado a Ronnie. Justo en medio de la cara. —Aunque me tires helado no puedes evitar mi pregunta. —Su tono era de burla, aunque le hizo rabia porque se había maquillado. —La verdad… —Quise pensar bien mi respuesta—. Fue un visto y no visto. Ronnie abrió mucho los ojos. —¿Tan rápido se corre? —Estaba sorprendida. —¡Caray! Dejad de pensar que he follado. ¡Sigo siendo virgen y no pasa nada! Soy tan, tan virgen, que cuando sudo sale agua bendita —exclamé. —Entiendo, entiendo. —Se metió una cucharada entera de helado en la boca —. Al menos, cuéntame. ¿Cómo fue? ¿Con o sin lengua? Quiero detalles. Respiré hondo. ¿Lo iba a decir? Sí. —¿Alguna vez te han besado y has pensado en otra persona? Fue su turno de sorprenderse tanto que se le cayó la cuchara del helado al suelo. Ni se inmutó. Se levantó de golpe y dio un golpe encima de la mesa con las dos manos. —¡Detalles! —gritó. —¡Tranquilízate, Ronnie! —Ella hizo un gesto dramático y se volvió a sentar. Comenzó a chupar el helado, impaciente—. La cosa es que cuando me besó… No sentí nada. Solo pude pensar en… —En… —insistió. —Ya sabes… —En… —Arqueó una ceja. —Eso es una conversación de besugos —me quejé. —¡¿En?! —¡En Noel! —Se sintió como una explosión. Lo siguiente que vi es como a Verónica se le caía el helado al suelo, estupefacta. —¡Joder! ¡Qué fuerte, qué fuerte! ¿Te mola Noel? —comenzó a chillar. Me hice una bola sobre mí misma—. Me cago en la vida. Cuéntamelo. ¡Detalles! —¡Caray! Deja de decir la palabra detalles —me quejé. —Pues empieza a soltar la lengua.

Le conté todo lo que había pasado aquellos meses. Verónica no dejaba de gritar improperios e insultos. Pero cuando le conté que quedamos para Sant Jordi y que estuvimos a punto de besarnos explotó. —¡¿Cómo que estuvo a punto de besarte?! —voceó. Varias personas que estaban pasando por la calle se giraron. Menuda vergüenza—. La próxima vez espero que le comas la boca. Aunque sigo pensando que es un gilipollas, pero un gilipollas que está bueno. —Ni en tus sueños. Y no es gilipollas, es solo de carácter especial —le defendí a mi manera—. Pero… No sé describir como me siento cuando estoy con él. Es extraño. —Cuéntame. —Me siento bien. Demasiado bien. Estar con él es como cuando ves el océano por primera vez. Pero somos tan diferentes… No estamos hechos para estar juntos. —Sentí mi corazón resquebrajándose. —Lena. —Se puso seria y me cogió de las manos—. Es irónico que nuestra generación cruce el semáforo en rojo y después tenga miedo a enamorarse. Pero mentirte a ti misma solo te hará más daño. A veces, las personas que menos imaginábamos son las que nos llenan con las más pequeñas cosas. —Ya… —contesté insegura. —Yo lo aprendí a las malas. Estar con Lidia fue meterse en un huracán eterno. —Hizo una mueca al decir el nombre de su ex—. Puedes tener miedo a las alturas, y enamorarse es lanzarse al vacío. Pero, por eso mismo, sé que significa querer bonito. Y el amor de verdad no duele. Fue la primera vez que Ronnie hablaba de Lidia. Vi cómo le temblaban los labios, como se volvían abrir algunas grietas. Pensé que las heridas al aire libre cicatrizan mejor, así que dejé que hablara y la escuché. —Además, sinceramente, me gusta más Noel. Es más… —Humano —terminé la frase. Ella asintió. Me terminé el helado, pagué los de las dos (regañé a Ronnie porque lo había tirado al suelo), y nos dirigimos deprisa hacia el Rodoreda. Íbamos tarde. ¡Y yo odiaba la impuntualidad! Cuando llegamos estaba todo vacío. Era increíble lo inquietante y aterrador que era. Hubiera preferido encontrarme una araña y perderla de vista que entrar allí dentro para hablar de mi futuro. Verónica me cogió del brazo y me arrastró dentro. —Lena, esa reunión es importante. ¡Tienes que saber qué harás con tu

futuro! —¡Tú echa más leña al fuego! —Estaba taquicárdica. Ronnie tenía muchísima fuerza. Tanta que me empujó delante del despacho de nuestra tutora y caí de culo. Blanca tenía la puerta abierta… ¡Córcholis! Lo había visto todo. Se quitó las gafas de culo de botella y las dejó encima de su escritorio. —¿Se ha hecho daño? —preguntó seria. Negué con la cabeza y me levanté. Le lancé una mirada a Ronnie que la hubiera sepultado bajo tierra—. Tome asiento, señorita Rose. Era la única profesora que me llamaba por mi segundo nombre. —Bien. Vamos al meollo del asunto. ¿Qué hace alguien tan sobresaliente como usted aquí? Supongo que sabe que esta reunión es una orientación académico-profesional para su futuro. «No lo sé. ¿Tal vez los sabelotodo también tienen dudas respecto su vida y su futuro?». Me tragué las palabras. —La verdad es que agradezco que haya acudido, señorita Rose. Es la mejor de la clase, a pesar de que en este preciso momento se ve eclipsada por el señor Álvarez. Maldito Alek, me lo estaba poniendo difícil. —Lo sé, señora —me aclaré la voz—. El dilema es que aún no sé qué debería estudiar… Y las inscripciones a las Universidades son en pocas semanas. Mi tutora empezó a abrir varios cajones. Rebuscó entre ellos, y comenzó a sacar papeles. Creó un montículo enorme de hojas encima de la mesa. —Todos estos folletos son de las Universidades de Barcelona, y estos de aquí de las de Cataluña. También tengo las de España, ciclos formativos, etc. Me agobié con tanto papeleo. Lo había rebuscado todo mil veces en Internet, me lo conocía todo casi de memoria. El problema es que no sabía que estudiar. Los leí por encima. —Y después… —Agarró su ordenador y le dio la acción de imprimir—. Hoy he recibido este correo. Es una beca que ha salido este año, creo que le podría ir bien si la solicitaba. Es una Universidad de muchísimo prestigio, con salidas profesionales espléndidas. La impresora dejo de hacer ruido. Blanca cogió las hojas y me las tendió delante de mí para que las leyera.

—Además, usted tiene un futuro prometedor, señorita Rose. —Gracias —murmuré. —Además, tiene un currículum muy extenso por la edad que tiene. Ha estado en el club de letras; entrenadora del club de ajedrez; creó una campaña para el ayuntamiento para proteger nuestras playas de los residuos… Yo ya no la estaba escuchando. La sangre había dejado de correrme por las venas. Tragué saliva. No, no podía ser. —¿Aquí dice que esta beca es…? —No me salía la voz. —Sí. Esta beca es en la Universidad de la Sorbona, en París. —Yo… No. No podía irme a París. —Piénsatelo, Lena —Era la primera vez que me tuteaba. Suspiró—. Es una oportunidad única. Prométeme que al menos lo pensarás. Asentí, sin estar del todo segura. Al final, las personas que se atreven a ir demasiado lejos logran descubrir hasta dónde pueden llegar. Pero… No sabía hasta donde quería llegar yo. Él había entrado en mi vida, y yo no quería que fuera una simple estrella fugaz. Joder. Estúpido Noel. *** —Pásame los mejillones. —Me pidió doña Cecile. —¡Y también pásale los condones! —Oí que gritaba Marcos de lejos. —¡Marcos! —lo regañé yo. Si antes se hablaban poco, en ese momento se hablaban lo que venía a ser nada. Solo lo hacían para lanzarse pullitas. Sobre todo, de parte de mi hermano. Marcos no asimilaba que mi madre saliera con alguien. Menos con una mujer. ¡Y me daba muchísima rabia! Podía ser que el hecho que fuera la mismísima Astrid Ocaña, la madre de mi archienemiga, me hiciera cuestionarme el sentido de la vida y las estadísticas de la buena suerte. Pero, jamás negaría a mi madre que fuera feliz. Doña Cecile bramó. Estaba cansada de discutir con su hijo. Decidí dar mi brazo a torcer e ir hablar yo con Marcos. Me quité el delantal, que no estaba sirviendo para nada porque yo de cocinar poco, y me dirigí a la habitación de mi

querido hermano. Toqué la puerta tres veces, como de costumbre. —Estoy ocupado. —¿Te estás estimulando? —¿Qué? —alzó la voz. —¿Masturband…? —¡Claro que no! —gritó antes de que yo terminara de decir la palabra. Le salió un gallo. —Entonces no estás ocupado, paso. Abrí la puerta sin esperar ningún tipo de aprobación. Marcos me fulminó con la mirada, pero, aborrecido de toda aquella situación, se levantó de la cama y se sentó en la silla del pequeño escritorio dispuesto a escucharme. Era una habitación más pequeña que la mía. Su lámpara y varios muebles me habían pertenecido en un pasado. Ya se dice que los hermanos pequeños heredan todo lo que tienen los mayores. Las paredes estaban llenas de posters de animes. —¡Sí que estás aburrido! Tienes la habitación como una patena —exclamé impresionada. Estaba todo muy limpio. —¿Qué quieres? Suspiré y me senté en la cama. Los muelles estaban algo rotos. Nota mental: ahorrar, junto a mi madre, para comprarle un colchón nuevo. —Me podrías explicar, querido hermano de mi corazón… —tanteé. —Al grano. —¿Por qué te comportas así con mamá? ¿No te alegras de que sea feliz? Él puso los ojos en blanco y levantó la vista hacia el techo. —No es eso… —¿Pues? —me quejé—. Nuestra madre ha estado la mitad de su vida luchando para que saliéramos adelante después de que ese hombre nos abandonara. Estaba bastante enfadada. —Y sé que ha estado poco tiempo en casa, Marcos. Soy consciente que la mayor parte de las veces nos hemos cuidado el uno al otro. ¡Pero ella se ha esforzado muchísimo para que podamos tener esta vida! ¡Para que podamos tener un futuro! Deberías estar agradecido. —Lo sé… —¿Entonces?

—Está bien… Lo que pasa es que mis amigos se enteraron antes que yo. —¿Y? —arqueé una ceja. —Las encontraron dándose el lote por el barrio, ¡y se pasan el puto día riéndose de mí! Dicen que ahora tendré dos madres MILFS y estoy hasta los cojones, la verdad. Arqueé una ceja. —¿MILFS? —Madres maduras que… —¡Entendido, entendido! No quiero saber más —corté exasperada—. Ahora en serio, cabeza de chorlito. ¿En serio has dejado de hablar con nuestra madre por esta chorrada? —Solo que… —¿Qué? ¿Qué? Cogió aire y lo soltó de carrerilla. —¡No quiero que nos volvamos a quedar solos! Ni me acuerdo del hombre que debería haber sido nuestro padre… Se largó cuando yo nací, ¿no? Se fue con otra. Y no quiero que mamá lo haga. Sé que es una tontería, ¡pero, joder! No me lo quiero ni imaginar. Me relajé. Me levanté de la cama y me arrodillé delante de él. Le cogí las manos, con cariño. Marcos podía tener dieciséis años, pero aún seguía siendo un niño al que le asustaban las relaciones que iban en serio. ¡¿Qué demonios?! Si me asustaba hasta a mí. —Marcos, escúchame bien lo que te voy a decir. —Hablaba lento, queriendo que Marcos estuviera bien atento—. Jamás de los jamases te vas a quedar solo. Me tienes a mí. Tienes a mamá. —Lo sé… —¡Y nuestra madre nos quiere! Por suerte, la tenemos con nosotros. Hay muchísima gente que no puede decir lo mismo —dije en voz baja para que Doña Cecile no nos escuchara—. La tenemos que cuidar, y, sobre todo, estar felices porque ella lo está. Independientemente de quién sea su pareja. Marcos asintió, poco convencido. Suspiró y se levantó, dispuesto a ir al comedor para hablar con Cecile. Pero antes se giró y me miró preocupado. —Siempre te voy a tener a mi lado, ¿verdad? —Verdad. Y aunque algún día esté lejos, siempre estaré cuando lo necesites

—sonreí. Me quedé sola en la habitación, pensativa. En pocos meses todo había cambiado demasiado. Alek había llegado a nuestras vidas; mi madre salía con la madre de mi «súper amiga del alma»; Ronnie había regresado y se estaba reconstruyendo; Oliver tenía un supuesto corazón roto a causa del rubio influencer y… él. Él. La misma persona que había odiado, en ese momento había trastocado toda mi vida, mis planes y mi corazón. Recibí un mensaje en el mismo momento en que llamaban a la puerta. Miré primero el móvil. —¿Estás bien? He oído gritos. Me enterneció que Noel se hubiera preocupado por mí. Las paredes de ese edificio eran de papel. Muchas veces también se oían gritos desde su casa, y aunque él aún no me había contado nunca nada, me podía imaginar el porqué. Noté un escalofrío. —Sí, ya te contaré. —Fue una respuesta escueta. Me dirigí al comedor. Se me hacía muy raro encontrarme allí a Astrid y Jolene, ambas vestidas con un traje de marca. El dinero se olía en el aire. —¡Lena! ¡Qué mayor! —sonrió Astrid. Era clavada a Jolene, no me extrañaba que mi madre se hubiera fijado en ella—. Estás guapísima. Cariño, ¿ya la has saludado? —La saludo cada día, ¿verdad Lena? Mi queridísima hermana. — refunfuñó Jolene. Arqueó una ceja, retándome con la mirada. Asentí. Bufé incomoda. ¡Que me partiera un rayo! Astrid y doña Cecile se fueron al comedor. Marcos ya estaba sentado en la mesa. —Así que esta es tu casa… —Bienvenida a nuestra humilde morada —le susurré a Jolene. El sarcasmo corría por mis venas. Nos dirigimos al comedor. La mesa estaba preparada con un piscolabis inicial. Desde los famosos mejillones, hasta nachos y tequeños de queso. Astrid nos había traído un vino tinto y uno blanco. Su familia llevaba una bodega bastante conocida en España. —¡Que aproveche! —dijimos todos. —Y que por el culo lo eche —murmuró Marcos. Le di una suave patada por

debajo de la mesa, aunque estaba intentando que no se me escapara la risa. Astrid y mi madre compartieron risas y achuchones. Se las veía muy bien juntas, me alegré por ellas. Pero, aun así, la velada fue lenta. ¡Demasiado lenta! Parecía que el tiempo, en vez de correr, fuera de rodillas. Marcos solo dejaba ir quejidos, para ver si así le daban permiso para irse a la habitación a jugar con el ordenador. Finalmente, llegaron los postres. Santo tiramisú. —Lena, ¿por qué no le enseñas tu habitación a Jolene? —La tengo desordenada —contesté con la boca manchada de chocolate. Mi madre me lanzó una mirada de advertencia y me pasó una servilleta. Qué tiquismiquis. —Eso no es verdad, si eres la persona más sumamente organizada y limpia que conozco —soltó Marcos, sin saber que me estaba haciendo un flaco favor—. ¡Incluso desinfecta todos los muebles un par de veces por semana! Es una crack. Lo que tenía que ser un elogio se convirtió en una pesadilla. Me lamenté en secreto, pero llevé a Jolene a mi habitación. Ella me seguía, contoneándose y moviendo la melena negra de un lado a otro como si fuera una modelo de Victoria’s Secret. —¿En serio tienes un póster de Ron Weasley? —Hizo una mueca desagradable—. Qué friqui. Al menos sabía quién era Ron. Medio punto para ella. —¿Y tú no sientes que deberías pensar antes de hablar? Punto para mí. Me tiré encima de la cama, observando como curioseaba por toda la habitación. Esperándome cualquier frase mordaz. Así que no me esperé aquella. —Me gustaría tener una vida como la tuya, ¿sabes? Pasas desapercibida y si te quieren es de verdad —confesó—. Nadie te pide que seas perfecta. Me senté con las piernas cruzadas encima de la cama. Arqueé ambas cejas. Eso no era cierto. —Jolene, todo el mundo me pide que sea perfecta —expresé. Era la verdad —. Creen que una sabelotodo como yo tiene las ideas claras. Piensan que soy capaz de hacer cualquier cosa, que no me puedo equivocar. Y créeme, lo hago mucho. Me equivoco cada día, pero aprendo. Jolene seguía cotilleando mi cuarto. Pasaba el dedo encima de los muebles, tranquila.

—¿Y no estás cansada de que te pongan esa etiqueta? A mí sí que me cansa. La etiqueta de niña de mamá, de la popular y zorra del instituto — se lamentó —. Ahora que te voy a tener en mi vida te lo cuento. Es horrible tener que llevar una máscara para tapar mis emociones. Para imponer. Para que no me falten el respeto. Negué con la cabeza. —Lo que me cansa es que la gente tenga este estereotipo de mí. Pero yo jamás me esconderé detrás de una fachada. —En definitiva… Tú y yo no somos tan diferentes. Solo que tú eres más rarita que yo. Cogió unos papeles al azar. Cuando vi cuáles eran me mordí la lengua. La maldita beca. —Vaya, la sabelotodo quiere una beca en… ¡¿París?! —Ató cabos y se giró como un resorte—. ¿Y Noel? —No creo que pida esta beca… Es demasiado lejos —resoplé—. Aunque a Noel tampoco le importará lo que yo haga. Pero, por favor, no se lo digas a nadie. —Joder, tía. Qué pesados sois, de verdad. —¿Gracias? —ironicé. —¡Que está pillado de ti hasta las trancas, niña! A ver si lo pillas de una vez —medité sus palabras. Me costaba creerlas—. Ahora, eso no quiere decir que dejes de perseguir tus sueños. Y, tranquila hermanita, no se lo voy a decir a nadie. Yo solo me había quedado con la primera frase. —¿En serio está pillado de mí? Ella asintió. —Se le nota a leguas, jamás lo había visto así. Tan dedicado a alguien —se río—. Es fuerte, eh. Quién diría que la rarita le ha quitado la coraza al chico malo. Yo jamás lo consideré un chico malo. Solo un chico roto y perdido. —¿Y tú no estás enamorada de él? —me preguntó. —Yo… Yo solo creo que tengo un proceso bioquímico en el hipotálamo debido a la segregación de dopamina. —¿Qué?

—Que creo que me estoy enamorando —solté. Lo peor es que era cierto. Me estaba enamorando de él. De su alma, y eso era jodidamente irreparable.

30 Sé la mejor versión de ti mismo Cerré la puerta de casa de golpe. Los gritos cesaron. Odiaba mi casa; odiaba a mi no-padre; odiaba que él hubiera regresado. ¿En qué momento se habría imaginado que era buena idea? Alguien se estaba rifando dos ostias, y mi nopadre y mi hermano tenían todas las de ganar. Seguía acordándome de cómo me había abrazado. —¿Cuatro años no significan nada para ti? —le había escupido. —Lo siento… No he podido venir antes. —Claro. ¿Y qué es lo que ha cambiado? Nada. No había cambiado nada y mi hermano lo sabía. El día anterior había estado con él, pero el sentimiento de abandono no se podía olvidar de la noche a la mañana. Me dijo que estaba de vacaciones de primavera, que me echaba de menos. Pero el corazón seguía doliendo a pesar de intentar ponerle tiritas. Y Pablo, mi no-padre, había reaparecido por casualidad. Estábamos de mierda hasta el cuello. En vez de cantar Vuelve a casa por Navidad podríamos haber cantado Vuelve a casa para joder. En fin, la vida era un asco. Con razón lloramos cuando nacemos. Cogí bien fuerte la mochila y fui a buscar a la pelirroja. Ella ya estaba fuera, sentada delante de su puerta. Llevaba un pañuelo de margaritas en la cabeza. Sus ojos se iluminaron cuando me vieron. Joder, estaba preciosa. —¿Vamos? —le ofrecí mi mano para levantarla. Ella me observó e inclino la cabeza. Movió la nariz, pensando. Era un movimiento que solo ella sabía hacer. Inconscientemente yo también lo intente.

Creo que puse cara de rata. —¿Estás bien? —Lo estaré —le prometí. Para ser el primer día de mayo hacía frío. El tiempo estaba como una puta cabra. Me había cogido una chaqueta tejana que estaba algo rota y me quedaba grande. Lena traía con ella una cámara de fotos vieja. —¿Es tuya? —le pregunté interesado y algo nervioso. —Era de mi madre —sonrió feliz. —¿Y es para hacer fotos? «Claro que sí, idiota. Si es que un poco más gilipollas y no naces». Lena me sostuvo la mirada. Seguro que estaba flipando con que le dijera aquello. No la culpé, esa pregunta era peor que cuando descubrí de pequeño que los personajes de los dibujos animados no eran reales. Y que decepción. —Mejor no contestes —añadí rápido. —Sí, mejor. —Hizo como que se cerraba la boca con una cremallera—. Aunque, analizando bien tu pregunta… —Déjalo. —Sí, mejor —repitió burlona. Ese día sí que cogimos la moto. Lena, obviamente, se quejó varias veces. No es que mi vecina odiara que condujera yo, pero seguía insistiendo que coger el transporte público era más económico y sostenible. Al ser un día festivo, el Tibidabo estaba a reventar de gente. Sobre todo, de niños. No pude evitar mirarlos con ternura. Siempre pensé que es más difícil ser niño que adulto. Ellos tienen que aprender a vivir con personas cansadas, ocupadas, sin paciencia y siempre con prisas. Estornudé un par de veces. Lo culpé a la alergia que me daban los adultos. —¿Por dónde empezamos? Lena no dejaba de dar vueltas encima de ella misma, fascinada. Si seguía así se marearía. No me importaría sujetarla. Y, tal vez, plantarle un beso. Señalé la noria. —Por allí seguro que no —me quejé. Me imaginé allí arriba y me subieron los huevos al cuello—. Que aún estoy aprendiendo el oficio de vivir. —¡Entonces qué hay mejor que ir! —Comenzó a correr y me obligó a trotar detrás de ella.

—¡Tú lo que quieres es matarme de un infarto! —me quejé. Estábamos en los pies de la noria. Era blanca, enorme, y cada cabina era de un color diferente. Demasiado grande. Joder. Odiaba los espacios cerrados y las alturas. Tragué saliva. Huir no era una buena opción, pero morir y dejar sola a Lena tampoco. Mierda. —¿Estás seguro? —me preguntó. —¿Tú no? —contesté haciéndome el chulo. Pero por dentro recé para que dijera que no. —Claro que lo estoy. A veces nos hacemos los valientes y eso puede ser un error. Subí intentando que las piernas me dejaran de temblar. Que la bilis no me subiera por la garganta. Vomitar allí arriba debía ser una mala idea. Podría hacerlo por la barandilla. ¿Y si le caía a la cabeza de alguien? Igual me echaban del parque. Aunque me daba igual. —¿Y no hay un cinturón o algo así? Ya sabes, como en los aviones o cualquier jodido transporte —titubeé—. A fin de cuentas, estamos en el puto aire. —¿Tienes miedo, vecino? —dijo picándome. Maldije mi orgullo. —¡Qué va! Eso sería absurdo. —Me senté en la cabina. Un espacio diminuto y sin protección—. Pero, escúchame una cosa. El viento no lo va a tirar, ¿no? Ella, que estaba delante de mí, se levantó y se colocó a mi lado. Me cogió la mano, apretándola. —Irá bien, estoy aquí. —¿Y no moriré? —No moriremos. —Soltó una carcajada inocente, ajena a lo que yo estaba viviendo. La noria comenzó a moverse y maldije la idea de haber ido al parque Tibidabo. ¡Si no me gustaban ni los espacios cerrados, ni las alturas! Comencé a morderme las uñas, pero Lena me apretó tanto la mano que me estaba cogiendo que tuve que dejar de hacerlo. —¿Cuál es tu sueño? —me preguntó para que dejara de pensar. Le agradecí el gesto, pero mi mente iba a trescientas revoluciones al segundo. Busqué las miles de maneras que podían provocar mi muerte. Caerme, desmayarme, un ataque al corazón o que un pájaro impactara contra mi cráneo.

—¿Seguir vivo? —exclamé—. Aunque si la mierda del WhatsApp sonríe, yo también puedo. ¿No tienes ninguna información útil sobre la seguridad de las norias? Como cuando nos quedamos encerrados en el ascensor y me lanzaste una chapa sobre su mecanismo. Lena abrió mucho los ojos, extrañada que me acordara de ese fatídico día. Como para no hacerlo. —Pues… La verdad es que no. —Ah, qué bien. —Me mordí los labios. —Lo único que podría pasar es que se parara la noria. O que un avión se estrellara. —Joder con mi vecina. Comencé a entrar en pánico—. Aunque, es obvio que las probabilidades son bajísimas. Menos de un 1 %. Así que no te tienes que preocupar. —Ah. Qué bien. —Tragué saliva. No pude evitar comenzar a gritar—. ¡Vamos a morir! La pelirroja, asustada por mis gritos, me puso una mano encima de la boca. No tuve la mejor idea. Le pegué un lengüetazo. —¡Marrano! —lloriqueó. Me soltó la mano para buscar alguna cosa en su mochila pequeña—. Me habías dicho que no estabas asustado. —Yo pensaba que eras tan lista que te darías cuenta. —Soy lista, no adivina. —¿Qué haces? —Había sacado un pequeño frasco de cristal. —¿Tú qué crees, mentecato? Me estoy lavando las manos para que tus gérmenes se mueran. —¡Oye! Yo no soy un microbio —me quejé. —¡Microbio, no! Son cosas diferentes, ¿sabes? —Ahí venía una de sus famosas explicaciones interminables—. Microbio es un organismo unicelular solo visible al microscopio. El germen es un microorganismo, especialmente un patógeno. Ese término se utiliza para referirse a bacterias, virus, etc. que pueden provocar enfermedades. Desconecté en la segunda frase. Con razón siempre estaba a punto de suspender Biología. Me mordí la lengua e intenté no cerrar los ojos. Nos quedamos callados mientras la noria giraba y giraba. Cada vez estábamos más arriba, a punto de tocar un cielo que hubiera preferido ver desde abajo. Pero, en contra de lo que pensaba, cuando llegamos al punto culminante

me quedé embobado. ¡Las vistas eran endemoniadamente maravillosas! El viento silbaba, aunque si prestabas muchísima atención podías escuchar el canto de las aves, el ajetreo de las calles de Barcelona, y mi ridículo corazón latiendo más de lo normal. Cogí aire. —Creo que jamás he tenido sueños. Siempre pensé que estos estaban al alcance de las personas afortunadas, no de los infelices. —Se me humedecieron los ojos ante mi confesión. Era triste pensar eso. —No es triste no tener sueños. Lo que sí lo es, es que jamás llegues a pensar que sí que se te permite tenerlos. —Me acarició la mejilla, provocándome mil relámpagos en la piel—. Nunca es tarde para comenzar a vivir, Noel. —Eso suena como otro punto de la guía. —Dibujé una sonrisa triste. Me cogió de la mano. En un silencio cómodo bajamos de la noria. Me mareé cuando pisé el cielo. —¿Unas patatas fritas? —me ofreció—. Como tratado de paz. —Pero podría ser en un sitio menos alto, ¿por favor? Te lo suplico. —No me creo que el mismísimo Noel Martín me esté suplicando —soltó una risita. Nos dirigimos a un restaurante pequeño y carísimo. Lena me invitó a unas patatas fritas. No me opuse, me debía una muy gorda por haber subido a la noria. Mentira. La realidad era que Lena me había dicho que era una mujer independiente y que ella también podía invitarme. El mirador del parque era impresionante. El sol se reflejaba encima del mar. Barcelona a mis pies parecía libre. Especial. Se convirtió en una ciudad sin ruidos, dónde solo existíamos nosotros dos. Nos sentamos en un banco. Detrás de nosotros se alzaba imponente el Templo del Tibidabo. —¿Cómo llevas que haya vuelto tu hermano? —Lena cogió una patata y la mordió con gusto. Se manchó la mejilla de kétchup y mayonesa. —Después me llamas marrano a mí, pecosa. —Alargué un dedo para limpiárselo. Ella se quedó muy quieta, dejándome hacer. Quién hubiera dicho hacía medio año que nos encontraríamos en ese plan—. Sinceramente, va de mal en peor. No entiendo que hace aquí. —¿Cuántos años hacía que se había ido? —preguntó inocente. Le robé una patata y la mastiqué, pensando.

—Cuatro años. —¿Y dónde estaba? —En Lyon, Francia. Me sorprendió su reacción. Se atragantó y comenzó a toser. Jamás la había visto tan roja. —Si querías que te hiciera la maniobra de Heimlich me lo podrías haber dicho —contesté burlón. —¡Mamacallos! —consiguió insultarme entre bocanadas de aire—. ¿Y no has pensado ir con él? Levanté una ceja, incrédulo. —¿Quieres saber uno de mis secretos? —¿Es un secreto jugoso? —me picó—. Seguramente lo utilice en tu contra. —¡Idiota! —Se habían cambiado las tornas—. No te rías. Prométemelo. —Prometo que lo intentaré. —Estuve tres años estudiando francés por mi cuenta… Creí que así estaría más cerca de él, que sería más fácil irme de casa —comencé a contarle, ella me miraba con tristeza, como si pudiera sentir mi dolor—. Así que no. No le perdono que no regresara a por mí, ni perdono que me dejara encarcelado en mi propia casa. Sus ojos seguían observándome, intentando llegar hasta mi alma. Bajé la mirada hacia mis manos. —¿No vas a decir nada? —Me molestaba un poco que con lo parlanchina que era ella hubiera escogido justo ese momento para callarse. —Dime, ¿cuál es tu palabra o frase favorita en francés? Levanté la vista de golpe. —¿Te has dado un golpe en la cabeza? —farfullé. —Dímela. —La douleur exquise. —El amor no correspondido. No pude evitar pensar en ella—. La escuché en una canción y me pareció preciosa. Alargué mi mano, colocándole un mechón rebelde detrás de la oreja. La pelirroja no me preguntó su significado. Eso podía significar dos cosas: que ya lo sabía o que prefería no preguntar. En parte, lo agradecí. — ¿Sabes cuál es la mía? —soltó de repente. —¿Sabes francés?

—Muy, muy poco. —Sorpréndeme. —Courage. Coraje. —Le di pie para que siguiera explicándose—. Normalmente, esta palabra siempre se asocia a irritación, ira. Para mí significa seguir adelante cuando no tienes fuerzas. Romperte, ser libre y valiente. Y creo que te define a ti, Noel. Un flechazo directo en el corazón. —También te define a ti también, Lena. Se comió la última patata y se levantó como un muelle. —¡Ahora toca pasárnoslo bien! —Me tiró de la mano. No obstante, antes de que yo me negase y saliera corriendo, les pidió a unos turistas que nos hicieran una foto con su cámara vieja. Cuando estuvieron a punto de darle al botón, sin previo aviso la alcé, cogiéndola entre mis brazos. Ella dejó ir un grito seguido de una carcajada. Esa foto sería eterna. Se había hecho tarde. El sol se estaba poniendo, así que en un impulso decidimos irnos a la montaña que había detrás del parque de atracciones. Un lienzo de colores naranjas y rosas embellecía el cielo. Encontramos un pequeño espacio al lado de un estanque. Nos sentamos allí, estirados en el césped. Nuestros cuerpos pegados porque la humedad del atardecer se calaba en los huesos. Reíamos por chorradas que nos contábamos, como si no existiera ningún problema en ese mundo. —¡Córcholis! Qué frío —se quejó la pelirroja. Me quité mi chaqueta tejana y se la puse encima de los hombros. Escuchábamos los grillos cantar. La luna nos señalaba el camino. —Sabes qué, vecino —soltó sin venir a cuento. Giré la cabeza para mirarla —. Serías un profesor excelente. Arqueé una ceja. —Si quieres puedo ser tu profesor de Química —ronroneé. Ella me dio un golpe en el hombro—. Vale, vale. Puedo serlo de Biología si así lo prefieres. O de Anatomía. Me encantaba cuando se ruborizaba. —¡Cafre! —Me dio un golpe suave. —Sabes que me lo has puesto a huevo, pecosa —Lena suspiró, exasperada

por mis contestaciones. Aunque se reía por debajo la nariz. Levantó el torso y se sentó con las piernas cruzadas. —He visto como mirabas a esos niños que correteaban por el parque. —Lo recordaba—. Se te han iluminado los ojos. Me dio ternura que se diera cuenta. —No lo sé, creo que los niños tienen un corazón tan grande que no les cabe en el pecho. —Me moví nervioso. Decidí sentarme—. Sabes, creo que los más pequeños deberían llevar un cartel que dijera «cuidado, contienen sueños». —¿Y no has pensado en ser profesor? —Lena lo decía muy segura de que era una buena idea. —Me fascina que después de seis meses dándote por saco y una Guía para dejar de ser idiota, no te hayas dado cuenta de que soy demasiado imbécil como para ser profesor. —Pero curar la imbecibilidad es posible —se mofó ella—. Ahora en serio, vecino. Lo serías. —¿Y tú no te has dado cuenta de que serías una buena psicóloga? Porque se ve a leguas. Lena abrió mucho los ojos. Abrió la boca, la volvió a cerrar. Repitió el gesto varias veces. —Psicología… —saboreó las palabras. —Eso he dicho, pecosa. Serías una buena psicóloga, y estoy seguro de que cualquier universidad te aceptaría. No preví ese abrazo. La sacudida me sobresaltó, no pude reaccionar. ¿Qué le pasaba por la mente? Ojalá hubiera sido un puto superhéroe para poderla leer. Entender sus emociones, sus actos. Se separó, volviéndose a sentar en su sitio. Sus ojos eran chispas. —Por cierto, Noel… Tengo que contarte algo… El otro día fui al instituto a hacer una orientación académico-profesional. —¿Con nuestra tutora? —Sí. Y me dijo… ¿Qué le dijo? Nunca lo sabría. Lena se levantó tan deprisa que se tambaleó. Comenzó a correr hacia la orilla del estanque. Gritó, asustada, y señalaba una zona del lago. Dejó la cámara de fotos y la mochila a un lado. Casi se arranca la

chaqueta tejana que le había dejado. —¡Un…! —No la entendí. Lo siguiente que vi es como se tiraba de cabeza en el estanque. Sin miedo. Sin explicaciones. Mierda, mierda, mierda. ¿Estaba loca? Confirmo. ¡Estaba loca! Salté detrás de ella, sin saber que mierdas estábamos haciendo. Di brazadas, intentando alcanzarla. Joder. Lo conseguí cuando Lena ya había llegado casi al medio. La ropa se le pegaba a la piel. Sostenía algo pequeño entre sus cortos brazos. Maldije su buen corazón. La cogí de la cintura y la arrastré hasta la orilla. Salimos los dos jadeando. —Pero ¿qué te pasa por la cabeza? —exclamé—. ¡¿Has puesto en peligro tu propia vida por esta bestia?! Le levanté el rostro, asustado. Confirmando que estaba bien. Estaba agitado. No lo comprendía. Fui egoísta, solo pensé en ella, no en ese cachorro que yacía entre sus brazos. —Somos la última generación que puede salvar el planeta de la deshumanización —protestó ella. —Ostia puta. ¡Que es un puto pantano, Lena! Te podrías haber quedado allí para siempre. ¿No te das cuenta? —No grites, lo asustarás —se quejó—. Creo que es un cachorro de zorro, tenemos que llevarlo a alguna protectora. Cogí la chaqueta, la única ropa que se había salvado del agua pestilente, y cubrí a Lena y al cachorro. Estábamos empapados. Nos dirigimos a los pies de la montaña, donde teníamos buena cubertura, y llamamos a la policía, quienes nos prometieron que llevarían el zorro a un santuario de animales salvajes que había cerca de Montserrat. Lena no dejaba de temblar. La rodeé por detrás, abrazándola y hundiendo mi cabeza en su cuello. —Eso solo lo podrías haber hecho tú —le susurré en la oreja. El cachorro comenzó a gimotear, Lena se lo apretó más contra el pecho—. Estás como una cabra, y eso me gusta. —La diferencia está en hacer cosas pequeñas en lugares pequeños. Eso ya puede ayudar a cambiar el mundo. Ella era única.

*** Llegué a casa empapado. Mi padre se había ido otra vez, lo agradecí. Mi madre no tuvo las fuerzas de echarme la bronca al verme de aquella manera. —¿Estás bien? —preguntó alarmada. Asentí, ella me dio un abrazo escueto y me dirigí a la ducha. Puse el agua caliente, porque el frío del estanque me había dejado congelado. Tenía los huevos arrugados. Ese día tuve ganas de mí. No me corté. Me vacié, de todas las maneras. El vapor del agua empañó los cristales. Y no dejé de pensar en ella. Me coloqué la toalla en la cintura y me dirigí a la habitación. Cuando llegué me encontré a Leo, sentado encima de mi cama, leyendo el libro que me había regalado Lena. El Principito. —¿Qué haces aquí? —protesté. Le hice una señal hacia la puerta, invitándole a marcharse. —«Caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos» —parafraseó —. ¿Sabías que este libro es de un autor francés? Gruñí. —¿Sabías que me importa una puta mierda lo que digas? Él se levantó, exasperado. Hizo el ademán de irse, me aparté para que pudiera hacerlo. Lejos de mí. Me sorprendió cuando se paró en medio de la habitación. —Lo siento. Un crujido de un corazón agrietándose. Las tiritas que lo curaban despegándose. —¿Qué sientes? —Que te abandonara tantos años… Leo era un chico alto, atlético y con los ojos verdes. Me había dado cuenta de que llevaba el tatuaje de unas coordenadas detrás de la oreja. Mi hermano se parecía a mí, solo que él era más mayor y estaba menos roto. Cogí un chándal de verano negro, me vestí delante de él y me senté en la cama. —¿Por qué has vuelto? —Mamá me llamó —murmuró. Se pasó una mano por su melena, que le

llegaba por debajo de las orejas—. Dijo que nuestro padre… —Será el tuyo. —Me dijo que Pablo estaba peor. Sobre todo con el tema de la bebida. Y tu este año terminas Bachillerato, así que he venido a buscarte. —¡No necesito que nadie me salve, Leo! Y meno ahora. Estoy bien solo. —Lo sé, eres fuerte. —Dibujó una sonrisa nostálgica. Se acercó temeroso. No le dije nada, así que se sentó a mi lado otra vez—. Solo te quería decir que te echo de menos. Te dejé solo en este infierno, y jamás me lo perdonaré. —No sé porque mamá no se da cuenta. Deberíamos irnos. Tú, ella, yo. Los tres. —¡Oh! Créeme que sí lo hace. No está ciega, Noel. Pero necesita tiempo para tomar una decisión. —Una decisión que le puede costar la vida —mascullé. —Haré lo que esté en mis manos —me prometió. Pero fue una promesa que no pude creerme hasta que la viese realizada—. Hey. ¿Noche de pizza? Podemos ver alguna serie. —Solo si la pizza es de cuatro quesos. ¡Ah! Y si la pagas tú. —Al menos quería sacar provecho de algo. —¡Perfecto! Será una buena noche de hermanos. Y ve planteándote cómo me vas a contar tu romance con la vecina. ¡Quiero una buena historia de amor! Le tiré la almohada entre carcajadas. Bufé y me estiré mirando el techo. Sonreí al pensar en ella. Lena se había convertido en alguien especial. La llamé. —¿Cómo te encuentras? —Bueno, bien. Me empieza a doler algo la garganta. —Tienes que tomarte una cucharada de miel con limón. —Era una receta que siempre me hacía mi madre cuándo éramos pequeños. En ese momento, me acordé de algo que Lena me había comentado esa tarde—. Por cierto, ¿qué me habías dicho sobre la orientación que tuviste con nuestra tutora? La pillé por sorpresa. —Es sobre mí futuro… Es… —Estaba incómoda. No encontraba las palabras. —Sea lo que sea, seguro que está bien —Sonreí. La hubiera besado en ese preciso instante. Confiaba en ella. Jamás supe que estaba condenando nuestro futuro.

31 Perderse duele una vida —¡No me podéis hacer esto! —chillé por el altavoz. Mi voz estaba ronca. —Lo sentimos muchísimo Lena, de verdad. Pero en estas condiciones no puedes participar —me volvió a decir Ricky, mi compañero del club de letras. Solo tenía ganas de coger una de mis enciclopedias catalanas y pegarle un buen golpe en la cabeza—. Tienes que entenderlo. Es el primer año que el instituto va a las nacionales. —Joder, ¡nos hemos esforzado mucho! —Me dio un ataque de tos. Un poco más y casi saco los pulmones. —No te preocupes. Va a participar Alek en tu lugar, se presentó voluntario. Lo maldije de las doscientas veintiuna formas que conocía. El pelinegro conseguiría lo que se propuso: arrebatarme todos los méritos por los que había luchado. Todo por culpa de un simple resfriado. Habían pasado cuatro días desde que habíamos ido al Tibidabo y se ve que bañarse con la ropa puesta jamás era una buena idea. Noel no estaba mucho mejor que yo. Ricky me colgó y yo, indignada y dramática, llamé a mis amigos para que vinieran. Ambos me dijeron que sí. Además, necesitaba que estuvieran todos juntos para explicarles el tema de la beca de París. Ya era hora. Me pegué una ducha rápida para quitarme el dolor de piel que me provocaba la fiebre, y me puse un chándal cómodo de Mickey Mouse. Cogí a Hei-Hei, que me gruñó porque estaba hecho una bolita encima de mi cama, y me dirigí al comedor. Astrid Ocaña, la madre de Jolene, se había quedado a pasar la noche aprovechando que mi madre tenía una semana de vacaciones. Estaba en la cocina, ayudando a mí hermano con unos deberes de matemáticas. Doña Cecile

estaba haciendo un sudoku. Astrid, últimamente, venía bastante. A pesar de tener un casoplón en uno de los barrios ricos de Barcelona, decía que nuestra casa era más familiar. No le faltaba razón. Jolene se había quedado alguna que otra noche. Dormíamos juntas en mi habitación y, aunque me costaba aceptarlo, las noches de chicas con ella eran divertidas. Sobre todo, cada vez que chillaba por culpa de cualquier ruido. No estaba acostumbrada a vivir en un piso de sesenta metros cuadrados con paredes de papel. —Te prometo que no soy idiota —refunfuñó Marcos mientras se alborotaba el pelo con las dos manos, exasperado—. Se me daban bien las mates, al menos hasta que lo jodieron todo mezclándolas con el alfabeto. Ellos dos empezaban a llevarse bien. Se notaba que Astrid era profesora de secundaria. Sonreí mientras cogía una taza para hacerme un batido de chocolate. —¿Cómo te encuentras? —Mi madre vino corriendo. Me puso el dorso de la mano en la frente—. ¿Tienes fiebre? ¿Te has tomado la pastilla? Pero primero tienes que comer algo. ¿Has comido alguna cosa? Necesitar comer. Te voy a hacer unas crepes de fresas. Son tus favoritas, ¿no? Sé que a veces doña Cecile podía llegar a ser un fatídico dolor de cabeza, pero era el dolor de cabeza que más me quería. Me hice el batido y le di un buen sorbo. —Me acaba de llamar Ricky, el del club de letras. —¡Ostia! Hoy es el campeonato de la movida esa de deletrear palabras, ¿no? Tienes que tomarte algo, tienes una voz horrible —contestó Marcos, quién aprovechó el momento para dejar de estudiar matemáticas. —Me han echado —protesté, tirándome en el sofá. Coloqué bien a Hei-Hei en mi regazo y comencé a acariciarlo—. Dicen que no puedo participar enferma. Mi madre intercambió una mirada con Astrid y con Marcos. Dejó los utensilios de la cocina, se limpió las manos en el delantal y se sentó a mi lado. —Tendrás otras oportunidades. ¿Recuerdas lo que dice siempre la abuela Pilar? —Las oportunidades no pasan, las creas… —Además, no te preocupes por los méritos que te daban y por la matrícula de honor. Primero tienes que cuidar tu salud. —Me abrazó—. Tenemos el dinero

suficiente para pagarte una Universidad, un ciclo formativo, lo que necesites. —Sobre eso… No pude terminar de contárselo. Llamaron a la puerta. Marcos abrió. Oliver y Ronnie entraron en estampida, buscándome. Eran un par de exagerados. Detrás de ellos entró Jolene. —¡Cómo que estás enferma! —gritó Oliver. Puse los ojos en blanco—. ¿Te vas a morir? ¿Me vas a dejar en herencia todos tus mangas? —¡No grites, pedazo de inútil! —chilló Ronnie—. Que le duele la cabeza. ¿No ves la cara tan horrorosa que lleva? Mi madre se levantó, cediendo el sitio a mis dos amigos. Riéndose por la situación. Se colocaron uno a cada lado, apretujándome. Hei-Hei tenía una predilección por Ronnie, así que saltó de mis brazos para irse a los suyos. Ella comenzó a hacerle carantoñas, Hei-Hei se giró panza arriba. —Ahora en serio, si te mueres déjame en herencia a este monstruito tan bonito —añadió Ronnie. Seguidamente puso la voz aguda, hablándole como si fuera estúpido—. ¿Quién es el más bonito del mundo? ¿Quién quiere más a la tita Ronnie? —¡Hipócrita! —protestó Oliver. —Eso tú. Chaquetero —se defendió Ronnie. Oliver intento tocar a Hei-Hei. Casi se lleva un buen mordisco. —Dejad estar a mi hermanita, imbéciles —Jolene me dio tres golpes suaves en la sien, como si así me diera ánimos, y se sentó delante de mí—. ¿Hoy no tenías ese campeonato de friquilandia? —¡Hija! —gritó Astrid—. Compórtate. La cabeza me iba a estallar —Me han echado —repetí por segunda vez en el día. Y eso que no llevaba más de dos horas despierta. Tosí con ganas—. Sí, me lo han dicho cuatro horas antes del campeonato. —Hay varios tipos de tos: la tos seca, la tos con mocos, etc. ¡Ah! Y la tos sus muertos —se quejó Ronnie—. De verdad, por un poquito de ronquera, dolores musculares, fiebre, mocos y estornudos no te deberían haber dejado fuera de este campeonato de… ¿De qué era? —De deletrear. ¡Es que me he esforzado muchísimo! —lloriqueé—. Llevo un año y quince días preparándome para ello.

—¿Y quién te va a suplir? —preguntó Oliver. —Tu queridísimo primo. —Me sentía chafada. —¡La hostia! —se quejó Ronnie—. ¿Y qué vas a hacer? —Comerme los mocos. —Ni se te ocurra buscar petróleo en tu nariz —protestó Oliver. —Es un decir, no es literal. Astrid, Marcos y Doña Cecile nos miraban como si estuviéramos locos. Debían estar flipando. Era una conversación de besugos. —¿Pero no me dijiste que necesitabas los méritos que te daba ser participante para la matrícula de honor? —Has dado en el clavo —me quejé. Me levanté para beber agua, el chocolate me había dejado un sabor demasiado dulzón. Me mareé. Mi madre, viéndome las intenciones, me obligó a sentar y me lo llevó ella. —¡¿No se lo has contado?! —Fue el turno de Jolene de cagarla. Voceó. Acto seguido, al ver la mirada que le lancé se tapó la boca. Pero para ella jamás era suficiente—. ¿Ni a nuestras madres? ¿Soy la única que lo sabe? Me siento importante. Me deshinché encima del sofá. Vaya formas de contar las cosas. Todos se me quedaron mirando. Un segundo de silencio por todas las neuronas que petaron cuando dije la siguiente frase. Titubeé. —La tutora… Beca… —Los nervios me invadieron. —¿Qué? —preguntó mi madre—. He entendido menos de la mitad. Cogí aire. Lo mejor era soltarlo de carrerilla. —Que nuestra tutora me ha ofrecido la oportunidad de solicitar una beca… Y pensé en enviarla para estudiar Psicología. —¡Eso es una noticia maravillosa! —gritó mi madre —. Estoy tan contenta de que sepas qué estudiar. Aunque el ojo de madre nunca falla, siempre pensé que serías una buena psicóloga. Marcos, Oliver y Ronnie se añadieron a los vítores. Todos decían que siempre me habían visto como una buena psicóloga. Entonces, ¿por qué demonios no me lo habían dicho nunca? —Hermanita, hermanita… —Jo chasqueó la lengua—. Te dejas lo más importante. Di dónde es esa beca. Se sentó bien y apoyó los codos en sus rodillas, retándome. Le sostuve la

mirada. —Eso… Es en París. El silencio que se formó era inquietante. Solo se escuchaba el aleteo de unas moscas. Tal vez había sido una mala idea soltar esa bomba allí mismo, con todos a mi alrededor. Mi madre se arrodilló delante de mí y me cogió una mano. —¿Estás segura? —No lo sé… —susurré—. Me da miedo. Miedo de irme lejos. Miedo de una ciudad nueva; de sentirme sola; de no ser suficiente. Miedo de intentarlo, de fallar, de fallarme. Y, sobre todo, miedo a perderle. A él. A Noel. Pero eso jamás lo admitiría. Mi madre sonrió con dulzura. —Ya sabes qué opino del miedo. —Que es una muralla que separa lo que soy de lo que puedo llegar a ser — susurré. —Hagas lo que hagas estará bien. —Me dio un beso en la frente —. Confía en ti misma. Ronnie y Oliver asintieron. —Estamos contigo, siempre lo estaremos. —Una lágrima de felicidad me recorrió la mejilla. Fue la primera de muchas. Jolene también se acercó y me pasó un pañuelo para que me secara las lágrimas. —Jamás aceptaré haber dicho eso, así que escucha con atención. —La miré con curiosidad—. Lena, tienes una oportunidad enorme delante de tus ojos. Tú tienes la magia de amarte a ti misma y ser fuerte. Desde que te he conocido jamás te has apagado ante el fuego. Haz lo que sea necesario para ser la mejor versión de ti misma. Me levanté de golpe y la abracé. Jolene podía ser un témpano de hielo, pero detrás de esa fachada había una chica dulce, rota y que protegía a los suyos. Ese día aprendí que nunca debes subestimar el brillo de los demás. Nadie sabe lo que costó tener ese rayito de luz. —¡Quita! ¡Quita! —Se apartó Jolene—. Me vas a manchar de mocos. ¡Qué asco! Marcos fue el siguiente en abrazarme. Me susurró en la oreja. —Jamás dejes de luchar por tus sueños. Estoy orgulloso de ti, y si te aceptan en París, hazte amigas de algunas francesas. Así me las presentas.

Riéndome lo empujé. Las hormonas le podían. Tenía mucha suerte. Aun así, un nudo me oprimió el pecho. Había llegado el momento de contárselo a Noel, y no estaba preparada. *** El pabellón era enorme. El techo era una gran cúpula de cristal y el sol impactaba en el medio del estrado. Ronnie se puso una gorra, quejándose del bochorno que hacía en ese lugar. Yo solo podía agradecerlo, la fiebre me había subido y la chaqueta no era suficiente para entrar en calor. —No sé si ha sido buena idea venir —comentó Oliver. —Eres una masoca —contestó Ronnie. Cabezona había nacido. Seguiría siéndolo para siempre. Después de muchas negativas había conseguido que ambos me acompañaran en el campeonato. Al menos si ganaban quería estar presente. Nos sentamos en las gradas, cerca de la puerta por si me subía mucho la fiebre. O según Oliver por salir corriendo si en cualquier momento estornudaba muy fuerte y bañaba a un desconocido con mis mocos. Miré el WhatsApp, tenía un mensaje de él. «¿Estás en el campeonato? ». «Sí. ¿Y tú? ». «Nos vemos en la salida» escribió Noel, añadió un corazón. Ese maldito emoticono provocó que se me acelerara el corazón. «¡Perfecto!» cliqué las teclas con rapidez. Una sombra pasó por mi lado. Sentándose al lado de Oliver. «¡Por cierto! Creo que Cristian está por allí, intenta que no se tire de los pelos con Oliver». Oí su voz. Mierda. «Demasiado tarde…» pulsé «enviar» junto a una imagen de un unicornio asustado. Ronnie me dio un toque en el hombro. Señaló con la mirada a Oliver y a Cristian. La entendí, ¿qué demonios hacían juntos? Los dos tenían la espalda recta y miraban al frente. Oliver con el ceño fruncido, Cristian retorciéndose las manos nervioso.

—Ya no me hablas… —Cristian fue el primero en dar su brazo a torcer. Aunque la frase hacía aguas por todas partes. ¡Era obvio que no le hablaba! Puse los ojos en blanco. —No me jodas, no me había dado cuenta —dijo irónico Oliver —. ¿Por qué debería hacerlo? —Porque somos adultos. Podemos hablar. Oliver se le encaró. —Madurar es terminar una relación y no hablar mal de la porquería esa. Obviamente, también incluye no hablarle más. —Oliver, tú y yo jamás estuvimos en una relación. Auch. Directo al corazón. Aunque también era una realidad. Oliver le hizo una peineta y le dio la espalda. Nos lanzó una mirada de sufrimiento e hizo el gesto de pasarse el pulgar por la garganta. —Vale, joder, tienes razón. He sido un mierdas. Oliver le volvió a dar la cara. —¡Por fin lo aceptas! —aplaudió dramático. —Pero también te pido que me entiendas… No es fácil para mí —siguió explicando Cristian—. Necesitaba conocerme, apareciste tú y me di cuenta de muchas cosas. —¿Como que estabas enamorado de tu mejor amigo? Qué poco tacto. —Entre otras, pero no grites tanto, por favor —protestó Cristian, mirando a su alrededor para asegurar que nadie los había oído—. Solo lamento que salieras tú quemado… Así que era verdad… Debía ser duro estar enamorado de su mejor amigo. —Mira, Cristian. Quemarme o no es lo de menos. —Ahí iba una de las frases filosóficas de Oliver—. Lo que me duele es que no te aceptes a ti mismo. —Es aterrador hacerlo… —¡Lo sé! Es aterrador, espantoso, horripilante, terrorífico, enloquecedor, espeluznante… —Sonreí, esas palabras las había aprendido de mí—. Pero si no te aceptas harás daño a otras personas. Y también te harás daño a ti. Eres suficiente, Cristian. Quiérete más. Y quién no lo acepte, ¡que le jodan! Me acordé de lo que le dije yo un día a Noel. —Gracias… Ha sido un placer conocerte, Oli.

—Lo mismo digo, Cris. Me sorprendió que Cristian le diera un beso en la cabeza, cerrando así un ciclo de malas vibras y corazones medio rotos. Después, se fue. Ronnie fue la primera en romper el silencio. —¡Te lo dije! Hablando las cosas, se arreglan. —Pero es que prefería la segunda opción… —¿Qué segunda opción? —pregunté. Ronnie me dio un codazo, abriendo mucho los ojos y negando con la cabeza. —Pues que me viniera suplicándome de rodillas y, de paso, me comiera la chorra. —Lo admito, no me esperaba esa respuesta. —¡Es que no tienes filtro! —exclamó la morena, después me señaló un dedo —. Y eso te pasa por preguntar. Levanté las manos, disculpándome. Una música clásica comenzó a sonar en el pabellón. Alek y Ricky subieron en la tarima, delante de un montón de cámaras de los diarios nacionales y las revistas locales. Después salieron sus adversarios. Oliver los abucheó. Yo me senté bien en la silla. Comenzó el torneo. Cada vez era más intenso, no podía dejar de moverme incómoda cada vez que los contrincantes acertaban. Oliver no dejaba de bostezar, Ronnie de mirar el móvil. —¿A qué hora termina este suplicio? —preguntó esta última. —¡Sht! Callad. Está súper interesante. —Les quedaba una última ronda. —Estoy más aburrido que un calvo peinándose —protestó Oliver. No los escuché. Me levanté de un salto y comencé a aplaudir. ¡Acababan de ganar el torneo! Y aunque me hubieran dejado fuera, me sentía la persona más feliz del mundo. Aplaudí hasta que me quedaron las manos rojas. Oliver y Ronnie se añadieron. —No aplaudo porque me haya gustado —aclaró Oliver—. Aplaudo porque ha terminado. Le hice una peineta. Nos fuimos a uno de los pasillos interiores, a esperar que nuestro amigo terminara la rueda de prensa y de recibir las felicitaciones. Era la parte más cansada. Cuando terminó, Oliver fue el primero en felicitarlo, seguido de Ronnie. Oliver le susurró algo en la oreja. Cuál fue mi sorpresa cuando se giró, con

ojos tristes, y vino corriendo. Me abrazó. —¡Lo has hecho muy bien! —chillé emocionada, colgándome en su cuello. Al fin y al cabo, era mi amigo. Él me abrazó por la cintura—. Aunque no te perdono que me remplazaran por ti. A pesar de todo eso, me dolía que fuera él quién se iría a Copenhague. Estaba celosa. Yo había trabajado muy duro para poder estar allí aquel día, pero la vida tenía otros planes para mí. —Lo siento, pero era una buena oportunidad trébol —sonrió. Me solté de su agarre. —¿Por qué me llamas así? —arqueé una ceja, no era la primera vez que lo hacía. —¿No es obvio? —negué con la cabeza—. Porque eres mi suerte. Moví la nariz, como siempre hacía cuando pensaba o estaba nerviosa. —Oliver me ha dicho que… —Alek se pasó una mano por el pelo. Mierda. El pelinegro dio un paso hacia mí, acercándose—. Que te vas a ir a París. ¡Era un bocazas! Lo hubiera agarrado de la oreja y lo hubiera arrastrado por toda Barcelona. Me estiré el jersey para abajo, inquieta. No quería que Alek se enterara, porque eso significaba que me podía robar la plaza. Y… que se enteraría antes que Noel. Me sentí impotente. —Aún no es seguro… Él dio otro paso hacia mí, me cogió del mentón y me obligó a mirarle a los ojos. Lo tenía demasiado cerca. —Y si te vas, ¿qué voy a hacer sin ti? — temí que me volviera a besar. Aunque Alek era muy pudoroso y no lo haría delante de tanta gente. —Seguir viviendo, ¿por ejemplo? — intenté quitar un poco de hierro al asunto. Él me cogió de las manos. —Y Noel? ¿Lo sabe? ¿Sabe que tal vez te vayas a París? —Aún no le he dicho nada… — contesté molesta. —Vaya… —susurró para sí mismo—. Así que es cierto, te vas. Moví los hombros arriba y abajo. ¿Me iba? Podía ser. Faltaba enviar la solicitud, que sería aprobada, pero primero quería hablar con Noel. No para pedirle permiso… Él se había convertido en alguien importante en mi vida. Doliera o no, necesitaba sincerarme con él. Decirle todo lo que sentía, abrirme en canal.

Alek dejó de mirarme para observar un punto detrás de mí. —¿De verdad? —Esa voz. Los vellos de punta. El corazón en la boca. Me giré sobresaltada, alejándome del pelinegro. —Mejor os dejo solos… Maldije a Alek. Lo odié. Él podría haber sabido que Noel estaba detrás de mí, escuchándonos. Se fue con Oliver y Ronnie. Me acerqué al moreno, pero él dio un paso atrás. Se me cayó el alma en los pies. Llevaba un ramillete de margaritas en una mano, se le resbaló. Los pétalos se desperdigaron por el suelo. —¿Cuándo pensabas decírmelo? —La rabia estaba presente en su voz. —Te lo puedo explicar, Noel —balbuceé al borde del pánico. —¿Te vas? No me mientas. —Sus ojos eran dos perlas de hielo. —No lo sé… Puede. —¿Lo sabían todos? —Agaché la mirada—. Dímelo, Lena. —Yo… Te lo quería decir. Soltó una risa sarcástica. La noté como una daga clavada en el cuello. Acto seguido chutó las flores, cabreado. Me quise explicar, mas no me salían las palabras. Estaban atragantadas, el pánico las aplastaba. —¿Es que todo ha sido una mentira? —Dio dos pasos hacia mí—. ¿He sido un puto juego para ti? ¡¿Es eso?! Teníamos ambos los ojos llenos de lágrimas. El corazón en un puño. —¿Te estás escuchando? —exclamé indignada—. Claro que no lo has sido. —¡Jamás tendría que haberte conocido! —No lo dices en serio… —sollocé. Noel se giró para irse—. ¡No puedes decirlo en serio! Me acerqué, dando pasos agigantados. Lo cogí con rabia de la muñeca, imploré que me mirara. —¡Dímelo a la cara! —Oía los ecos de mi voz muy lejos. —Nunca pensé que serías tú quién me destrozaría… Felicidades, Lena. —Lo solté, dejé de llorar. Apreté los puños. Me acerqué a él, sin miedo. La lengua fue más rápida que el cerebro. —Duele saber que todo lo que hice no te ha valido para aprender nada. —

Tenía una bola de rencor en mi interior—. Duele saber que sigues siendo el mismo idiota de siempre. Sus labios se acercaron. —Más duele saber que no significó nada para ti —susurró encima de mis labios antes de irse. Creí que te quería… Pero ya no. Lo escupió como si le quemara por dentro. Me destrozó. Me derrumbé. Las lágrimas calientes resbalaban por mis mejillas. Se formó dentro de mí una grieta que sería eterna. Él se fue. —Yo sí te quiero —murmuré. Fue demasiado tarde para que él me escuchara. Yo siempre lo había visto como algo fugaz, él a mí como lo infinito. Ese fue el error. Esa noche envié la solicitud para la beca.

32 Hablemos de los cristales rotos… Le di tan fuerte que me reventé los nudillos. Me escocían. El sudor frío me recorría la espalda. Me limpié la frente. Y seguí dándole al saco de boxeo al ritmo de Teeth de 5 Seconds Of Summer. Era un puto gilipollas. ¿En qué momento pensé que ella se quedaría por mí? Joder, era un chiste. Encima había sido el último en enterarme. Pensé que todo podría ir diferente… Me equivoqué. Golpeé más fuerte. Una por cada vez que me habían hecho daño. Por mi nopadre, el patético; por mi hermano, el perfecto; por todos los amigos que me habían fallado; por ella, la estúpida pelirroja de la que me había enamorado. El último puñetazo fue dedicado a mí. Por ser un idiota en toda regla. Un idiota que pensó que lo podrían llegar a querer. Me derrumbé. Grité. Lloré. Le pegué más fuerte, salpicándome las manos de gotas de sangre. Llegué a la conclusión que me había roto el corazón solo, porque siempre fui consciente de como podían terminar las cosas. Pero insistí en cambiarlas. —Noel… Joder —Cristian apareció. Me había dejado una sala en su casa para pegarle al saco. Me levantó del suelo y me acompañó al salón—. Estás hecho un asco. No contesté. No podía, tenía un nudo en la garganta. —Ya ha pasado una semana y media… No puedes seguir así. —Estaré como me salga de los cojones —espeté molesto. Todo el mundo me decía lo mismo, y estaba hasta la polla de la toxicidad positiva. —Deberías hablar con ella. Me levanté, dolorido. —No hay nada que hablar.

—Al menos déjale que se explique, Noel —murmuró Cristian. —Mira, porque eres mi amigo. Si no, te daría una ostia —protesté enfadado —. Lena se va a ir. Se enteró todo el puto mundo menos yo, como siempre. El idiota de turno. Así que no me vengas con mierdas… Ella lo decidió así. Lo sentí como una puñalada. Los últimos días habían sido horribles. Jolene y Cristian se habían preocupado por mí, pero me sentía solo. Además, Jolene jugaba a dos bandos. También cuidaba de Lena. —Haz lo que quieras —añadió el rubio, rindiéndose—. Pero deja de intentar ser un jodido bloque de hielo. Ella sigue enamorada de ti, solo hace falta ver cómo te mira en clase. En clase desconectaba tanto que dudaba de mi propia existencia. En casa, me había intentado sincerar con mi hermano, pero no podía. Seguía dolido, el miedo que me traicionara estaba presente, y yo no podía sobrevivir a otro asalto. Y Lena… Seguía siendo ella. Más ojerosa, más pálida, menos parlanchina. Y sufríamos. Nos evitábamos todo lo que podíamos, pero no era fácil. Ella era mi jodida vecina. Mi compañera de clase. La primera persona de la que me había enamorado. No la veía, pero pensaba en ella veinticuatro horas al día. La echaba de menos… Aunque no daría mi brazo a torcer. No después del daño irreparable. Encima la había visto tan cerca de Alek… Me crují los dedos, desesperado. Era un auténtico gilipollas por creerme que habría algo entre nosotros. «Instrucciones para no echarla de menos: pensar en lo más bonito que me había dicho. Y pensar que fue mentira». ¿Cómo se cierra un corazón? —Ahora mismo me tengo que centrar con los exámenes finales. En menos de un mes es Selectividad, por si no te habías enterado. Cogí la mochila y me puse la camisa de tirantes. Hacía una calor de mil demonios. —¿No te quieres duchar aquí? Hueles a muerto. «Es como me siento». —Mi hermano me espera —mentí—. Gracias por dejar que me quedase en tu casa. —Ya sabes, también es la tuya para cuando lo necesites. Cristian estaba mejor, comenzaba a aceptarse y a quererse. Me quería alegrar

por él, solo que en ese momento no lo sentía así. Me despedí. —¡Y llámame cuando llegues! —Oí que me gritaba. No le contesté. Me monté en la moto. Tenía ganas de acelerar, deslizarme por las calles de Barcelona y liberarme. Recorrí toda la costa, persiguiendo las gaviotas. Enfrentándome al viento que me despeinaba y me borraba las lágrimas. Siendo invencible. Ese día tardé más de media hora en llegar a casa. Y si no tardé más fue porque la gasolina estaba muy cara y me la tenía que pagar con lo ahorrado. Aparqué delante de casa y entré por el portal. Tragué saliva. ¿Por qué la vida me odiaba tanto? Allí estaba ella. Lena Rose, mi problema. Más humana de lo que jamás la había visto. Me descubrió. Eché de menos las sonrisas que me había regalado en el pasado. Solo frunció el ceño, mirándome los nudillos en carne viva. La pelirroja estaba esperando el ascensor, pero yo no podía permitirme estar con ella en un espacio cerrado. Subí por las escaleras. Tuve el efímero deseo que me siguiera. No pasó. Solo quería un día tranquilo. Uno para desconectar, no pensar y pegarme una maratón de películas de Marvel. Porque sí, lo había decidido. Era mi manera de convertirme en un mártir, y acordarme que las debería haber visto con ella cuando tuve la oportunidad. Abrí la puerta de casa y… Todo explotó. Gritos. Golpes. La voz ronca de mí no-padre… Los alaridos de Leo. Los sollozos de mi madre. Corrí como un desgraciado. Encontré a mi padre agarrando a mi hermano del cuello del jersey. El labio le sangraba. Mi madre en el suelo, llorando. No fui consciente de lo que hacía. Lo empujé, pero él era más fuerte… Me pegó un bofetón que me tiró al suelo. —¡Sois todos unos mierdas! —gritó. Iba borracho—. No servís para nada… Escoria. Se acercó a mí y me escupió en la cara. Lo que él no sabía era que una vez ardes, nada te quema. —Encima siempre lloriqueando… —siguió hablando, mientras iba a buscar una botella de whisky de mala calidad. Busqué con la mirada a Leo. Tenía un ojo morado. Miraba a Pablo con un odio profundo… Mi madre era una espectro, escondida bajo de la mesa. Me levanté. El fuego me consumía. Saqué todo el odio que llevaba dentro.

—Eres patético. Vete —amenacé. El hombre se giró, levantando una ceja. El olor a alcohol y orina que desprendía me mareó. —¿Qué has dicho, mocoso? —Me acerqué más a él. Sin miedo. —Que te largues —apreté los dientes. —¡Esta es mi puta casa, niñato! Levantó la mano. Cerré los ojos… pero el golpe nunca llegó. —¡Ya lo has oído! —Mi madre se había puesto delante de mí. Protegiéndome. Gritó todo lo que pudo—. ¡Largo! He llamado a la policía. Jamás la llamó, pero eso lo supimos más tarde. Leo se puso a un lado. Cogió una botella de cristal y la rompió contra la pared. Me mordí la mejilla por dentro, haciéndome sangre. Intentando no temblar. —¿No lo has entendido? —vociferó mi hermano, empuñando la botella rota —. ¡Lárgate! —¡Estáis todos mal de la cabeza! Que os jodan, hijos de puta. —Cogió la chaqueta y cerró de un portazo. Mi primer instinto fue abrazar a mi madre. Nos derrumbamos juntos, como una familia. Lloramos con ella. Fui consciente entonces que mi madre había reaccionado, que nada volvería a ser igual. Y, por primera vez, sentí que había salido de la jaula. Era libre. Una persona rota es como un cristal hecho añicos. Ella ya lo sabe, no hace falta recordárselo. Pero nadie le ha dicho que solo hace falta un pequeño rayo de luz para que vuelva a brillar. Nosotros volveríamos a hacerlo. *** Había pasado una semana. Pablo no había vuelto. Yo ya había hecho los exámenes finales del instituto. Había hincado tanto los codos para asegurar un buen futuro a mí y a mi madre, que me habían ido de puta madre. Había roto mi última regla: que conocieran mis secretos. Todo el mundo me

señalaba, apenado, pensando que era jodido perder un padre. Comentaban, murmuraban y creaban rumores dignos de un libro de Stephen King. Lo que no sabían es que me sentía más liviano. No se puede echar de menos a alguien que no has querido nunca. Había llegado el día para escoger la carrera y las universidades donde intentaría entrar. Seleccioné las universidades de Barcelona para hacer Magisterio. Seguía evitando a Lena, aunque mi corazón siguiera acelerándose cada vez que pensaba en ella. Y era la hora de ir a los juzgados. Me vestí con un traje negro. El calor de finales de mayo me asfixiaba. Llamaron a la puerta. —¡Noel! —gritó mi hermano—. Es para ti. No creí jamás que fuera ella. Pero allí estaba, con un vestido amarillo y tendiéndome un pastel de fresas. Como los viejos tiempos. No pude evitar sonreír. Nunca sabes cómo de enamorado estás hasta que quieres alejarte y no puedes. —Me he enterado… Te he traído un pastel de fragarias. Quiero decir, de fresas —dijo con la voz baja, nerviosa. Yo también lo estaba. Intenté coger el pastel sin que se me cayera—. Lo siento por no haber estado a tu lado cuando lo necesitabas. Su confesión me pilló desprevenido. A Pablo le pondrían una orden de alejamiento. Jamás volvería. Y era consciente que Lena había hablado con mi madre. —No tenías por qué saberlo… —Ya… Bueno, si necesitas alguna cosa, allí estaré. —Señaló la puerta de su casa—. Em. Adiós, Noel. Se giró. Como pude, la sostuve del brazo. Necesitaba verla una vez más antes de perderla. Sus ojos verdes se clavaron, brillantes. Robarle un beso hubiera sido tan fácil… —Gracias —susurré. Ella asintió y se encerró en su casa. Jamás supo que ese gracias era por ella. Un gracias por haberse colado en mi vida; otro por enseñarme a quererme; y, sobre todo, por hacerme la guía. Porque, aunque el título era Guía para dejar de ser idiota, sabía que en realidad era una Guía para ser feliz.

Quise comenzar de nuevo, pero conmigo mismo. Quererme, cerrar ciclos y ser mejor persona. —¿Tienes un momento? —me sorprendió mi hermano. También iba vestido con un traje negro que se le pegaba en los músculos—. Necesito llevarte a un lugar. Él y yo nos habíamos unido más. Después de tantos años, nos necesitábamos. —Leo, en una hora tenemos el acta en el juzgado. —Será rápido. —Me enseñó las llaves del coche de nuestra madre—. ¿Puedo conducir yo? —¿Y mamá? —Ya he hablado con ella, no te preocupes. Subimos al coche de nuestra madre, un Seat Ibiza negro. Fuimos directos al centro de Barcelona. Aparcamos en una calle que conocía muy bien. Me invadió la nostalgia. —Espera aquí —me dijo—. Si no, no nos dará tiempo. Acepté. Él se bajó. Mientras tanto, yo me enredé entre los recuerdos de cuando había llevado a Lena a ese lugar. Leo volvió a los minutos. Llevaba una bolsa blanca y, dentro de ella, dos donuts de flan. Sonreí. —¿Estaba Lucinda? —le pregunté. Él negó con la cabeza. —Dicen que sigue enferma… Había su nieto y una chica nueva —suspiró. Sacó uno de los donuts y me lo tendió. Después cogió el suyo—. ¡Por los nuevos comienzos! —Por los nuevos comienzos. Y, allí mismo, brindamos con dos donuts de flan, glaseados. Dejando el coche lleno de migas y nuevas oportunidades. No hicieron falta más palabras. Comenzó a sonar una canción de Txarango. Mi hermano subió el volumen. —«Compta amb mi en els dies de lluita» —cantó con alegría—. «I si l’esperança et descuida, als mals passos hi haurà uns braços. Compta amb mi». El significado de esa canción fue como un río de agua helada por debajo de la piel. Intente no emocionarme. «Cuenta conmigo en los días de lucha. Y si la esperanza te descuida, en los malos pasos habrá unos brazos. Cuenta conmigo». Fui consciente entonces que Leo siempre se quedaría a mi lado, aunque

estuviera lejos. Y Lena también. Al final, ella había compartido un pedacito de su vida conmigo. El truco estaba en decirle adiós a la persona, pero jamás a su amor. Necesitaba un último día con ella.

33 Eras, eres y serás siempre tú Miré la nota media que me quedaba de segundo de Bachillerato: un 9’4. Estaba bien, pero… ¡Qué demonios! Como dirían los mal hablados de mis amigos, «estaba de putísima madre». Me senté bien en el sillón de casa de Oliver. Estábamos él, Alek y yo estudiando. Ronnie se estaba limando las uñas, que tenía tan largas que me hubieran servido de marcapáginas para los apuntes (al menos las tenía limpias). Ella era la única que no se preparaba para las pruebas. Había dejado Bachillerato porque quería estudiar un ciclo formativo de peluquería el año siguiente. Era diez de junio. Selectividad estaba a la vuelta de la esquina, y afirmar que estábamos cagados era decir poco para lo que realmente sentíamos. Quedaba un día para la batalla. —¿Qué nota media os queda de final? Acaban de publicarlas todas en la web del instituto—Mis ojos se dirigieron directamente a Alek quien, con toda la parsimonia del mundo, sacó el teléfono y se puso a buscarla. —¡Tengo un 7’25! —Oliver levantó la mano para chocarla con la de Ronnie. —¡Olé mi zorra, que va a triunfar siendo periodista! —exclamó ella. —Bueno, ahora falta que Selectividad saque buena nota —contestó él. Lo felicité. Pero yo quería saber si Alek me había superado. Cómo había terminado nuestra partida de ajedrez. ¿Sería él quién había hecho jaque mate? ¿O sería yo? —¿Qué? —No pude quedarme callada. Empezamos un duelo de miradas para ver quién lo decía antes—. ¿Qué has sacado? —Dilo tú primera. —¿Por qué las matemáticas del social no maduran ya? Es hora de que

resuelvan sus problemas solas —lloriqueó Oliver, ajeno a la batalla que tenía yo con Alek. Ronnie se fue a buscar unas patatas de bolsa para comérselas. «Eso se va a poner interesante», murmuró para ella misma. —¡He preguntado primero! —protesté al borde del colapso mental—. ¡Por el amor de la tabla periódica y las parábolas! Dilo ya, que me vas a provocar un infarto de miocardio. —¿Un infarto de qué? —preguntó Ronnie, sentándose otra vez con las piernas cruzadas. Oliver se colocó a su lado y cogió un puñado de patatas. Se divertían a nuestra costa. Alek contestó por mí. —Significa un ataque de corazón. Bueno. Está bien… —La sonrisa que se le dibujó en la cara a Alek me confirmó el resultado. Acababa de perder—. Un 9’42. No podía ser. Se me desencajó la boca. ¿Dos malditas décimas habían marcado la diferencia? ¡Puñetas! Me levanté tan rápido que estuve a punto de tirar todos los apuntes en el suelo. Si es que era un desastre. —Creo que por su reacción queda claro quién ha perdido —señaló Ronnie. —¿Quién? —preguntó Oliver con la boca llena de patatas. —Pues quién va a ser, imbécil. ¡Lena! Le están a punto de salir los ojos de las orbitas, y no es precisamente porque haya visto a un machoman sexy y sin camisa. —Gracias Ronnie, me has subido muchísimo la autoestima —reprochó Alek, aún con la sonrisa en la cara. Se la borraría de un zapatazo. —No te lo tomes a mal, cariño. Estás bueno, pero Chris Evans es otro mundo. Aunque yo me quedaría con Zendaya. —Nos la quedamos todos mirando—. ¡¿Qué?! Es un pibón de mujer. —No, si razón no te falta —me expliqué—. Pero de todo lo que has dicho solo un 0’1 % tiene sentido. Ronnie hizo como si se cerrara la boca con una cremallera, rindiéndose. —¿Y bien? —Alek se estaba regocijándose con mi mala suerte. Él sabía perfectamente que me había ganado. —Un 9’40… —¿Has perdido por dos décimas? Ni Romeo ni Julieta eran tan

desafortunados —dijo Oliver. Le lancé una mirada furibunda. Estaba muy irritada. Oliver se había leído hacía poco el clásico y, desde entonces, hablaba y soñaba con ella a todas horas. —Joder. No me mires así. ¡Es verdad que murieron por ser gilipollas! Si Romeo no se hubiera suicidado siendo más drama que persona, aún seguirían vivos, felices y comiendo perdices. —Gracias por los ánimos, querido amigo. Me mordí el labio. Me sentía avergonzada y tenía una espina en el corazón. Siempre había querido ser la mejor, no solo por mí, sino por mi madre que me había cuidado y ayudado siempre que lo había necesitado. No pude evitar mirar a Alek con retintín. Si él no hubiera aparecido yo me habría quedado con esa matrícula. Le habría devuelto el favor a doña Cecile. Tal vez debería haber estudiado más… Me había fallado a mí misma y a mi familia. Hinché los pulmones de aire. Oí una tos seca falsa. Era Alek que nos miraba con el ceño fruncido y repiqueteaba con el móvil en su silla. ¿Y ahora qué? —¿No vamos a comentar el hecho que me debes una cita? —Me lo preguntaba a mí. Me sonrojé. —Lena, esa parte no nos la habías contado —me acusó Oliver, señalándome —. Traidora. —¡Es que no va a ser una cita! — murmuré molesta. —¿Y por qué él dice que sí? —cuestionó Ronnie. —Porque sí lo es. —Iba a matar al pelinegro. —¡No lo es! Dijimos que quién ganara la matrícula sería invitado por el otro a una cena. —Eso, querida mía, se llama cita —murmuró Alek—. ¿El viernes, después de Selectividad? —Yo creo que tendré la cabeza triturada… —me excusé. —Qué lástima. Justo ese viernes inauguran una librería-cafetería. —Bueno, vale. Acepto—contesté. No tenía nada que perder. Dejamos de estudiar por aquel día. Quería ir a casa y descansar antes de la prueba. Darme una ducha fría, beberme una limonada granizada y repasar sin presión. Además de sacarme el mal sabor que me había dejado perder contra

Alek. Subí las escaleras que daban al patio de vecinos. —¿Lena? Me giré como un resorte, pensando que mi mente se estaba burlando de mí. Había soñado tanto con esa voz… Noté fuegos artificiales en el estómago. Y, a la vez, el dolor del pecho se intensificó. Llevábamos casi un mes sin hablar. Lo echaba de menos… —Solo quería decirte que he aprobado… —sonrió nervioso. Lo imité. Noté el corazón caliente. Lo veía más seguro de sí mismo, más feliz. —¡Eso es una muy buena noticia, Noel! —Sí… Solo quería darte las gracias. —Incliné la cabeza, sin entenderle—. Me has ayudado mucho este año. Nos quedamos en silencio, mirándonos. Cuestionando todo lo que habría podido ser y que se había quedado en nada. Lo hubiera abrazado, enterrado mi cabeza en su clavícula; notando su corazón a través de mi piel. —Bueno, me tengo que ir —contestó al final él, rompiendo el momento. Asentí—. Nos vemos… Me sentía gilipollas porque no había podido soltar palabra. Entré en casa, con un nudo en la garganta. Él siempre tuvo razón. A veces lo mejor era alejarse para crecer. *** —¡Por fin somos libres! —gritó Oliver. Estábamos fuera de la Universidad de Barcelona, donde habíamos hecho la Selectividad. Habían sido tres días muy duros. Lágrimas, noches de desvelo y teína en vena. Me había ido genial. Me había esforzado mucho y estaba orgullosa de mí misma. La perseverancia hace el camino. No se nos ocurrió nada más que tirar todos los apuntes al aire, entre gritos de júbilo y lágrimas de felicidad. Obviamente, después nos tocó recoger todos los papeles que habíamos tirado. Yo, por suerte, había cogido y tirado los de Oliver. ¡Los míos ni loca! ¿Y si los necesitaba para el futuro? —Ahora toca ir a comprar los trajes para la graduación —sonrió malicioso

Oliver—. Voy a llamar a Ronnie para que venga. —Pero después me debes mi cita —Alek me empujó suavemente con su hombro, enfatizando las últimas palabras. Qué pesado. —Solo si me invitas primero a un helado de limón, ¿hecho? —Intenté ingeniármelas, al menos si tenía que pagarle un café quería conseguir algo a cambio. —Tramposa —protestó. —¿Trato, o no? —Trato. Nos dirigimos al centro comercial. Ronnie ya estaba allí, fumándose un cigarro. Aún no había conseguido dejar el tabaco, pero tampoco la juzgaba. Una cosa después de la otra. En ese momento, ella estaba en proceso de reconstruirse. Pensé que ojalá nos pudiésemos querer para siempre, sin baches ni tormentas. Pero, caer de vez en cuando, también forma parte de nuestro aprendizaje. Oliver fue a coger uno de los cigarros, le piqué en las manos. —Aguafiestas. —Hizo un puchero—. ¡Ya soy mayor para hacer lo que quiera! —Será que eres mayor para lo que quieres. —Mira, calabacita, leí en una revista que dos de cada cinco fumadores mueren. Eso quiere decir que los tres que no lo hacen se convierten en inmortales, ¡y ese podría ser yo! Suspiré dramáticamente. Ronnie aplastó el cigarro y me agarró del brazo, alejándome de los lamentos de mi mejor amigo. El centro comercial estaba a petar de gente joven que iba a celebrar que se había terminado la Selectividad. Era algo agobiante, pero también lo entendía. —¿Ya tienes vestido para la graduación? —me preguntó mi amiga. Negué con la cabeza. —¿No puede ser un traje? De esos de colores chillones —sonreí alegre. —Con traje hará mucho calor, cariño. —Vaya… Es que ya tengo muchos vestidos y quería probar algo nuevo. —¿Y un mono? —soltó Oliver—. Es más práctico. —¡Por fin tienes una muy buena idea! —chillé de emoción. Comenzamos a entrar dentro de las tiendas. Hacía un calor que abochornaba,

el pelo se me encrespaba, convirtiéndome en una escoba andante. Me obligaron a probármelo todo. Desde vestidos negros, que me negué a comprar porque yo quería algo colorido, hasta vestidos con pedrería y cachivaches incómodos. Hasta que encontré el mono perfecto. Salí del probador, sintiéndome una diva. Oliver y Ronnie aplaudieron. Alek se limitó a morderse el labio, ruborizado. —Estarás preciosa, Lena —Ronnie me dio un beso en la mejilla. Me dejó toda la marca de su pintalabios—. A ver, saluda como la reina. Entre risas, la imité. —¿Y yo no estoy precioso? —preguntó Oliver de brazos cruzados. —¡Eres un puto celoso! Pero tú también —repitió la acción del beso—. ¡Estoy tan orgullosa de vosotros! ¡De verdad, os hacéis mayores! Se secó una lágrima invisible. Pagamos el mono y fuimos a buscar un traje para Oliver. Entramos en la tienda cuando noté que el aire se escapaba de mis pulmones. Mierda. No esperaba encontrarme a Noel y Cristian. Mi mejor amigo tampoco se lo esperaba. Moví la nariz, nerviosa. Quise huir. Noel y Cristian se estaban riendo con otras chicas que iban con ellos. Jamás había sido celosa, pero… Se me rompió más el corazón, si eso era posible. Cuando él me vio me sonrió triste. Eso ya me mató. Siguió hablando con las chicas como si nada. ¿Por qué ellas podían tener sonrisas suyas y yo no? Necesitaba una última sonrisa de él. Un último abrazo. Un primer y último beso de despedida. —Vamos a por ese helado… —Alek me cogió del brazo, salvándome de sentirme más humillada—. Oliver, Ronnie id mirando trajes. Ahora venimos. Me mordí el interior de la mejilla para no llorar. Nos dirigimos a una de las heladerías que ya estaban abiertas. Alek me indicó que me sentara y se encargó de comprar dos tarrinas de helado. Uno de menta para él, uno de limón para mí. Cuando se volvió a sentar me miró con el ceño fruncido. —¿Qué sientes? —Esa pregunta me sorprendió. No podía mentirle. Ni a él, ni a mí. —Le quiero… —confesé—. Y le quiero tanto que duele, porque él y yo jamás vamos a poder estar juntos.

Él se deshinchó ante mi revelación. —¿Te han dicho ya si te aceptan a la Universidad de París? —Negué con la cabeza—. Entonces aún tienes una oportunidad. —¿No te molesta que hable de esto contigo? —le pregunté. Sentía como si el aire me quemara los pulmones. —Lena, el amor no correspondido es una jodida mierda. Y lo sé de primera mano. —Se sentía así por mi culpa—. Así que te entiendo. —¿Y cómo haces para aguantarlo? —Me quedo con los momentos bonitos. Con las pequeñas cosas que me han hecho feliz, que provocan que miles de mariposas enfurecidas dominen mi estómago. Pero ese no es el asunto, Lena. —¿Y cuál es? —pregunté mientras me comía una cucharada de helado. Tenía la boca seca. —Que él está enamorado de ti hasta las trancas. Pero estáis tan ciegos que no os dais cuenta. —¿Por qué crees eso? Él está enfadado conmigo. —Lena, ponte en su piel. No está enfadado, está dolorido por la posibilidad de que te puedas ir de su vida. Por primera vez y seguramente la última, le entiendo. Lo miré a los ojos. Lo decía en serio. Nos quedamos callados mientras terminábamos de comernos el helado. Pensando en que podría haber cambiado para que Noel no se hubiera apartado de mí. Necesitaba hablar con él, aunque fuera una última vez. Oliver y Ronnie nos enviaron un WhatsApp, indicándonos que ya tenían el traje y que se iban a casa. Alek me propuso llevarme a mi casa. —¿Y la cita? Él me sonrió apenado. —Prefiero quedarme con este momento. Le dije que prefería ir caminando a casa, para pensar. Antes de irme tenía que hacerle aquella pregunta. —¿Por qué yo? —pregunté bajito antes de irme. No sabía si quería oír la respuesta. Él lo entendió. —Porque eres magia. Eres de esas personas que te hacen creer que el mundo

es bonito. Porque eres tú. Recordé el primer día que hablamos, en la fiesta de Jolene. Él me había dicho que existían personas que eran magia. Siempre se había referido a mí… —Gracias por ser un buen amigo. Le di un último beso en la mejilla, le regalé un abrazo y me fui. El trayecto fue duro. Los nervios de los últimos días y todo lo que había pasado en el centro comercial me consumían. Noel había sido una pieza importante en mi vida. Un amigo que se había convertido en algo más. Maldita la noche que tuve que vomitarle en los zapatos. Llegué a casa hecha un manojo de nervios. Mi madre, que estaba con Astrid, me dio un sobre. Córcholis, lo que me faltaba. —Ha llegado hoy —dijo emocionada—. A ver qué dice. No podía ser… —¿Puedo abrirlo sola? —pregunté al borde del llanto. Demasiadas emociones en pocos días. Ellas asintieron y se fueron a la habitación, dejándome sola en el salón. Me temblaban las manos, el corazón martilleaba tan fuerte que temí que se viniera todo abajo. Cogí aire. Era la hora de saber mi futuro. El corazón amenazaba con salirse del pecho. Abrí la carta. La leí. No podía ser. Las lágrimas comenzaron a brotar. Saladas. Calientes. No tenía palabras. En ese momento llamaron el timbre de la puerta, abrí. Me olvidé de cómo se respiraba. Y solo quise gritar, abrazarle y decir que le quería. Llevaba un ramillete de margaritas naranjas, él sabía que era mi color favorito. Iba vestido con un traje que le venía grande. El corazón se me encogió y me quise perder en esos ojos miel, esa sonrisa que debería haber sido eterna. Él era arte abstracto, y por eso era único. Siempre quise descifrarlo por completo. —Noel… —susurré—. Pensaba que… —Antes de que digas nada, lo siento. Siento no haberte dejado explicarte, siento haberme apartado de tu lado. Quería perderme entre esos labios.

—También lo siento —confesé—. Perdón por no habértelo dicho antes… Él puso un dedo encima de mi boca, obligándome a callar. —Sabes, he planeado este momento un centenar de veces. ¡Pero qué demonios! Joder. No sé ni por dónde empezar. —Se trababa al hablar, inquieto —. No sé si ya te han aceptado en París, o no. ¡Pero no me lo digas! No aún. Reí histérica a través del dolor. Él se acercó y apoyó su frente en la mía. —Lena, no te voy a pedir que te quedes. Tú estás hecha de polvo de estrella. Brillas con luz propia y tienes que seguir volando. Pero, por favor… —Las lágrimas me escocían, él me las limpió y dejó su pulgar encima de mis labios—. Necesito que me regales una última noche a tu lado. Dio un paso atrás. Me puso el ramillete de margaritas en mis manos. —Lena Rose. ¿Me condecirías ser tu pareja para la fiesta de graduación? Lo rodeé con los brazos. Una y mil veces sí. Porque, a pesar de todo lo que estaba por venir, si hubiera tenido que volver a empezar siempre lo hubiera elegido a él. Siempre él.

34 No existen las últimas veces… Solo penúltimas Jamás debería ser la última vez. Como decía mi hermano, «solo existen penúltimas veces, porque estoy seguro de que siempre habrá una próxima». Seguía sin saber si Lena se iba a París o no. Tampoco tardaría en descubrirlo. Así que estaba aterrado porque jamás entró en mis planes enamorarme de ella y perderla. —Un café con leche, uno descafeinado y… —Leo me miró—. ¿Qué quieres tú? —Un cappuccino, gracias. Había dejado de beber el café solo. Quería alejar todo lo amargo de mi vida. Estaba con Leo y mi madre en el Central Pork. Hacía años que no íbamos los tres juntos a algún sitio. Por primera vez éramos una familia unida. Leo tenía que volver a Lyon para terminar los exámenes finales, aunque ya era su último año en la Universidad. Yo, en cambio, estaba ayudando a mi madre con la mudanza. Había costado muchísimo decidirnos, pero queríamos dejar atrás ese lugar de fantasmas del pasado y malos recuerdos. Tampoco nos íbamos muy lejos. Habíamos encontrado un piso pequeño, pero cómodo, a unas calles más arriba de la nuestra. Nos habíamos enamorado en el primer momento que pusimos un pie dentro. La luz del sol acariciaba cada rincón y eso, en los momentos malos, nos podría servir. En el salón había un balcón pequeño, en el que solo cabían dos personas, que adornaríamos con los geranios de mi madre. También tenía una cocina en el

mismo salón (con lavavajillas incluido. Ni confirmo, ni desmiento que me emocioné); un baño tan diminuto que cuando te agachabas las nalgas rozaban con la pared de atrás; y tres habitaciones. Una para mi madre, una para mí y una para él. —¿Estás seguro de que quieres volver a Barcelona? —le pregunté. —Está decidido. —Mentira, no lo estaba, pero no quería dejarnos solos. Aunque él sabía que estaríamos bien—. Además, quiero ahorrar para sacarme un máster. Es lo que tiene estudiar Trabajo Social, que siempre tienes que estar informándote. —Me alegra saber que volverás —dijo mi madre. Había ganado algo de peso y sonreía mucho más—. Y tú Noel, ¿te han dicho alguna cosa de las notas de Selectividad? Negué con la cabeza. —Qué va. Se supone que salen la semana que viene. —¿Nervioso? —preguntó Leo con retintín. —Un poco. Espero entrar en la Universidad de Barcelona. —Y Lena, ¿qué va a hacer ella? —Mierda. Se me había pasado por alto que mi madre aún no sabía nada. Mi hermano, que sí que lo sabía porque me había sincerado con él hacía unos días, se atragantó con su descafeinado. —¿He dicho algo que no debía? —Mi madre me miró con ojos de preocupación. Cogí aire. Tenía un jodido nudo en el pecho y no fui consciente que apretaba la servilleta entre mis manos. —Puede ser que se vaya a París. Fue una bomba. La mesa se quedó en silencio. Y yo solo pude comenzar a llorar porque, por primera vez, no me importaba derramar las lágrimas delante de los que me querían. Mi madre me abrazó y Leo me cogió de la mano. —Llora, cariño mío. Limpia tu alma —susurró mi madre mientras me daba besos en la cabeza. Aprendí que llorar no es de cobardes. Llorar es sacar lo que nos duele y seguir

adelante. —No quiero que se vaya, mamá. Ella es… —Me rompí. Media cafetería me miraba, pero me daba igual si les molestaba. —Lo sé, amor. Lo sé. Pero ella tiene que seguir volando… No es un pájaro que puedas encerrar en una jaula. —Intentó decirlo con todo el amor del mundo. Cogí un pañuelo y me soné los mocos. Habló mi hermano. —Ella siempre ha sido especial… Me acuerdo de que a la semana de que se hubieran mudado a la casa del lado me la encontré con un hurón. —Hei-Hei… —mencioné mientras hipaba. Sonreí ante la mención de su mascota. —Me contó todas las características de ese animal, estuvo al menos una hora. ¡Y yo había vuelto del dentista! Me habían dormido la boca —se rio—. Me preguntó por qué hablaba tan raro, que si tenía problemas de bruxismo. —¿De qué? —Eso de rechinar los dientes. ¡Pero es que ella tenía 10 años! Y yo 15. —¡El demonio del hurón! —dijo mi madre divertida—. Ya son varias las veces en las que se me ha meado en mis geranios. —A mí me mordió porque me colé en la habitación de Lena por la escalera de incendios… —Mi madre y Leo abrieron muchísimo los ojos. —¿Estás loco? ¡Y si se hubiera pensado que era un ladrón? Solté una carcajada ante el recuerdo. —Ya se lo pensó. Me pegó con un secador en la cabeza y después me puso una tirita de dinosaurios en la punta del dedo. —Va a llegar lejos esta niña —dijo feliz mi madre. —Es tan… —comenzó Leo. —Peculiar —contesté yo. Terminamos todos riendo. ***

Tragué saliva. Estaba tan nervioso que sudaba a mares, y estar metido en ese traje negro no ayudaba. Mi madre se acercó a mí y me puso bien la corbata. Tenía los ojos llenos de lágrimas. —Estoy tan orgullosa de ti, hijo. Le di un beso en la mejilla. —Y yo de ti. Era la hora. Tenía que ir a buscar a Lena. Iríamos los dos con mi moto a la graduación, así después podíamos ir a la fiesta nocturna sin la necesidad de depender de nadie. No me quedaban uñas para morder. —¡Guau! Qué sexy hermanito, ya te vas pareciendo a mí —dijo burlón Leo. Le di un empujón. —Os veo allí —contesté. Ellos asintieron. Cogí un sobre pequeño para Lena que guardé en el bolsillo interior de la americana, y salí de casa. Respiré hondo mientras miraba hacia arriba. El pequeño trozo de cielo que daba al patio de vecinos brillaba. Cerré los ojos, saboreando el buen día que hacía. También había aprendido que, si llevas el sol por dentro, no importa que te estés mojando bajo la lluvia. Me armé de valor y llamé a la puerta. Cecile fue la primera en abrirme, sonrió enseñando todos los dientes. —¡Estás guapísimo, Noel! —Me invitó a pasar—. Lena ahora viene, está terminando de arreglarse. ¿Quieres tomar algo? —No, gracias. Estoy bien. Repiqueteaba con el pie en el suelo. Su hermano me miraba curioso desde el salón. Cecile me estaba hablando de lo que le gustaba ser enfermera, pero lo mal que lo llevaba esos últimos días. Desconecté. El mundo se paró cuando la vi. Ella era la estrella más brillante del mundo. —Joder… —murmuré sin poder apartar mis ojos de ella. Iba vestida con un mono de color rojo con las mangas caídas, pata ancha de campana y la espalda descubierta. Llevaba un semi recogido y unos pendientes de girasoles. Quise acariciar con los labios cada una de las pecas que se

entreveían. Y las que no, también. No pude evitar sonreír cuando bajé la mirada y la vi con unas Converse blancas. Lena era única. Era… Lena. E iba a quererla para toda la vida. Se acercó nerviosa. —Estás preciosa. —Le puse un mechón rebelde detrás de la oreja. —Tú no estás nada mal —balbuceó. —¿Nada mal? —Arqueé una ceja y le di un golpecito en la nariz—. No mientas. —De acuerdo, estás de muy buen ver. —Se sonrojó de inmediato—. ¡Pero no te lo creas mucho! —¡Una foto! ¡Esperad! Cecile nos obligó a posar juntos. La cogí de la cintura y pude percibir sus mejillas rosadas ante ese gesto. Yo no estaba mucho mejor. Me moría por besarla de una vez por todas. —¡Estás guapísimos! — añadió su madre, contenta. La invité a cogerse de mi brazo. Ella dudó, pero lo hizo. Y en qué momento entró en contacto conmigo… Se me puso la piel de gallina. La llevé a la moto. —¡¿En serio?! —¿Por qué te extrañas? —¡Ni el último día podías dejar tu moto! —se rio. No pude evitar que el corazón se parara por un momento con esa pequeña verdad. Esa sería mi última noche con ella. Se subió de un salto y se puso el casco. Me cogió de la cintura y quise controlarme. Lo prometo. Pero la sensación de tenerla, por fin, tan pegada a mí sin rechistar, hizo que pegara un acelerón. Me reí cuando ella me dio un golpe en el casco. Fue una dosis de adrenalina. Nos convertimos en dos personas imparables, corriendo contra el aire. Perdiéndonos y disfrutando de los pequeños momentos. En nuestro interior existía un verano invencible; estábamos aprendido a amarnos a nosotros mismos. Cuando llegamos ella se bajó de un salto. Jamás dejaría que alguien la ayudara.

La graduación era al aire libre, en el mismo patio del instituto. Habían colocado un montón de sillas para los familiares y otras para los estudiantes de Bachillerato, todas decoradas con lazos rojos. Sonaba una canción de Nil Moliner, la de Libertad. «Como un tsunami, siento el aire entre mis dedos. El cielo avisa de que algo pasará. La mente en blanco presenta todos mis sueños, Esos que por fin puedo alcanzar». No pude sentirme más identificado. «Soy como el aire que va a toda velocidad. Solo estoy yo y mi caminar». Me situé a su lado. Nuestras manos se rozaban… Entrelacé mis dedos con los suyos. Tuve miedo de que los apartara, pero en contra de lo que pensaba me apretó la mano. Deslumbraba a todo el mundo. «Como un cometa que alumbra todo el cielo. Esos segundos que siempre recordarás. Estoy seguro de que muero en el intento y eso es lo que nos hace brillar». La mayoría de clase había llegado. Me dieron igual las miradas curiosas, las caras de desconcierto y que nos señalaran con el dedo. Yo era feliz a su lado. —¡Ha llegado la reina del baile! —chilló Oliver cuando la vio. Le di la razón. Después me miró a mí y me acusó con un dedo—. Y a ti ni se te ocurra robarme mi corona del rey del baile. —Cariño mío, eso no es Estados Unidos. Aquí no hay rey y reina del baile. Habló una chica morena que iba con un vestido verde que combinaba con el de Oliver, un amarillo chillón que se veía a kilómetros de distancia. Era Verónica, la chica que encontré esa noche en el portal de mi antigua casa. Había ido a nuestra clase en secundaria. —Un placer volver a verte, Noel. —Igualmente, Verónica. —Llámame Ronnie. —Me guiñó un ojo—. Por cierto, Lena. Normal que estés coladita por sus huesos. ¡Está que te cagas! Si hubiera habido una alarma de incendios se hubiera encendido. Lena tenía la cara y las orejas tan rojas que ardían. —¿Así que estás coladita por mis huesos? —la chinché, aunque me había dado

un paro respiratorio después de la confesión de Ronnie. A Lena le gustaba… Joder. Sí que habíamos estado ciegos. Alguien me alargó la mano, sacándome de mis pensamientos. Era Alek. Encajé la mía con la suya. —¿Paz? —Paz —sonreí. Había sido injusto con él. Se acercó un hombre con perilla. Era el padre de Oliver. —¡Una foto grupal! —chilló contento. —Joder papá, llevas todo el día haciéndome fotos —protestó Oliver—. Suerte que soy fotogénico. Mucho quejarse, pero fue el primero en ponerse para la foto. Ronnie y Alek se pusieron a su lado. Lena también se dirigió a ellos, pero cuando vio que no iba me cogió de la mano. —Tú también tienes que salir —dijo dulce—. Formas parte de nuestra vida. Jamás podré explicar la felicidad que sentí cuando me dijo esa frase. —¡Esperadme que voy! —Unos tacones repiquetearon en el suelo—. ¡Dejadme sitio al lado de mi hermana! Jolene apareció con un vestido azul con escote de palabra de honor. Cuando vi a Cristian le pegué un silbido y le obligué a venir. Los miré a todos orgulloso. Tenía amigos que jamás pensé tener. Todos juntos, en una solo foto. Seríamos infinitos. Antes de irnos Cristian me pidió que hablara con él. Nos pusimos a un lado y me lo soltó. —He decidido hablar con mis padres —sonrió—. Sé que es una mierda tener que salir de un supuesto armario, pero lo necesito. —Una gran parte de la sociedad es peor que un dolor de muelas —me quejé. —Toda la razón, tío. Pero bueno, quiero aceptarme. Quiero ser feliz y no tener que esconderme. —¡Ese es mi amigo! Qué orgulloso estoy de ti, tío. Si hace nada eras un mocoso sin pelos en los huevos. —Le di un golpe amistoso en el pecho—. Si necesitas cualquier cosa, me lo dices. Mi casa también es la tuya.

Nos pidieron que nos sentáramos. Lena me cogió de la mano y me estiró para que me situara a su lado. Nos fuimos a la primera fila, porque ella quería estar bien atenta. La emoción nos invadía. Algunos alumnos cantaron, nuestra tutora dio un discurso y, cuando ya se habían asomado las primeras estrellas, comenzaron a dar las orlas. No pude evitar soltar un par de lágrimas cuando gritaron mi nombre. La gente aplaudió y silbó. Me lanzaron piropos. Al final, seguía siendo el popular de la clase. Pero yo solo pude mirar a Lena. Observar cómo me miraba con orgullo. Leo y mi madre aplaudieron con ganas. —Siempre supe que tú podrías, ¡y además con muy buena nota! —me giré, encontrándome con Luciano. Mi profesor de historia. Iba con su perro lazarillo, que llevaba una pajarita roja. —Gracias —dije con todo mi corazón. —Date las gracias a ti mismo, Noel. Lo has conseguido porque has querido. Serás un buen profesor. Abrí mucho los ojos. —¿Cómo sabes que he escogido esta carrera? —pregunté asombrado. —Yo lo sé todo —sonrió—. Recuerda, soy ciego, pero puedo ver. Le di un apretón de manos, agradecido, y volví a mi sitio. Fue el turno de Lena. Sus amigos comenzaron a gritar y yo… Yo me levanté, delante de las miradas indiscretas de todos los presentes. Quería que me viera allí, entre la gente. Apoyándola. Queriéndola bajo la luna. Jolene también se levantó y comenzó a aplaudirle. La siguieron Oliver, Ronnie y Alek. Los dos primeros solo le gritaban piropos bastante singulares. —¡Quién fuera cilantro para quedarse en tu sonrisa! —gritó Oliver. —¡Quién fuera cemento para sostener ese monumento! —siguió Ronnie. Y, poco a poco, la gente se fue levantando para aplaudirla. Marcos, Cecile y Astrid comenzaron a sacar fotos. Lena sonrió, alucinada, con las mejillas mojadas de la emoción y una sonrisa que no le cabía en la cara. Se lo merecía, ella era luz. Bajó corriendo y me abrazó. —¡Lo hemos conseguido! —gritó. La alcé al aire y la hice rodar entre mis

brazos. —Sí, pecosa. Lo hemos conseguido. —Enterré mi nariz en su clavícula. —Siempre he creído en ti. —Me dio un beso en la comisura de los labios. Esas cinco palabras me marcaron de por vida. Ella lo había hecho cuando no lo hacía ni yo. —Tengo algo para ti… —Saqué la cajita del bolsillo. —No hacía falta… Yo no tengo nada para ti —balbuceó. —Tú ya me has dado todo lo que quería: ser feliz. Ábrelo, pecosa. Se puso una mano en la boca cuando lo abrió. Era un anillo dorado con unas líneas que se asemejaban a las olas del mar. —¡Por todas las flores del mundo! ¿Eso es lo que pienso! —Estaba tan emocionada que me lo contagió. —Sí. —Mi voz temblaba—. Esas líneas son el registro de mi voz. Hay una tarjeta que te dará un código para que lo escuches. —Eres maravilloso, Noel —dijo conmovida, mordiéndose los labios. —Escúchalo cuando estés sola. —Gracias… —murmuró mientras se ponía el anillo en el dedo—. Lo guardaré toda la vida. Era hora de que comenzara la fiesta. Nos despedimos de los padres y las madres quienes, emocionados, se fueron a hacer unas birras. Pero antes, Astrid y Cecile se hicieron varias fotos con sus hijas. Se habían convertido en una familia de lo más extraordinaria. Llegamos a un local, al lado de la playa. Cenamos entre risas, brindis y sangría que compramos los mayores de edad. Cuando pusieron la música a todo volumen la cosa ya comenzó a desmadrarse. Cubatas. DJ. Hielo. Confeti. Voces a grito pelado. Risas. Cervezas. Brindis. Llevaba la tercera cerveza cuando comenzó a sonar una canción lenta. De inmediato busqué a Lena, que estaba con Oliver y Ronnie dándolo todo. Sus ojos también me encontraron. Nos acercamos.

—¿Me concedes este baile? —me preguntó. —¿Me lo concedes tú a mí? La cogí de la cintura y la pegué a mí, bailando a paso lento. Apoyó su cabeza en mi pecho. Notando como mi corazón latía a tres mil por hora. Quise decirle que eso era por ella. —Te he echado de menos —me confesó. Terminó la canción, pero seguimos pegados. Bailando, soñando con los pies. Siendo solo ella y yo. No importaba nada más. Lena fue la primera en separarse. Me acarició el rostro. Sus dedos pararon en mis labios, los dejó caer y me cogió de la mano, invitándome a irme con ella. Nos marchamos de esa fiesta sin ser vistos. La luz de la luna se reflejaba en el mar. Las olas eran plateadas y la melodía que creaban era preciosa. Lena se descalzó. La imité. Me cogió de la mano. —Bailemos. Y lo hicimos. Solos. Nuestra música era el mar. El sonido de las piedras que arrastraban las olas, de la arena moviéndose bajo nuestros pies. Nuestras respiraciones, mezclándose. El deseo brillando en sus ojos verdes. —Noel… —No hace falta que lo digas. —La apreté más contra mí—. Lo sé. Lo había sabido desde el momento que la había visto llorar en su puerta. La habían aceptado en París. Era real. Se iba. —¿Cuándo? —Me voy la semana que viene. La abracé más fuerte, pegándola a mí. —Tengo miedo —confesó. —¿De qué? —De perderte —levantó los ojos, encontrándose con los míos. Los dos teníamos los ojos llorosos.

Le habría podido decir tantas cosas… Pero si se hubiera dado cuenta de la forma en que la miraba ya lo sabría todo. —Jamás me perderás, Lena. —Paré de bailar y puse una mano encima de su corazón. Las lágrimas me escocían, pero lo solté todo. Me acerqué a ella—. Porque las personas como tú dejan huella. Puede que te vayas de mi vida. Que estés en otro país. Pero nunca te irás por completo. »Quedará tu esencia. Tus risas, incluida la de cerdito. Tus bromas y frases sarcásticas. ¡Y por no hablar de tus jodidas explicaciones! Que oye, me han servido para aprender que los ascensores son seguros y que morderse las uñas es malo. Nos quedarán las Navidades en primavera; saltar vallas, aunque creas que es ilegal; quedarnos encerrados en ascensores y comer donuts de flan; los atardeceres mientras salvamos zorros; las tardes que me obligabas a escuchar Taylor Swift; recoger basura en la playa y mojarnos porque nos ha pillado la tormenta. »Quedará nuestra guía. Guía para dejar de ser idiota. La que me ha ayudado a crecer. No pude parar de hablar. Las lágrimas no dejaban de brotar. Aún no se había ido. Pero como decía la canción, yo ya la extrañaba de más. —Mierda. Ha sido un placer conocerte, pecosa. Y quedarás, para siempre, grabada en mi piel. En mi corazón. —Noel —repitió mi nombre. Acerqué mis labios a los suyos. —Te quiero. —Te voy a besar —soltó de golpe. Y sus labios impactaron encima de los míos. Jamás podré contar lo que sentí. La magia nos invadió. Cerré los ojos. Pasé mis manos por su cuello y la pegué más a mí. Profundizando, conectándome más a ella. Nuestras lenguas se enroscaron, le mordí el labio. La necesitaba, siempre lo haría. Me cogió de los brazos, poniéndose de puntillas. Ojalá esa historia no se hubiera terminado.

Ojalá ella no se hubiera ido. Ojalá. Nos besamos entre lágrimas saladas y la promesa de reencontrarnos. Nos perdimos entre la arena, con el mar observándonos; me perdí toda la noche entre sus mechones rebeldes, sus ojos brillantes y sus pecas que parecían constelaciones. Besé cada una de ellas. Fueron besos con sabor a «no me olvides». Fue un primer beso de despedida.

35 Hasta siempre, Lena Las maletas estaban preparadas. En cinco horas salía el avión hacia París. Los de la Universidad me habían pedido que llegara antes de septiembre, para hacer un curso de verano, financiado por ellos, para estudiar francés. Me esperaban cuatro años duros para estudiar Psicología. Un sueño hecho realidad en París. Y otro sueño que se quedaba en Barcelona. Seguía sentada en la cama, con los ojos vidriosos y mirándome el anillo dorado que me había regalado Noel. Desde esa noche no lo había vuelto a ver. Habíamos decidido no vernos más. Arrancarnos la tirita de golpe para que en un futuro no doliera más separarnos. Él fue la despedida que más me costó de asimilar. Una parte de mí siempre sería suya. Me hubiera gustado irnos juntos. Pero éramos jóvenes, inexpertos y, lo peor, no teníamos dinero. Saqué el anillo de mi dedo y seguí las líneas curvas con el dedo. Aún no había tenido el valor de escuchar lo que decían esas ondas. Era su voz, grabada para siempre. Me armé de valor. Cogí la tarjeta y seguí los pasos. Tecleé el código. El corazón me latía rápido, contenía la respiración. Y comenzó a sonar su voz. Me tapé la boca, aguantando un sollozo que salió directamente del pecho. Lo puse en bucle. —Lena, todo lo que te puedo decir es que gracias por ser mi guía en esta vida. Eres mi estrella fugaz favorita. Te quiero. «Yo también te quiero». Cogí a mi agenda, Nube, que ya estaba guardada en la mochila y la abrí.

Busqué la página donde estaba escrita la Guía para dejar de ser idiota. Escribí rápido, la arranqué y la guardé en el bolsillo del tejano. Por si acaso. Por si las casualidades de la vida querían que lo viera por última vez. —Cielo, es la hora —dijo mi madre—. ¿Estás preparada? —Creo que sí. Ella se acercó y me cogió ambas manos. —Irá bien, Lena. Lo sé. Tú puedes con todo. —Gracias mamá. Por todo, desde que nací hasta ahora. Te quiero. Hei-Hei se venía conmigo a París en su jaula, bufó cuando lo cogí. Agarré las maletas y me despedí de mi casa. Estaba segura de que volvería, pero no sabía cuándo. Marcos y Jolene me esperaban en el coche, junto a Astrid como copiloto. Oliver, Ronnie y Alek estaban ya en el aeropuerto. Había llorado tanto los últimos días que ya no me salían lágrimas. Tenía los ojos tan secos como un estropajo. Me senté entre Marcos y Jolene. —¿Estás bien? —preguntó Marcos, cogiéndome la mano. —Sí, solo estoy un poco triste. Pero es para cumplir un sueño —sonreí. Jolene me cogió la otra mano y me la apretó. —Nunca dejes de soñar, todo se consigue. Me sentí muy afortunada. Tenía un hermano que quería con toda mi alma, y una nueva hermana que iba por el mismo camino. Me dolía haber juzgado a Jolene. Ella era tan diferente a como la había imaginado… Cuando se sacaba la máscara de frialdad era única. Con el tiempo había aprendido a quererla. Llegamos temprano al aeropuerto. Estaba abarrotado de gente que se iba de vacaciones de verano. —Lena, piensa que no estaremos tan lejos. —Mi madre me cogió de los mofletes y me los llenó de besos—. Te iremos a visitar siempre que podamos. ¡Y si necesitas algo…! —Te llamo —dije divertida. Mi madre me había repetido ese discurso varias veces. Nos adentramos en la zona que indicaba la salida de los aviones. Los nervios me carcomían. Iba a irme por primera vez sola. A otro país. A estudiar una

carrera que hasta hacia pocos meses no sabía. Todo esfuerzo tiene su recompensa. —¡Allí! ¡Allí! —oímos gritos. —¡Lena! ¡No te vayas aún! Oliver y Ronnie vinieron corriendo. Se lanzaron encima de mí, desestabilizándome. Caímos los tres al suelo. Alek iba detrás de ellos, con una sonrisa divertida y las manos metidas en los bolsillos. —¡Mi culo! —me quejé. —¡Cállate! —lloriquearon los dos—. ¡No te puedes ir aún! Se levantaron y me tendieron una mano. Nos abrazamos los tres, una y mil veces. Echaría de menos estar con ellos, sus idas de olla y no poder ser la aguafiestas del grupo. —¿Te has llevado el conjunto de lencería que te regalamos? Abrí mucho los ojos. ¡Allí no! Oliver pensó que mi expresión es porque no lo entendía. —¡Sí, tía! Con el liguero de color rojo. ¡Muy sexy! Ronnie, que era algo más lista que él, le puso una mano en la boca para hacerlo callar. —Te pido disculpas en nombre de Oliver. —Este le clavó los dientes. Casi terminan a arañazos. Mientras se discutían fui a despedirme de Alek. —¿Estás lista? —Todo el mundo me pregunta lo mismo —murmuré. —Vale… Entonces, ¿qué es lo primero que vas a hacer cuando llegues a París? —¡Comerme una crepe con fresas! Y visitar la Torre Eiffel —sonreí. Él también lo hizo. —Que todo te vaya muy bien —dijo antes de darme un beso en la mejilla. —Igualmente, Alek. —Pero antes que se fuera lo paré—. Y espero que encuentres a alguien que te merezca. Me devolvió la sonrisa y se fue. Todo fueron abrazos, lágrimas y hasta luegos. A veces las despedidas son así, con el corazón en un puño y los ojos rojos. Decidí quedarme con los momentos bonitos y todo lo que aprendí de él. De Noel.

Comencé a encaminarme a la zona de control para ir al Duty Free. Estaba feliz, pero me dolía no haberlo visto por una última vez. Me sentía culpable. Lo echaba de menos. Pero tampoco supe que pasaría aquello. —¡Lena! ¡Lena! —gritó alguien desesperado. Me giré de inmediato, con el corazón latiéndome deprisa. Jamás podría olvidar esa voz de la que me había enamorado. Me aparté de la zona de control, ganándome las miradas de varios guardias. —¡Espera! ¡Un momento! ¡No te vayas! Dejé la jaula de Hei-Hei al suelo y tiré las maletas. Comencé a correr dirección a Noel. Quería estar entre sus brazos, escuchar su risa, ver sus ojos color caramelo y acariciar la peca que tenía encima de la ceja. Me levantó y me besó. Enredó las manos entre mi pelo y yo pasé mis brazos por su cuello. —Lo he conseguido, pecosa. ¡Lo he conseguido! —contestó encima de mis labios. Era feliz. Me volvió a besar. Esa vez más suave y lento. Cada beso provocó que naciera una nueva estrella. —Voy a ser profesor… Y no podía dejar que te fueras sin decírtelo. Esa vez lo besé yo. Estaba tan orgullosa de él. —¡Vas a ser un profesor maravilloso! Él me dejó en el suelo. Me acordé de que tenía una nota en el bolsillo, se la di. —¿Qué es eso? —preguntó dudoso. —Para que te acuerdes de mí. —Sabes que siempre lo haré. Me puse de puntillas y lo volví a besar, con los ojos cerrados. Lo quise. Lo quise mucho. Y bonito. —No me olvides… —susurré encima de sus labios —Te quiero. Comencé a alejarme poco a poco, saboreándolo. Quedándome con las últimas imágenes de él, sonriendo. Siendo feliz. —Hasta siempre, Lena. Siempre lo querría. Jamás lo olvidaría. Porque las personas como él son eternas.

EPÍLOGO Hay personas que dejan huella en nuestra vida. Lena fue una de ellas. Se coló bajo mi piel. Permitió que me abriera en canal, que me empapara de ella. Jamás me juzgó. Lena siempre sería mi estrella fugaz favorita. Cuando me despedí de ella cogí la moto y me fui al parque donde habíamos hablado por primera vez. Necesitaba leer esa nota solo. Las flores me dieron la bienvenida. El sol me acarició el rostro, limpiándome las lágrimas lentas que me besaban las mejillas. Me senté en uno de los bancos y cogí aire. Desdoblé el papel. «Noel. Si estás leyendo esto es que todo ha ido bien. Significa que nos hemos visto por una penúltima vez, porque como me dijiste hace tiempo, no existen las últimas veces. Y ese debería ser el último punto de nuestra guía. Punto número 10: no existen las últimas veces, solo las penúltimas. Gracias por enseñarme qué significa la libertad. Porque, aunque no te lo creas, me enseñaste a vivir. Jamás dejes de soñar y recuerda: si alguna vez te sientes perdido, sigue a las estrellas, ellas te guiarán. Cuídate, sueña y cree en ti mismo. Eres suficiente. Como dice la canción de Taylor Swift: I was enchanted to meet you. Te quiero. No me olvides nunca. Lena». Sonreí y me levanté. Soñé con que algún día nos reencontraríamos. Que volveríamos a reírnos mirando las estrellas. Que nos explicaríamos la vida, como había ido todo. No existían las últimas veces, solo las penúltimas. Fuimos un cuento corto que releería mil veces. Sinceramente, jamás supe

cómo olvidarla. Hay finales que nos salvan… Ella me salvó a mí.

GUÍA PARA DEJAR DE SER IDIOTA 1.

1. No agobiarás ni insultarás a las personas por sentirte mejor. Ellas son tus iguales.

2.

2. Es inteligente tener miedo y aceptarlo. Lo importante es que no te impida seguir soñando.

3.

3. Sonríe. La vida te puede sorprender si lo haces. Y huye de las personas que apagan tu sonrisa.

4.

4. El secreto está en quererse a uno mismo para poder amar a los demás.

5.

5. No hay fracaso, salvo dejar de intentarlo.

6.

6. A veces, no hay próxima vez. A veces, no hay segundas oportunidades. A veces, es ahora o nunca. Inténtalo.

7. 7. Una persona que no es libre no será capaz de vivir plenamente. Date permiso para volar. 8. 8. No te compares con nadie más. Solo se tú mismo, eso nadie lo podrá superar. 9.

9. Nunca es tarde para comenzar a vivir. Y como me dijiste una vez…

10.

10. No existen las últimas veces, solo las penúltimas.

AGRADECIMIENTOS Siempre he soñado en grande, a pesar de la famosa frase «hay que ser realista». Desde que era pequeña suelo mirar las estrellas cada noche, porque ellas son las que me guían y me recuerdan que se puede seguir brillando estés donde estés. Y, aun así, sigo sin creerme que haya terminado mi primer libro. Guía para dejar de ser idiota nació porque quería escribir un libro para desconectar, para pasar el tiempo. Resulta que ha terminado siendo una historia que ha marcado un antes y un después en mi vida. He aprendido a ser feliz, a creer más en mí y quererme. Y, sobre todo, esta novela ha provocado que me dé cuenta de todas las personas maravillosas que me rodean en mi día a día, con quién quiero compartir este sueño y agradecerles todo lo que han hecho por mí. A mis madre y mi padre, por enseñarme a ser libre y valiente. De part de la vostra “pitiminí”: us estimo molt; a mi hermano por el cáterin (fuera bromas, gracias); a mi familia y, especialmente, a la meva àvia escriptora. Com sempre dius: seguirem fent camí (i farem la volta al món). A mi pareja (Mushu), porque tu también estás hecho de polvo de estrellas: brillas con luz propia. Gracias por esos paseos en la playa y llamadas interminables hablando de esta historia. Lena y Noel tienen un pedacito de ti. A Elena, por acompañarme desde que comencé en el mundo de los libros. Eres una de mis personas (y sevillana) favoritas; obviamente, a las reinas y futuras best-sellers: Sílvia, Enara y Mia. Gracias por haberme acompañado en esta experiencia. Sois un amor. Y, por cierto: ¡olé los descamisados!; a mis betas, y amigas, que me han ayudado muchísimo: Cami, Chasqui, Lili y Beth. ¡Lili, gracias por toda tu dedicación a esta historia y el amor que le has dado en redes sociales! A Martha, que se ha convertido en alguien muy especial. A la artista de Lorena (@laranna_art) por la ilustración tan bonita de Lena y Noel, y por ser una persona maravillosa. Montse, ¡no me he olvidado de ti! Eres mi loca favorita, pero por eso te quiero tanto. Y aunque seas una chaquetera y, a veces, me odies: ojalá todo lo bonito llegue para quedarse. Laura, Marc y Ana, a vosotros también os quiero

mucho; a mis amigas de infantil por emocionarse conmigo en el Coffe-Book y en Turquía. A mis profesoras de catalán del Instituto y Universidad, especialmente a Mónica, por animarme a seguir escribiendo. A Lucía y todo el equipo de Cherry Publishing por confiar en mí incluso cuando yo no lo hacía. Si esta historia es posible, es gracias a vosotros. A todas las personas de wattpad que me han leído y han creído en mí. Os prometo que los sueños se cumplen. A mi yo de 15 años: jamás has estado sola y todo se puede. Sí, eres suficiente. A ti, que has dado una oportunidad a la historia y me has acompañado en esta aventura. Y, finalmente, pero no menos importante a ellos dos: Lena y Noel. Gracias por enseñarme que no existen las últimas veces, que el secreto está en quererme y que nunca es tarde para comenzar a vivir. Siempre seréis mis dos estrellas fugaces favoritas. Hasta siempre, Lena y Noel.

¿Te ha gustado Guía para dejar de ser idiota? ❤ ¡Déjanos 5 estrellas y un comentario para que otros lectores descubran el libro! ¿No te ha gustado? ♠ ¡Escríbenos para proponernos el escenario que te hubiera gustado leer! https://cherry-publishing.com/es/contacto-con-nosotros/

Guia para Dejar de Ser Idiota Ona Spell - PDFCOFFEE.COM (2024)

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